rosario

Lunes, 16 de mayo de 2011

CONTRATAPA

Avanza, Lucas Mistral

 Por Guillermo Paniaga

Lo vi morir bajo la lluvia y esa fue su tercera muerte. Abril, frío de a ratos, luna ciega, ventanas cerradas. Corría como un demonio que le escapa a la oscuridad. Se detuvo frente al kiosco, pidió Marlboro y un Desenfriol. Pagó con veinte y olvidó el vuelto. Corría. Corría como un demonio. Como un demonio que huye. Que le escapa a la oscuridad. Antes de encender el cigarrillo, miró el semáforo y al hombrecito verde. Agachó la cabeza, cigarrillo en la boca, avanzó dos pasos y esa, bajo la lluvia, fue su tercera muerte. Corría. No, ahora camina. Lo conoce. Sí, lo conozco, se llama Lucas. Lucas Mistral. Está muerto, dijo uno que pasaba y vio la cabeza abierta, los sesos esparcidos, el cuerpo inerte, la obviedad irrefrenable. Eso parece, le respondí. Usted lo conoce. Sí, lo conozco. Era del barrio. De unas cuadras más allá. Pobre, tan joven. Se llama Lucas, dije en presente, y esta es la tercera vez que muere. Lucas Mistral.

La segunda muerte de Lucas tuvo lugar el día de su nacimiento. Parece dormido, dijo abuelito. Pero está muerto, respondió mamá. Nadie lloraba, excepto hermanito. Papá miraba lejos, más allá de las fronteras del río. Por ahí andaría, quién sabe. Una lágrima. O un ahogo. O quizás un suspiro y la resignación. En el piso una mancha de sangre; tal vez era orina sobre porland todavía fresco. Quedaron grabadas las huellas de mis zapatos. Debajo puse mi nombre. Con un palito, escribí mi nombre. Y nadie lloraba. Excepto hermanito. Me manché los dedos, los limpié en el guardapolvo. Papá levantó una mano, pero enseguida se arrepintió. Volvió a las fronteras del río, donde tal vez algo, tal vez alguien. Lucas Mistral.

La primera de sus muertes tuvo lugar en otras vidas, donde otras personas lloraban su nombre. Le decían Caín, le decían Abel, le decían Judas e incluso Barrabás. Pero era Lucas. Lucas Mistral. Y lloraba la muerte de los que vendrían después. Intenté consolarlo, pero fue inútil. Sus lágrimas eran sangre sobre el piso de barro, como orina sobre porland, como sesos en la lluvia. Como la misma lluvia. Lucas Mistral.

Hubo también una quinta muerte que nadie registra, excepto hermanito. Y por eso lloraba cuando murió la primera. Falta una, decía, dónde quedó. Es ésta, le dije, la mía. Yo soy el cuarto. Lucas Mistral.

Nací bajo la lluvia. Abril, frío de a ratos. Ventanas cerradas. Mamá me arropó en la cuna y papá fumaba en el balcón. Tenía 36 años. Cabello ralo. Y un hoyuelo en el mentón. No, miento, mi barbilla es hundida y lisa. Pero quería escribirlo. Hoyuelo en el mentón. Fumaba moderadamente. Nada de alcohol. Papá sí. A papá le gustaban el whisky, la cerveza, el vino, el licor. No era borracho. Le gustaba beber. En cambio yo nací abstemio y mi primera bebida fue un Quantreaux. Vomité sobre la manta y eso a mamá no le gustó. Tenemos que decidir un castigo, le dijo a papá. Papá me acarició la cabeza con ternura y le respondió que sí. Y yo sentí tanto miedo que quise olvidar todo. Pero no olvidé el vómito y no olvidé la promesa del castigo. Ni olvidé la amenaza que subyace detrás de la ternura. Sólo olvidé mis muertes. La primera, de otra vida, la segunda, recién nacido, y la tercera, cuando huía. De la quinta aún no tenía memoria. Y la cuarta parecía tan real. Tan ahora. Tan real.

Lloré un poco, como hermanito en la segunda, y después dejé la habitación. ¿Estuviste llorando? Me preguntó Anabel. Sí, le respondí. Te quiero tanto, Anabel. Ella me besó en la boca y de sus labios nació mi primer hijo. Se llama Lucas, como vos. Como yo. Como vos. Anabel sonrió y también yo sonreí. Lo miré pensando que jamás lo castigaría cuando bebiera Quantreaux. Pero no pude sostener mi promesa y fui tierno cuando Anabel me conminó a que pensáramos un castigo. Las mujeres madres, esposas, hijas odian la impunidad de los Lucas. Morirá cinco, tal vez seis veces, argumenté para disuadirla. Pero no quiso escucharme y entonces Lucas también lloró, también murió las primeras veces y en otra vida y luego besó a su novia y fue padre y fue verdugo. Verdugo de mi nieto. Lucas Mistral.

En el cementerio que nos cobija hay una lápida que dice "And ne forhtedon na"; es la única que difiere, modesta, de los enormes pedestales repetidos hasta el hartazgo. En las otras hay sólo nombres. Y fechas. Fechas y nombres. Uno en enero, otro en marzo, también alguno de mayo y sólo falta, creo, el que haya nacido o muerto en abril. Todos son Lucas. Lucas Mistral.

Los floristas arman mil ramos, anticipan mi visita. Los guardias abren los portones y se ocultan amablemente para permitirme llorar en secreto. Pero no lloro, nadie llora. Excepto hermanito, sobre el barro. Y tal vez papá. Ahora también papá, más allá del último camalotal. Anabel me espera en el auto, carga en el bolso mis libros. Anabel. Anabel lee. Hay una llovizna cargosa. Frío de a ratos. No hay lunas ni ventanas. Hay un sol en alguna parte. Se adivinan los rayos. Comienza a escampar. Aquí yacen todos los Lucas que han nacido y han perecido, recita un sauce viejo. O yo me lo imagino. Y en el centro una lápida modesta, diferente de las nuestras, que nos arenga para la última batalla. "And ne forhtedon na", Lucas Mistral.

Salgo igual de vacío que cuando entré. Anabel no me ve, Anabel no se entera. Anabel lee. Corro hasta el kiosco. Pago con veinte. Dejo el vuelto, no lo olvido. Camina hombrecito verde; camina verde, hombrecito. Avanza, Lucas Mistral.

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