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Miércoles, 3 de julio de 2013

CONTRATAPA

Distancias

 Por Jorge Isaías

Nosotros en aquel tiempo llamábamos a las cosas de modo distinto según fueran las formas en que nos poníamos a inventar juegos nuevos.

La imaginación siempre lista, siempre a flor de piel como quien dice, para suplir la falta absoluta de juguetes en que transcurrió toda nuestra infancia. Por otro lado, muy breve porque pronto tuvimos que salir a trabajar para ayudar a nuestras familias. En mi caso corría con una ventaja, que debo a mi padre en su decisión de no tener una familia numerosa. Esto siempre lo explicaba así, cuando se le infería por qué habían decidido tener un solo hijo.

-﷓Vi mucho hambre en todos los lugares que recorrí por trabajo.

De hecho cuando mi hermano nació yo había terminado la primaria.

Mi padre abandonó la chacra paterna disgustado con mi abuelo cuando tenía dieciséis años. Durante veinticinco no se hablaron ni se vieron, pese a que mi padre no se movió de la colonia, siempre trabajando de peón en las chacras hasta que se radicó en el pueblo, se afilió al Sindicato de Obreros Rurales, conoció a mi madre en un baile del club y se casaron. Según siempre oí contar.

Cuando bautizaron a mi hermano, se asó un lechón en casa de tío Berto. Había viajado tío Kelo con tía Pina para oficiar de padrinos. Fue la última vez que los vi. Yo tenía catorce años. Pero el cura rechazó su padrinazgo porque estaban casados vía Uruguay y acá no valía al no haber divorcio.

Todo se salvó al fin de cuentas porque tío Berto y tía Ita oficiaron de gustosos padrinos. Ese día, las mujeres conspiraron para sentar uno al lado del otro y mi padre prestó su cuchillo más filoso a mi abuelo e hicieron las paces. Mi padre tenía entonces cuarenta y un años. Muchas veces pensé -﷓como toda la familia-﷓ si tal distanciamiento no fue excesivo. Pero al conocerlos comprendí que era natural que así fuera porque tenían una cabeza por demás de tozuda, dura como una piedra repetía mi abuela que los padeció largamente a los dos.

Creo que mi abuelo nunca le perdonó a mi padre que siendo el mayor de ocho hermanos lo abandonara tan pronto y además dando el ejemplo para que los demás lo imitaran y lo dejaran solo para trabajar la tierra que en verdad daba poco y pensándolo bien, era lo lógico. Esas pocas hectáreas arrendadas no alcanzaban para mantener tantas bocas.

Lo cierto es que mi abuelo se sintió cansado a los cincuenta y seis años y canjeó herramientas, caballos, vacas y demás animales por un pequeño almacén y despacho de bebidas que bautizó Las Colonias en un barrio que había sido en su momento de muy mala fama porque funcionaron muy cerca un par de prostíbulos. Los habían clausurado hacia casi veinte años pero el barrio no había mejorado mucho y sobre todo no le resultó próspero por la situación económica de los vecinos.

Una década después se jubiló y lo alquiló al Mono Boccolini cuando se casó con mi prima. Como no les convenía económicamente y porque se cansó de lidiar con borrachos, lo cerraron para irse de mensuales a la chacra de Marcelo Hidalgo en Colonia La Catalana. Estaban justo enfrente de ese escuelita tan hermosa, una réplica en pequeño de la Provincial de mi pueblo. Tenían como vecinos a la familia Méliga.

Yo iba seguido y me quedaba en esa chacra lleno de gallinas y de patos y de pavos gritones. Siempre me gustaron las chacras, aunque nunca viví en ninguna, ya que mi familia las iba abandonando porque ninguno fue nunca dueño de ninguna parcela de campo ni para enterrar sus huesos siquiera. Así que buscaron nuevos horizontes ya en el pueblo con cualquier conchabo o en las ciudades los más jóvenes. El típico éxodo rural hacia los centros urbanos que necesitaban mano de obra en las industrias que empezaban a brotar en especial en Buenos Aires y Rosario.

Pero sobre todo me gustaban los caminos rurales que llevaban y traían gente en esas numerosas tareas, que a lo mejor se reducían a muy pocas pero que necesitaban un desplazamiento constante: trasladar leche al pueblo desde los tambos a la Cremería, la que tuvo muchos años la Cooperativa Agrícola Federal, o los granos cuya variedad era mucha en ese tiempo hacia los galpones que las cerealeras tenían en el pueblo, incluidos los varios que poseía la misma Cooperativa.

Esos caminos también eran las vías naturales para llevar los arreos de hacienda hasta la Feria donde se remataba en esa esquina llena de árboles añosos que compró la familia Salvucci y cuidó y plantó más árboles, los que hoy son un orgullo por la cantidad de especies, que orondamente me reciben en cada viaje. Muchas veces he pensado en esos caminos que tanto amarían Arnaldo Calveyra, entrerriano y poeta o el mismísimo Haroldo Conti, nativo de Chacabuco, quien decía que los caminos rurales eran fogonazos de sol enclavados entre verdes y ocres.

Los caminos --agrego yo-- que tanto amé, que transité primero con mi padre, en incursiones de caza a pie, y muchas veces en sulky cuando lo acompañaba en sus trabajos de juntador de maíz, o con mis amigos cuando íbamos de pesca.

Esos caminos que rodeaban las casas como grandes ríos de tierra con sus árboles frondosos a los costados. Esos caminos que eran como nerviosas telas de araña que el solazo de enero vería pacíficos, porque recibían el silbido del abejorro impaciente, el zumbido de las abejas que insistían en buscar esas flores silvestres para su miel.

Esos caminos que sobrevolaban las garzas moras y blancas buscando cañadas lejanas.

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