rosario

Miércoles, 5 de abril de 2006

CONTRATAPA

El ideal

 Por Miriam Cairo *

En un cuarto alquilado por dos horas, por dos dichas, por dos segundos, me enturbiabas los ojos, me abrías las alas y me arrojabas al abismo. Sólo vos y yo sabíamos que dentro del pecho, nosotros, teníamos un corazón.

Escondidos en esa jaula, jugábamos el juego de arrojarnos con las manos abiertas al vacío y a decirnos que el ideal de madame Safo era que no hubiese amor desgraciado. Afuera, la realidad permanecía abstracta, aún rodeada de columnas, edificios y trapecios.

Ese cuarto era para nosotros el mundo dentro de la ciudad. Desde luego, decías, somos ricos, y me metías en la boca un dedo para sacarme una palabra. Afuera la vida aguardaba su turno para compeler y derrotar.

Sentados en la mesa de un bar, distinguíamos fácilmente quiénes eran personas y quiénes fantasmas. Uno, dos, tres, cincuenta, ochenta, cientos de cuerpos y ánimas circulando por un mundo a punto de romperse. En nuestro cuarto, el universo era un impulso que siempre se volvía inventar. Medio devorados por los vientos del abismo, nos permitíamos ser lo bastante suaves, lo bastante flexibles, lo bastante fluidos para dejarnos conducir uno por las manos del otro. Uno, por el deseo del otro. Yo estaba allí para tu vaciamiento y reconstrucción. Vos estabas allí para mis saltos y mis vuelos. Es cierto que afuera, vos y yo, irremediablemente caíamos vencidos, pero dentro del ideal, éramos triunfantes criaturas imantadas al fervor.

La nuestra es una relación pragmática, dije una vez, mientras me quitabas los zapatos. Pragmática... repetiste, con los puntos suspendidos en una sonrisa encantadora. Luego, como cada atardecer, después de habernos estrellado contra el cielo, doblábamos en cuatro las alas y bajábamos nuevamente a la tierra, para recuperar las respectivas alturas: vos la de tu matrimonio, yo la de mis libros. La calle estaba llena de gente y de fantasmas obligados a admirar el resplandor de nuestros cuerpos.

Después de haber sido cobijados por sedas, nos abogábamos sin rencor a remendar con trapos las fisuras del corazón y los sentimientos malheridos. Ahogándonos en aquella habitación, que no era más que una alcoba sobre el vacío, no pensábamos que fuera del ideal, nuestra ternura infinita, adquiriera el aspecto de una controversia. Nos gustaba vernos en esos espejos, desmesurados aquí y allá, acompañándonos, repitiéndonos, multiplicando cada roce, cada estupor, cada golpeteo de pubis y de besos. Allí, la penetrante mirada de la locura iba cada vez más lejos.

Una vez, antes de ir al ideal fuimos al zoológico ¿te acordás? Buscábamos los monos. Queríamos ver si, como dijera Bukowsky, se rascaban hasta hacerse sangrar. El mono del zoológico era viejo y sobreadaptado. Los otros animales parecían deseosos de morir. Sólo vos y yo, con los sueños en la mano, permanecíamos vivos. Bajo la luz del sol tomamos un taxi y fuimos a salvarnos de la muerte.

Ricchieri y Brown, dijimos al taxista y él nos miró por el espejo. ¿Justo en la esquina?, preguntó. A lo de madame Safo, dijiste con prepotencia y me zampaste un beso. Nuestros labios estaban cada vez más cerca del olvido.

Para explicar nuestras bocas apretadas, habría que entender que nos sentíamos perdidos en la ciudad, asfixiados por la respiración de todos los que respiran, aturdidos por el decir de los que nada dicen, ateridos por el sentir de los que nada sienten. Dejarnos amar uno por la soledad del otro, era todo lo que teníamos. Juegos de malabares. Breves escarceos del amor. El mundo estaba lleno de ideas y sentimientos de los que no participábamos. A menudo nos sentíamos débiles, pero no participar del mundo, no comulgar con las multitudes que lo habitan, era precisamente el temblor que nos unía y nos hacía fuertes.

En el ideal, vos y yo no nos decíamos grandes cosas, no dábamos en el blanco, pero hablábamos nuestro idioma. Al principio repetíamos las cosas que decían los amigos, los colegas y los diarios. Luego nos reíamos de todo. Reírnos era nuestra forma de lamentarnos.

No creo que hubiese nada especial en lo que decíamos, pero el sentimiento que le imprimíamos a las palabras, nos enardecía. Yo lo único que añoraba era que me vieras entera. Con mis dos terribles zonas. Vos buscabas que con mis labios derritiera el hielo que traías.

Una mañana tu esposa se levantó diciendo "no te quiero ver más", palabras que siempre repiten las esposas. Hay que saberlas comprender. La mayor gentileza de un hombre, es el modo en que deja correr las atrocidades que dicen o callan las esposas. Ella decía esas cosas y vos venías trémulo, a mí. Yo me preocupaba mucho más que vos cuando me entraba un virus en la computadora. Cuando tu esposa decía esas baratijas, yo bailaba en puntas de pie sobre las mesitas de luz del ideal o pedía cerveza fría. Como un gato sin dueño te enrollabas en la cama de la habitación y me pedías, otra vez, que te contara cómo nos habíamos conocido. Habernos conocido fue un modo de reavivar los lazos que nos ataban a la vida. Si no nos hubiéramos encontrado, decías, ya tu matrimonio se habría ido al diablo. Solito te habrías dado una patada en el tremendo culo hasta hacerlo sangrar como los monos.

Mi sonrisa ilusionada respondía a la tuya, temblorosa. Con el aliento de mi boca no empaña el cristal de tu conciencia. Desde luego, somos ricos, decías, y la cerveza helada comenzaba a circular por la sangre. Me daba tanto frío que los dientes castañeaban contra las puntas y los rayos de las palabras. Entonces vos me apretabas contra tu vientre de esposo bien alimentado. Me sostenías con tus brazos de gigante que agarraba por el cuello a los monstruos que me habían lastimado, y los tirabas al infierno. Yo pedía cerveza helada para sumarle razones al abrazo.

Juntos mordisqueábamos el pedacito de alimento que nos mantenía con vida. Vos a mí me salvabas de ser una esposa hastiada o penitente. Me salvabas de tus espinas. Me defendías de cualquier atisbo de repetición del pasado. Por mi parte, yo te salvaba del cansancio, de la pobreza erótica, de la pobreza anímica, de la pobreza verbal.

En el ideal nos bebíamos sin medida el alcohol del cuerpo y del alma, conscientes de que los borrachos y los amantes, nunca son perdonados.

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