rosario

Viernes, 25 de junio de 2010

CONTRATAPA

Saudade

 Por Javier E. Núñez

Ultimamente pasa el tiempo encerrada en la pieza, sumergida en los recuerdos que se amontonan en dos cajas de zapatos Niort. No hace mucho, un domingo de lluvia "una de esas tardes en las que el clima parece contagiar una melancolía serena e inevitable", la encontró desplegando sus absurdos tesoros sobre la cama conyugal. Le preguntó qué hacía. Ella se encogió de hombros, con una sonrisa lejana, y le mostró una etiqueta de Marlboro plegada de modo tal que las letras formaran la palabra amor. El dijo algo así como que el tiempo tenía la virtud de transformar ciertas cursilerías del amor en algo más o menos simpático. Que la pátina -usó esa palabra, en un inesperado brote metafórico que a veces recuerda con pudor- de los años le confería encanto a objetos y papeles con destino de basurero.

Ella dijo vos no entendés y entonces el que se encogió de hombros fue él, pensando que efectivamente no entendía, achacándole ese brote de nostalgia, esa necesidad de bucear entre recuerdos, a la monotonía de un domingo como cualquiera pero acaso más desapacible, más desamparado por esa lluvia continua que borroneaba el mundo más allá de la ventana.

Pero ese domingo se fue y la lluvia, como todas las lluvias, un día paró, y ella sigue encerrándose en el cuarto con sus cajas de zapatos y su mundo de fotos viejas, de negativos sueltos, servilletas dobladas y cartas amarillentas. Despliega los recuerdos de a uno, como señaladores de una biografía inconclusa, y acaso evoca algún fragmento de su pasado. Si él entra, y la escucha, ella nombra algunas personas o situaciones que él alcanza a reconocer, cosas que supo mencionar a lo largo de los primeros meses o años cuando todavía eran un poco más desconocidos y solían desgranar sus ayeres respectivos. A él, sin embargo, le resulta extraño: lo que ella saca de la caja -un posavasos con la marca de una cerveza importada, un pasaje a la costa atlántica, una muñeca de trapo despeinada- despierta siempre una escena precisa. A diferencia de la imagen que se formaba a través de los pantallazos que ella le daba mientras tomaban un café de madrugada o algún paseo lento por el parque, cuando contaba su pasado como algo ajeno, ahora es capaz de verla con precisión. Ella ya no habla de sí como de otra, como de una película en blanco y negro o de una novela ajada que junta polvo en el estante de la biblioteca de los dos -porque ahora es de ambos, los libros de ella y los de él codo a codo, peleándose el espacio: él piensa nuestra biblioteca y cree que ese pronombre posesivo tiene un significado mucho más amplio, inabarcable, que resume sus vidas-, sino que se acepta en esa otra. Se intuye indisociable con la que fue y se reconoce.

El la ve: aunque no la conociera entonces, logra imaginarla con tanta precisión que cree estar viéndola tal como era. Idealista o ingenua en los debates de la facultad, nerviosa en el primer beso, precipitada con su guardapolvo manchado de tinta en los bolsillos, llorosa en la vereda lejana de la infancia. Sobre la cama se apilan astillas de su pasado, objetos que carecen por completo de valor individual pero que, así expuestos, uno junto al otro, se admiten como parte integral del andamiaje que sostiene su presente. A veces ella se queda contemplando algo con los ojos vacíos, como si en lugar de mirar lo que tuviera entre las manos estuviera mucho más lejos, asomada vaya a saber uno a qué recuerdos, balanceándose al borde de quién sabe qué nostalgia. A veces, también, llora. Sin escándalo ni melodrama: un llanto tibio y sereno, como si no se diera cuenta de las lágrimas. Como si el llanto fuera ajeno.

La escena se repite con frecuencia, pero si él le pregunta qué le pasa ella siempre dice nada, nada; y una que otra vez agrega que le agarró una cosa adentro, algo indefinible, como una tristeza remota y sin sentido que le arruga el alma y le da unas ganas así como de llorar, pero no de llanto concreto por algo específico sino una cosa rara, no sé si me entendés, pero ya se me va a pasar, vos no me hagás caso. Y él la mira con desconcierto porque no puede entender que alguien llore por nada, que se pase las tardes metiéndose de cabeza en el pasado por nada, que sucumba a esos ataques de nostalgia por nada.

Pero se calla, se calla y se va con sus pensamientos a caminar por ahí para no verla desplegar papelitos con letras desteñidas o fotos de bordes arrugados, para no verla navegar por ese ayer sin él o por los otros que poblaron ese ayer y ahora, sin motivo alguno, aparecen en la superficie densa de la convivencia y flotan entre los dos, se desplazan entre el living y la cocina como hojas secas en una vereda de otoño. Se calla pero piensa. Y se pregunta qué acecha detrás de esa nostalgia sin sentido, porque siempre fue capaz de aceptar sus propias confusiones o sentimientos contradictorios pero no es capaz de asimilarlos cuando se trata de alguien más; y todo tiene que tener un porqué, un motivo silenciado o no reconocido o desestimado. Y no lo incomodan los fantasmas, la presencia de viejos amores o nombres indelebles, sino las grietas subterráneas de la relación, el reacomodamiento de placas tectónicas que favorecen este presente sísmico que los va desgastando día a día. Porque -piensa él mientras camina a ninguna parte- esta nostalgia imprevista, esta melancolía a destiempo, no es consecuencia sino causa de esta aparición de nombres enterrados en cajas de zapatos. Primero vino la tristeza, la melancolía, la saudade; después aparecieron los objetos y los recuerdos y las caras con nombres lejanos para ver si de algún modo se podía encausar ese conjunto de sensaciones hacia algo más concreto. Mejor dicho: hacia una abstracción más definible. Pero reconoce o intenta aceptar que esa sensación no puede nacer de la nada, que todo tiene un disparador, un génesis que acaso ni siquiera ella sea capaz de identificar. O que no sea capaz de asumir. ¿La rutina, tal vez, el hastío de la convivencia? ¿La lenta monotonía de estos cuatro años y pico la habrán llevado a refugiarse en la nostalgia de ese pasado, en el recuerdo fragmentado de esa sensación de libertad que evocan ciertas épocas? ¿El desamor? ¿La certidumbre de sentirse perdida en el desierto de su relación?

Puede ser, piensa. Y vuelve caminando despacio, dilatando el momento de entrar otra vez al departamento que alquilan a medias, a los muebles y adornos y las horas compartidas, a la biblioteca que acaso un día tengan que someter a la desmembración y el embalaje y entonces él deje de pensarla con pronombre posesivo plural para pensarla en singular. Vuelve dilatando ese momento en que la encontrará sumergida en cajas de zapatos y silencios, en nostalgias disimuladas y omisiones, en el sismo cotidiano de este probable hastío o desamor que lentamente se va apoderando de cada ambiente de la casa. Vuelve dilatando ese momento en que tenga que aceptar que, tal vez pronto, él también pase a ser una foto o un papel o una rosa seca en una de las cajas de zapatos de ella.

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