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Jueves, 11 de agosto de 2011

CONTRATAPA

El hermoso verano

 Por Jorge Isaías

A Cesare Pavese, i.m.

En ocasiones las chicharras aserraban los veranos más sólidos, los que hacían un aire líquido de cualquier situación donde el sol tuviera su antiquísima preponderancia. Era también la hora en que las iguanas se asomaban al sol y cuando eso sucedía, según mi madre advertía, ningún ser humano debía animarse, so pena de sentir cómo su cerebro se licuaba en la caja craneana. Allí no servían los sombreritos humildes de trapo, que la mano hacendosa de la madre cosía en los días de frescor y de lluvia.

El verano traía la ventaja que era como una gran puerta luminosa, era como si el universo abriera todo su espacio para que estallaran absolutamente todos las goznes del moho y el cielo, el campo, las calles solitarias del pueblo flotaban en un vaho que excluyera todo lo que no fuera plena felicidad.

Entre las libertades que se abrían como un poderoso imán estaba la exención de la responsabilidad de la escuela y si uno había sido lo suficiente preciso para preocuparse un poco durante el año estaría libre para navegar en ese laxo vaso de plenitud que era el verano, "El hermoso verano" como bien podríamos parafrasear aquí el gran escritor piamontés, Cesare Pavese quien sugirió que al venir "la muerte y tendrá tus ojos". ¿Los ojos de quién? ¿Acaso de la bella mujer de la voz ronca? El cianuro se llevó su secreto esa noche de 1950 en Turín.

Esos veranos eran de vagabundeos a veces solitarios. Yo disponía de la mano laxa de mi madre en esta época en que mi padre andaba en la cosecha fina, a mil kilómetros del pueblo y yo podría ﷓-no digo el pueblo, eso era excesivo para nosotros-﷓ pero en los mandados podría dar una gran vuelta y pasearme bajo los plátanos umbrosos del Veredón del ferrocarril, como ese día que mirando en grandes zanjones que lo acompañaban, encontré en el fondo seco una gran pelota de goma roja con sus correspondientes rayas blancas. Salté rápidamente y me introduje en esa gran cuneta hasta desaparecer. Cuando la tuve en mis manos descubrí el motivo, el por qué esa pelota estaba abandonada allí: tenía una pinchadura que su pinta de juguete nuevo no podía disimular. La llevé a mi casa con una alegría desconsolada, ya que comprendí que no tardaría mucho en partirse, apenas comenzáramos el primer picado en la cortada del viejo Pichichelo. Entré saltando el pequeño portoncito de madera y pasé como una exhalación por el amplio patio de tierra que sombreaban esos añosos fresnos y los altos, coposos paraísos oscuros. Fui directamente al gallinero, busqué un trozo de alambre duro y cuando ingresé a la cocina sorprendí a mi madre quien se inquietó al verme tan misterioso. Fui al cajón de herramientas de mi padre y tomé unas tenazas para sostener ese alambre que calenté al rojo en la hornalla de la cocina y salí al patio donde me esperaba la pelota sobre la mesa de cemento donde mi padre salaba la carne para su asado. Mi madre, picada en su curiosidad ya que yo no había abierto la boca, me siguió mientras introducía ese alambre rojo que ya se estaba volviendo negro o violeta al contacto con el aire, en la pinchadura, cosa de "cauterizar" esa herida que me dolía a mí como mi viejo alguna vez me había enseñado.

No contesté enseguida al requerimiento de mi madre sobre el origen de esa pelota, tan abstraído estaba.

-﷓La encontré en el Veredón, le dije, lacónico y preocupado. Como estábamos muy cercanos al día de los Reyes Magos y mi padre estaba lejos y las noticias eran que aún no terminaba el trabajo, supuse que ese año no tendría un juguete, ya que mi madre no tenía un cobre, y ni por las más remota imaginación se le pasaba comprar algo al fiado, al ser mi padre tan buen pagador no tendría problemas.

Pero las cosas no sucedieron así.

Yo tuve una idea, más que por mí ﷓-sabía a estas alturas que los Reyes eran los padres-﷓ sino para hacer quedar bien a mi madre, guardé la pelota como para fingir que era el regalo que me habían traído la noche de reyes. El seis de enero mi tío Berto nos invitó a cenar. Allí fuimos, yo con mi pelota. Cuando me preguntaron que me habían traído los Reyes mostré mi pelota, que de lejos aparecía como usada o al menos tengo ese recuerdo. Mi tío me la pidió y al tenerla en las manos exclamó:

-﷓Pero algún camello te pisó la pelota.

Todos rieron, mi madre bajó la cabeza, no se si triste o tal vez un poco humillada.

Pensé mucho tiempo en esta anécdota banal porque yo había querido que ella quedara bien y sin querer la había hecho sentirse humillada. Incluso tuve tiempo de sobra de comentarle, de adulto, ésto que fue una anécdota.

Para sacarme la culpa es que escribo estas palabras, que son tardías porque mi madre murió hace 19 años, yo ya no soy ese niño que también sufrió la humillación que me costó toda la vida comprender. Es triste, pero así fueron las cosas. Más triste es no haberlo comentado con ella.

A veces pienso que de estos pequeños dolores tempranos de niño pobre también se hace la poesía. Al menos la idea que tengo de ella. Termino este relato melancólico volviendo a una cita de Pavese, del cuento "La Langa": "Mi pueblo es chico, pero lo atraviesa una carretera provincial donde yo jugaba de niño ¿No han oído hablar nunca de esos cuatros techos?. Pues bien, yo soy de allí".

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