rosario

Martes, 18 de abril de 2006

CONTRATAPA

Parte de la religión

 Por Hugo Alberto Ojeda *

¿Dónde empieza una mujer? La historia empezó en un segundo.

Ella manejaba un 305 gris, estaba a la par de mi carril, junto a mi camioneta. Primer peaje de la autopista a Buenos Aires. Lloviznaba, delante de mi camioneta había tres autos esperando dar las monedas, que la barrera se alzara. Imposible no verla, clima de hembra desbordando. El tatuaje del pájaro tolteca en el tobillo, sus incontenibles tetas en la remerita blanca, esa boca. Y esos ojos negros que me dejaron desnudo al enfrentar mi mirada cautiva. Apenas un instante. Después su 305 arrancó, ella sacó la mano hacia la casilla, la barrera se levantó y su auto se fue perdiendo en el infinito lineal de la autopista.

La historia no es lineal.

Cuatro meses más tarde. Aire de capilla en la fracción del presente.

Tres hombres sabios detrás de una mesa que hace de altar. No hay vino ni pan. Uno de ellos alza el micrófono como si fuera el cáliz, habla como pronunciando palabras sagradas a unos cincuenta fieles. ¿Rito medieval?

Ninguno es carpintero o pescador, ninguno lleva manto, escapulario, sotana.

Los tres son académicos contemporáneos. La luz no es cenital. La escena reproduce ese no sé qué dado en las perspectivas de "La última cena". Quien habla es el que está sentado a la izquierda (nuestra derecha). Está presentando al primer predicador. Diplomas, libros, acciones.

Por el pasillo pasa gente culposa como llegando tarde a misa.

Es un culto progresista, no hay incienso prendido. Los asistentes, desperdigados en las cómodas butacas tapizadas de azul, escuchamos con devoción. Alguien tuvo la modernosa osadía de bajar la mesa del escenario para que la ceremonia fuera más democrática. Hombres de poca fe, parecemos estar adorando alguna verdad momificada.

El conferenciante agradece. La palabra es alocución. Se excusa, dice que va leer. No alcanzo a ver la cantidad de páginas impresas. Comienza, se va ovillando en un laberinto de citas. Hannah Arendt, 17; Primo Levi, 18. Y otros autores que desconozco y no sé escribirles bien el nombre. Me es difícil entender a dónde quiere llegar el hilo de su relato.

Una chica se sienta a mi lado. Los demás asientos de nuestra fila están vacíos.

El techo abovedado de ladrillos parece confirmar la dimensión templo.

Recuerdo las misas del padre Arroyo y de cuando asilaba uturuncos perseguidos en la parroquia San Pedro de Baigorria. No encuentro los confesionarios.

La chica es morocha, usa vaqueros bordados, camisola color té de algodón y tiene la piel bronceada. No es políticamente correcto que la mire a los

ojos.

El orador no abre los brazos hacia el cielo, no grita "Gloria a Dios".

Parece ser un hombre sin ideas propias, repite letanías resistidas por mis convicciones. La memoria sólo como testimonio del daño. El horizonte del pasado sustentado sólo por muertos y palabras. Coincidencias entre revolución y genocidio.

Traslación gratuita de la cuestión judía al trauma singular de nuestro pasado reciente.

Un movimiento me devuelve a la vida del ahora. Miércoles, diecinueve treinta horas, Parque de España, sala de conferencias. La chica se quita una sandalia y apoya un pie en una butaca de la fila anterior. Es el más maravilloso pie del universo.

La conferencia continua. Hago un esfuerzo para olvidar el pie seductor y que el instinto se subordine a la posibilidad de conocimiento.

Entonces, todo sucede. Descubro el mismo pájaro tolteca tatuado en el tobillo. Cuando, un móvil empieza a sonar cerca nuestro. Dos filas detrás. No es la campanilla que el monaguillo hacía sonar antes del kirie. Charco de culpa, Vallejo dixit. Todo el mundo parece darse vuelta para acusarnos. El responsable del teléfono lo apaga. La chica sonríe manteniendo lejanía.

-¿Dónde empieza una mujer? -le pregunto en voz baja, asumiendo un poco de libertad pagana.

Sus ojos negros me cubren. Vuelvo a sentir la desnudez.

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