rosario

Lunes, 27 de julio de 2009

CONTRATAPA

Pequeños gestos

 Por Sonia Catela

Ya le va a enseñar. Ya le enseñará a esa mujer para la que trabaja que la humille como ayer delante de Moyano, achacándole el error en el contrato que hizo caer la concesión. Que la trate de inepta y down. Ya le va a enseñar que el mundo donde la abogada se mueve como si fuera una dependencia de su casa, incluidas las gentes (sus mascotas) puede volvérsele un globo vacío. Pero primero, encontrarle a la Funes el punto débil de su tejido, el que permita deshilacharla; analiza los movimientos de la cuarentona, cómo la abogada, devota de un medicamento, toma las dos cucharaditas diarias y relee el obsesivo prospecto repasando las cláusulas de garantía de lo que tiene que proporcionarle, prospecto que ella, Perla, ha revisado sin entender hasta que comprende que le da la respuesta que busca. Se pone en marcha con un pequeño gesto. Espera a que la abogada termine de fumar; ahora irá al baño a cepillarse los dientes, encolumnará el atado y el encendedor junto al cenicero, verterá las cenizas en el canasto, se encaminará a la heladera y beberá una copa de agua, llenará un vaso descartable para el enjuague bucal, desaparecerá por siete minutos. Se trata de tomar el atado y meterlo en la heladera junto la botellita de Villavicencio. Se trata de horadarle un agujerillo al cofre del tesoro que tanto desvela a la primera dama. "Perla, llamalo a Terragno, lleva un día de atraso en el pago ¿por qué tengo que seguir haciéndote de secretaria a vos, mi secretaria?, hinca desde el baño". Perla aguarda. Le mide a la Funes su sobresalto cuando alarga la mano a la cuadrícula donde su voluntad había dispuesto el atado de cigarrillos. Le mide la alarma, el desconcierto. El cómo se sacude la falda, (cuando se sacude, en verdad, la memoria, desprendiéndole las hormigas que la corroen).

La memoria. Sostén de su cosmos Por eso, la costosa medicina, el aumento progresivo de la dosis. "¿Le pasa algo, doctora?" se entromete, "¡Callate que me desconcentrás!. Sigue la mirada con que la Funes insiste, rodea el cenicero, escruta sus alrededores. Pesa cómo alza el platito de vidrio y lo corre, buscando que la palabra cruzada "cigarrillos" encaje en su casillero y el objeto vuelva donde su memoria lo puso. Disfruta la exploración que la abogada, en cuatro patas, hace del piso circundante por si su brazo lo hubiera hecho caer sobre la alfombra. Nada. El atado no está. Cuando a las once o'clock la abogada abre la heladera para tomar el vaso de agua estatutario y divisa el atado fuera de las cordenadas que registra la caja fuerte de su retentiva, no se alivia. Mide su error, su significado. Permanece un rato largo apoyada en la puerta entreabierta del refrigerador, constatando la realidad del paquete dentro. "Pero, ¿de verdad que no necesita nada, doctora?". Desde su suficiencia la otra la rechaza, "seguí con lo tuyo, si es que podés". Humillante. Humilladora. Ya le va a enseñar. Ya le está enseñando. Porque la abogada le proporcionó días atrás, en un descuido imperceptible, el arma perfecta. Ahora puede apuntar; habrá blanco. Deja descansar a la señora el resto de la jornada. Mañana le dará la sorpresa. "Tráigame el expediente Covinorte, Perla", "Cómo no, doctora". La abogada ha organizado su escritorio como un sistema solar, planetas aquí, satélites allá, el sol en el lugar que se le antoja. Todo se mueve rígidamente, según sus leyes. Pero el martes de la semana pasada se le cayó el llavero cuando la requirió una urgencia telefónica. Y ella, Perla, en esos segundos alcanzó a hacer una copia de la llave del escritorio, el universo sagrado de la patrona. Para algo colabora desde niña con su padre en su oficio de cerrajero. Y por casualidad cargaba en el bolso las mínimas herramientas con las que administrarse justicia. Ese martes la abogada volvió del teléfono de la oficina vecina jadeante, sudando, alzó el llavero del piso como quien recoge un salvavidas para flotar para siempre en la eternidad. La observó a ella, su secretaria, catándola. Se calmó.

Pero son las llaves del reino. El juicio final a su disposición. Cambia el expediente Covinorte de cajón. Del último de la derecha al simétrico de la izquierda. Aguarda a que la abogada llegue y se eche a trabajar. Se asoma al tirabuzón por donde cae la Funes cuando ésta busca la carpeta y no la halla, busca los cimientos de su memoria que aseguró con argamasa y tirantes de hierro, y se han volatilizado, llevándola a ella a una zona sin atmósfera. Aunque angustiosamente luego le pone mano al expediente, éste incurre en un extravío que viola el principio y el fin, el alfa y el omega, y la torna lívida, rápido otras dos cucharaditas de medicamento, empezando lo que ella, Perla, le va a enseñar paso por paso. Afina el tercer movimiento: mientras la abogada mantiene reunión con los titulares de la firma, Perla saca del escritorio un pliego, manipula la computadora, imprime; le quita dos párrafos significativos al contrato que le insumió a la Funes un par de horas de trabajo, jornada extenuante, postrimerías del viernes. Perla borra del archivo de la computadora esos renglones como si nunca hubieran sido tipiados. Devuelve los folios a su vientre del escritorio. Cierra con llave el cajón. Lunes: se sientan las partes a firmar protocolarmente el contrato. Perla lee en voz alta lo que la gente de la mesa sigue con telescopios escrutadores. "Parece que aquí falta algo, doctora", apunta Perla cuando arriba a lo suprimido. Y las avalancha, la ira, la constatación de la ausencia garrafal, los ademanes de espectro de la Funes, su rendición incondicional: "pero ¿cómo pueden faltar? si yo misma lo redacté", "a lo mejor le pareció, doctora", "callate", ademanes espectrales tal cual desapareciera el artículo octavo del código de comercio del firmamento entero. La Funes le indica a Perla que rehaga las páginas incorrectas, revisa todo una, dos veces, vacilante, por fin la operación se cierra. Apenas se retiran los clientes, la abogada apura una dosis extra de medicina, revisa la cerradura de su escritorio, la integridad himeneica del cajón, su desconcierto, mientras Perla siembra. Tres días después le cambia la fecha a un acuerdo, atrasa el año del 2009 al 2008 con lo cual el convenio se emite vencido y le acarrea a la Funes una reprimenda de los socios de la firma; pero las mutaciones se mantienen sutiles, en la frontera entre el error y la pequeña alucinación, el click que detonó ese encontrar los cigarrillos descolocados dentro de la heladerita, "¿qué me está pasando?" se dice la dueña de todo orden; desbarajustes inocentes, hijos bastardos de la desconcentración y el deterioro intelectual, "me equivoqué otra vez" la oye susurrar, y está el "Alcindo" donde debiera invocarse a "Lucindo", y "¿no viste Perla dónde puse el legajo de Carballo?", recurriendo a ella, haciéndole chequear cada papel antes de que trasponga la valla de su firma. Perla aplica el detector sobre fallas de mayor o menor consecuencia que su propia mano ha deslizado, "¿qué haría yo sin vos, Perla?" por fin puesto el babero donde deja caer sus regurgitaciones. Le iba a enseñar. Ya le enseñó. Falta el remate. Pone el cronómetro para una tregua. No más de seis semanas. Ahora. En tanto revisa la corrección de cierto documento, deja pasar de largo esta cifra que le reportará una pérdida suculenta a la firma, que le reportará a la Funes el ultimátum: "o se concentra o se va, doctora, usted sabrá qué tiene que hacer; francamente, colocar ciento dieciséis mil pesos en lugar de ciento sesenta mil, usted parece una niña, no se puede andar revisándole cada línea, usted sabrá". La Funes promete la máxima eficacia, es que unas pastillas que tuvo que tomar -sus efectos colaterales- pero ya termina el tratamiento. "Seré la de antes", vacila. Por supuesto que a partir de ese momento Perla examina y captura los pequeños, pequeñísimos errores que pondrían en peligro el puesto de la abogada. Pero el juego de que lo inmóvil se mueva, lo inerte camine, lo de boca abajo se vuelva boca arriba, ese juego no cesa. Desde mañana la Funes comenzará un tratamiento con el psiquiatra más renombrado de la ciudad. Habrá de curarse. Ella, Perla, la curará. Entonces, deberá inventar otro, otro juego.

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