rosario

Viernes, 14 de diciembre de 2012

CONTRATAPA

De a caballo

 Por Víctor Maini

No nombraba a sus padres, sólo a su madrina. No jugaba a la pelota, ni se lo veía mucho en la calle, más bien estaba siempre adentro de la pensión Stella Maris de la que decía ser el dueño. Tenía tres o cuatro años más que nosotros pero cursaba el mismo grado. Muchas eran las diferencias, pero la más llamativa, la más notable, era que todo lo hacía desde el lomo de su caballo invisible.

Trotaba, galopaba, lo frenaba justo antes de entrar a la escuela o al kiosco, parecía ser un potro mal domado y de muy mal carácter. En tres ocasiones lo vi apearse, para pegarle a Jorgito quien había cometido el error de ridiculizarlo delante de Adriana, para jugar de arquero en un desafío contra los Iriarte, y para cambiar figuritas de "Titanes en el ring", con el único afán de llevarse las fotos de la momia, canjeando tres y cinco figus por una del luchador sordomudo. Muy envidiado por su amistad con las chicas que habitaban su casa y que por las noches, metamorfosis mediante, se despedían de Carlitos con un beso antes de ir a trabajar.

De su madrina no se podían decir peores cosas en el barrio. Madama, explotadora, contrabandista, palabras a las que hacía oídos sordos. Bajaba de su auto con chofer con una larga boquilla en su boca, envuelta en pieles, portando una sonrisa de artista y saludaba a los vecinos sentados en la vereda como a la platea de algún teatro de revistas. Para los carnavales, el jinete surcaba la calle San Luis a todo galope disfrazado del Zorro y por las mañanas, siguiendo los consejos del viejo Pablo, poeta y cantante de tangos, sacaba a variar a su alazán por el campito de calle Córdoba.

Aunque nos fuimos dando cuenta de a poco de su ausencia, dicen que su partida fue de un día para el otro. Expulsado de las oficinas por las fobias y atraído por el cruce de historias, elegí la calle como lugar de trabajo. No hace mucho tiempo, mientras vendía diarios en la Terminal, una mujer robusta, de mediana edad, con duras manos, sonrisa amarga y adicta a las sopas de letras me usó para descargar su angustia. Había perdido el micro que la llevaba a su trabajo en Totoras y le echaba la culpa de todo a su madrina, quien estaba cada día peor de salud y necesitaba de más cuidados. Dijo como al pasar que estaba para ser internada, pero que le daba lástima y que no sabía cómo hacer para sacarle de la cabeza su última obsesión, visitar la mansión de calle San Luis e Iriondo, para pedirle a los vecinos ayuda en su búsqueda de su ahijado Carlitos. Toda mi sorpresa la resumí en dos palabras "¡Todavía vive!". No pude sortear las súplicas de Ramona, menos cuando me dijo que no creía en las casualidades, que yo estaba predestinado para hablar con ella y dejarla tranquila antes de su partida. Esa misma noche la acompañé hasta su casa del barrio Rucci. Esperé un rato en un híbrido living, mientras preparaban a la anciana para la sorpresa. Me entretuve mirando cuadros viejos, una foto de Alberto Castillo autografiada y una estatuilla de la difunta Correa. Cuando me paré al pie de su cama y miré lo que quedaba de aquella misteriosa mujer, cuando observé lo que puede hacer el tiempo con una persona, me di cuenta que el que no estaba preparado era yo.

Su cuerpo delgado hundido en el colchón me recordó la tira celeste con la que doña Angela me curaba el empacho, al final de la cinta, en el otro extremo dos almohadas levantaban su cabeza. Sus ojos, que habían visto todo lo visible y algo más, parecían ser los destinatarios de los últimos vestigios de vida brillando como faros en la lúgubre pieza. "Usted me va ayudar a encontrar a mi ahijado", fue lo primero que me dijo con voz firme. "No me puedo morir sin devolverle el caballo", fue su segunda frase, para luego entrar en un monólogo que me llenó de ternura y pena al pensar lo parecida que puede ser la demencia senil, con el delirio de la infancia. Tempo lo llamó al equino, dijo que era tan ligero como la diosa fortuna, a tal punto que había gente que no lo podía ver, pero que su casa no era un lugar para tenerlo, abrumada por las quejas de los pensionistas por ensuciar las escaleras, comer las almohadas y colchones y no dejar dormir por las noches, tuvo que regalarlo, cosa que su ahijado nunca le perdonó, abandonándola para siempre.

Envuelto totalmente en el delirio de la vieja, usé un silencio para hacer mi pregunta. ¿Por qué se lo había regalado, entonces? Su odio contestó por ella cuando dijo que había sido el padre el del obsequio, ese borracho, vago y bueno para nada, que encima de tener mala suerte, tenía miedo a las intervenciones quirúrgicas. Contó que changueando de albañil se había caído de un andamio y aunque la había sacado barata apenas si podía caminar, arrastraba una pierna y le temblaba uno de los brazos, efectos colaterales de una hernia de disco de la cual nunca quiso operarse. Por suerte consiguió trabajo en Buenos Aires, con un tal Karadagián, que lo disfrazó de momia, pero sabiendo su secreto no tenía problemas en pegarle en el centro del dolor ocasionándole convulsiones mientras su hijo miraba todo este drama por televisión. Era muy chico para guardar un secreto tan grande, agregó. Fue lo último que estuve dispuesto a escuchar, pero no pude irme sin prometerle que iba a visitar al circo Tihany en donde su ahijado, según ella, estaba encargado del número central como domador de siete caballos blancos.

Era mucho para una sola noche, apure el paso para salir lo más pronto de aquel departamento, ya cerca de la calle, mientras me despedía de la ahijada observé otra puerta que al entrar no había visto. Una abertura de madera maciza, que parecía tener restos de alfalfa en su base junto a las marcas de herraduras, justo en el momento que iba a preguntar qué era lo que había detrás, escuché un profundo relincho que me heló la sangre.

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