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Viernes, 30 de marzo de 2012

CONTRATAPA

Clama el viento y ruge el mar

 Por Bea Suarez

Más borroso estuvo el mar en esos tiempos, tragaba cuerpos, viraba días en fulgor fúnebre, confundía comarcas de dieciochoañeros con vaivenes de peces. Cardumen humano que no volvería. Un mar desmoronado disolviendo carne y valentía, fraguado por el gobierno, dejándole a los pibes la escoria de sus días con el verso de pasar a la historia.

En el ochenta y dos se volvió loco, leproso por la niebla tal vez, confundido de ideas, mandaba olas (las mismas que algunos barrenan en la playa) a destruir pequeñas patrias, huesos nuevos, filos de nariz, duración, calentura.

¿Porqué será que el mar, el ancho mar, no ayudó a salvar nada? ¿Porqué será que el agua no encendió sus bujías para salvar las noches, dejando a su vez el cristal de una ausencia que tanto agobia, que dolerá en el alma del último argentino siempre?

¿Fue el mar?

El mar se tragó todo irremediablemente, un dos de abril lo vi comer sin entender. Pendiente de ese infierno marchaban soldaditos, que después fueron puro plomo. Soldaditos de plomo quedaron en Malvinas.

Inútil. Todo inútil. Alguien no advirtió que el agua andaba envenenada, alguien pensó un infierno en el Atlántico y le importó un carajo derretir juventud o la heroica desdicha de que alguien pierda: todo.

No fue gloria. No. No fue plegaria, solo viene el crespón de tempestades marinas donde la nación zozobraba quedando náufraga de sí. Y de nosotros.

No es brillo mortecino de bengalas, ni aviones en caída libre, ni el Belgrano, es pensar ese mar acostumbrado a bañar, de pronto cenándose a los pibes del 62.

Eso es lo que me saca el sueño.

Sentir en ellos a mí misma, en el servicio militar de la ignorancia.

Imposible. Imposible la idea del hundimiento, de suponer un cuerpo caído a la intemperie, perdiendo allí mismo la nobleza.

Mi sentimiento no tiene inglés ni castellano. Ni pronunciación.

A la hondura del mar arribaron Sergios, Rubenes, Marios, Antonios, Migueles, Marcelos, Walteres, Estebanes, Juanes, Raúles, Gustavos, Ricardos, Luises o Robertos.

La mala suerte. Galtieri. El whisky escocés como souvenir de sus bellos enemigos, de la zona. Hígado que no logra metabolizar la mala leche.

No se adapta el mar a tanto hueso demolido, mejor sus tiburones, su sal, la bandada azul de golondrinas que surca y vuela. El intenso peligro, el fulgor helado que llevó a los chicos a la muerte me es tan extraño como los extraños bienes del fondo marino.

No es prodigio sucumbir de tanto pasar frío, una patria como esa no es la mía, y me hace mal el sustantivo isla, lo prefiero lejos que escrito en el monumento a los ilustres caídos.

El mar puso un estupendo desenlace, a su merced quedaron los pibitos, todo se fomentó desde la tierra militar, calentita en los años en que nos destruían.

La herida final de esta novela verdadera es la tristeza más suculenta que todo el agua de los mares, toda la tierra de la tierra.

Yo quedé en consigna de sobreviviente, con la culpa áspera de ser mujer, o menor, o de no haber podido con el laberinto.

El mar invulnerable al mate, a la alpargata, no les dio señal a tiempo de que comería.

Nadie sale de allí sin llanto.

Nadie puede, en treinta años, dejar de repartir vergüenza.

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