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Domingo, 19 de julio de 2009

CONTRATAPA

Williamsburg

 Por Miguel Roig*

Caí en Williamsburg porque no tenía donde caerme muerto. Llevaba más de una década en Madrid trabajando en agencias de publicidad y en revistas que nunca superaban el segundo número. Había quemado las naves y no tenía fuerzas para encarar nada; tal era mi apatía que cuando surgía alguna oportunidad me abatía la posibilidad de que la oferta prosperase. Así pasé todo el verano. Cuando las hojas de los árboles del parque del Retiro empezaron a crujir bajo mis zapatillas me llamó Marcos.

A Marcos Olmer lo conocí en Buenos Aires, en una agencia de publicidad. Marcos duraba en un sitio el tiempo que le llevaba levantarse a un par chicas. En esa época era famoso por haber salido con una modelo muy conocida y por una anécdota que no era tan pública. Contaban que la psicóloga que analizaba a Marcos le planteó que tenía que suspender el tratamiento porque ella se sentía atraída por él y que, bajo esa circunstancia, no podía trabajar. No hay ningún problema, le dijo Marcos y mientras se levantaba del diván le sugirió, con éxito: ¿Querés que vayamos a cenar esta noche?

Cuando Marcos cambió de agencia, me llevó con él. Estuvimos juntos una temporada. El se fue al enredarse con la mujer de uno de los socios y yo me fui a España. No lo volví a ver pero nunca dejamos de escribirnos contándonos penas frecuentes y victorias discretas. El día que me llamó me aseguró que pensaba quedarse definitivamente en Nueva York donde llevaba un par de años, que había conocido a la mujer de su vida y que se iba a vivir con ella. Me proponía habitar su minúsculo apartamento que dejaba en Williamsburg y me garantizaba suficiente trabajo free-lance para vivir. Así las cosas, malvendí mis pertenencias, compré un pasaje a Nueva York y me instalé en aquel piso cuya mayor virtud era estar a pocos metros de Bedford Avenue, la calle principal de Williamsburg, un popular barrio de Brooklyn.

Williamsburg había sido un suburbio sin pena ni gloria, con judíos jasídicos y latinos ruidosos, hasta que llegaron jóvenes artistas en busca de un sitio barato y con ellos surgieron modestas tiendas de ropa de diseñadores emergentes, bares con pequeñas tarimas para acoger los conciertos de los nuevos grupos, galerías de arte con las dimensiones de un garage, librerías en cuyas mesas se encuentran numerosas ediciones de autor y, por supuesto, cafés, restaurantes y tiendas de comida para abastecer a toda esta comunidad hambrienta y con permanente sed. El mobiliario de las tiendas es prolífico en armarios antiguos, lámparas restauradas después de siglos sin funcionar y cortinas que en otra vida fueron manteles y viceversa. En Williamsburg todo procede de los contenedores donde se acumulan los desechos y los descartes; aquí todo se recicla y ni bien llegué, conecté con ese espíritu de transformación de lo existente porque también sentía que yo de alguna manera era un descarte que volvía a tener un uso posible.

Marcos solía venir alguna tarde pero estaba claro que no era yo el motivo de la visita sino las chicas que frecuentaban el Verb, el bar donde bebíamos cerveza. Más allá de Marcos no tenía aún relación afectiva con nadie ni siquiera para tomar una copa. Entonces apareció Juana.

Juana era una escritora madrileña con algunos libros publicados que eran leídos por los amigos, el aparato crítico marginal, los editores de revistas alternativas y algún alumno de sus talleres literarios. Al igual que muchos de sus pares no estaba obligada a trabajar; en el caso de Juana esto sucedía por unas rentas familiares que le permitían desplazamientos frecuentes a cualquier lugar del planeta y contar con un tiempo infinito para gestionar becas, subsidios y todo tipo de soportes emocionales y económicos por parte del entramado público y privado español.

Nos conocimos durante una cena en la casa del editor de una revista en la que yo trabajaba y ella colaboraba con una columna mensual en la que ejercía un antropologismo muy leve describiendo tipos urbanos: hipsters, bobos, geeks. Sin darme cuenta acabé en su cama y lo digo así porque no puedo explicarlo de otra manera. Juana no me atraía especialmente pero desplegaba toda la energía del mundo para doblegar mis reticencias y lo conseguía sin más. Mi entrega tampoco ofrecía una resistencia radical: me cuesta recordar amantes con más aptitudes para alimentar y saciar el deseo de su pareja. Pero fuera de la cama era otra cosa: una antropóloga de lo obvio que se empeñaba en explicar por qué la gente no come el borde de la pizza o por qué los hombres en la India están todo el tiempo arreglándose el peinado con un peine de bolsillo.

Juana llegó para quedarse y no le supe decir que no. De mala manera una persona podía vivir y trabajar en un apartamento liliputiense. Dos, lejos de convivir podían acabar matándose. Pero no era lo que me preocupaba. Salvo con mi primera mujer, jamás había compartido techo con otra; nunca más se había cruzado por mi mente esa idea y menos el hecho de hacerlo con alguien a quien no amaba. Sin poder explicármelo Juana estaba allí sirviendo el desayuno, eligiendo alimentos orgánicos y ligeros en grasa en las tiendas de Bedford Avenue, preparando gazpacho o planchando mis camisas.

Escribo una novela donde tú eres el protagonista, me soltó una noche después de hacer el amor. Aunque me tenía acostumbrado en Madrid a salidas así, traduje la frase del siguiente modo: la temporada que voy a pasar en este piso va a ser más larga de lo que esperas.

Como no podía ser de otra manera, las cosas se complicaron. Una tarde, en una de las agencias para las que trabajaba, conocí a Lina, una diseñadora alemana. Lina vivía en Hoboken, en la otra orilla del Hudson, y después de compartir varios proyectos y comer muchos sándwiches en el banco de una plaza vecina a la oficina de Madison Avenue, me invitó a cenar en su casa. Caminando por la calle 33 hacia el embarcadero para tomar el transbordador y cargando con un par de botellas de vino español, empecé a darme cuenta que Lina me interesaba.

Aquella noche me quedé a dormir en Hoboken y me desperté con la certeza de que el presentimiento de la tarde anterior era real: a Lina la había empezado a amar mucho tiempo atrás; tal vez en mi primera juventud cuando idealizaba las relaciones. Lina encajaba en ese imaginario que se actualizaba de repente con su inesperada aparición en la mitad de mi vida.

A Lina le dije que compartía el piso con una roommate, una amiga española, escritora, de paso por la ciudad y a Juana me limité a comentarle que tenía novia. Lejos de demostrar algún enfado o pedirme alguna explicación, me sorprendió con un pedido curioso: cuéntame cosas de ella.

Lina había llegado a Nueva York después de estudiar y comenzar a trabajar en Frankfurt, su ciudad natal, y pasar una larga temporada en Londres junto a su primera pareja. A finales de los noventa se enamoró de un hombre casado y con hijos. Una mañana, en la que el hombre se había metido un rato en su cama camino al trabajo, dos aviones derribaron las torres gemelas. Se enteraron del atentado cuando Lina, yendo a la cocina para servir dos tazas de café, encendió el televisor y ambos vieron la primera torre herida. Cuando el segundo avión atravesó la torre norte, los dos estaban en la cama, abrazados, con la mirada clavada en la pantalla. Entonces empezó a sonar el celular de él. El hombre trabajaba en una de las torres y en ese momento, de no estar en esa cama, estaría ante la disyuntiva de morir bajo las llamas o arrojarse al vacío. Pero el teléfono seguía sonando; era su mujer y él lo sabía. ¿Y si nos vamos juntos a vivir lejos de aquí?, le propuso a Lina. Vivieron seis años en San Diego. Cuando lo que se vino abajo fue la pareja, Lina volvió a Nueva York evitando que cualquier relación se prolongara más allá de una o dos noches.

Lina va a ser la compañera del protagonista de mi novela; o sea tu novia, soltó Juana y se puso a escribir.

Dormía en casa de Lina y volvía a Williamsburg a media mañana para trabajar con lo cual evitaba el acoso sexual de Juana que, sin embargo, actuaba de manera tan tranquila que me hacía pensar que de acostarme a su lado se limitaría a darme las buenas noches antes de dormirse.

Los días junto a Lina eran cada vez más gratos pero de alguna manera tenía que resolver la situación con Juana. Me quería ir a Hoboquen pero no podía dejarle a Marcos una inquilina no deseada en su piso. La cuestión es que no sabía como planteárselo a Juana que no demostraba la más mínima intención de irse y que con el relato que supuestamente escribía sobre mi vida me inquietaba cada vez más.

Un domingo muy caluroso, Lina y yo nos fuimos a Cherry Grove en Long Island, una de las playas favoritas de la comunidad gay. De arena fina, un bosque de pinos junto al mar y ninguna familia con niños, el sitio era realmente agradable. Después de nadar y secarnos al sol nos fuimos a comer. No nos habíamos acabado de sentar cuando vimos que por la puerta entraba Juana saludándome como si aquello fuera tan natural como cruzarnos en Union Square o en la librería Strand. Ni bien Juana terminó de presentarse, celebrar el encuentro casual -insistía en ello- y poner con intención sobre la mesa su cuaderno de notas, pedimos hamburguesas.

Ahora tengo claro cómo será exactamente tu pareja en mi novela, dijo Juana días después mientras cocinaba en casa. A la mañana siguiente partiría hacia Vancouver una temporada donde le aguardaba un amigo y había decidido decir adiós preparando una paella para los dos; Lina no había recibido invitación.

A las pocas horas de acabar la paella, antes del amanecer, un fallo cardiorrespiratorio puso fin a mi vida. Nunca se supo por qué ocurrió y nadie se molestó en pedir una autopsia: Las autoridades creyeron que no había razón para gastar el dinero de los contribuyentes hospedándome unas semanas en la morgue de la policía local.

Como no podía contestar las llamadas de Lina y Marcos, a los dos días, éste vino al piso y encontró mi cuerpo esparcido en el suelo del baño. Juana había molido los comprimidos de tres cajas de Alplax, el ansiolítico que mi hermano me enviaba regularmente por correo desde Buenos Aires, y los había mezclado en los dos platos de paella que me comí. Sin esperar el desenlace esa misma noche ella se marchó a Canadá y dos semanas después, al regresar a Williamsburg, se sorprendió ante Marcos y Lina por la desafortunada noticia.

Ustedes se preguntarán cómo puede un muerto narrar estos sucesos. Es simple: hablo desde la memoria de Juana; habito su mente desde mi muerte. No es un mal lugar para mirar el mundo pasar. Ahora, mientras cuento esto, estamos en el Verb. Juana se ha citado con Marcos; el difunto amigo de ambos es la excusa. Ella piensa que él puede ser un buen personaje para una nueva historia. *[email protected]

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