rosario

Sábado, 24 de enero de 2015

CONTRATAPA

El barco

 Por Eduardo Cappellacci*

El tardío sol invernal ya iluminaba todo el puerto. El mes pasado había sido avaro en trabajo; Juan se había dado cuenta de eso la tarde anterior cuando don Nicola vino a cobrarle el alquiler de la pieza. En la vida de Amanda y Juan no había almanaques. En la vida sin empedrado ni faroles a gas de los barrios más pobres no importa en qué día se vive; todos son iguales. Quizá lo único trascendente que modifica la fisonomía de un día con otro sea un nacimiento o una muerte. Pero el tiempo de la pobreza no alcanza para recordar aniversarios, ni apuntar fechas; apenas alcanza para alegrarse con un nuevo hijo (hasta que empiece a sentir hambre), o llorar alguna muerte lo que dura el velatorio. Después hay que trabajar. Porque hay que comer. Y hay que pagarle a don Nicola.

La visita mensual de don Nicola era siempre desagradable. Un poco porque venía a cobrar, a llevarse unos pesos siempre necesarios para comer. Y mucho porque don Nicola era una persona desagradable. Alguna vez Juan pensó cómo habrá sido este viejo cuando fue joven; quizá un tipo alegre y despreocupado. De todos modos nadie podría imaginar cómo pudo convertirse en ese fastidioso y desabrido viejo. Un napolitano desgarbado, blasfemante, malhumorado, quejoso, gritón y al atardecer? borracho que vivía solo, sucio y solo, visitado nada más que por dos o tres rufianes y dos o tres prostitutas. Los primeros se rumoreaba en los bajos? trabajaban para él "convenciendo" de los beneficios de pagarle lo adeudado a los que se demoraban en desembolsar el alquiler de las piezas míseras de sus tres conventillos. A las otras se cuchicheaba entre las vecinas? don Nicola las "protegía" y, además, saciaban sus cada vez más esporádicas necesidades. La vida social de Don Nicola se reducía a cobrar los alquileres y a recibir las visitas de los rufianes y las prostitutas.

El tardío sol invernal tiene la virtud de calentar también a los pobres. Un puñado de luz se metió en la húmeda pieza aprovechándose de la ventana hasta recién cubierta por un trozo de arpillera. Juan descolgó el trapo de un tirón procurando un poco de luz y de calor para Amanda y el niño. El llanto hambriento del bebé los había sacado del silencio, de la congoja y de los mates. Amanda lo levantó de la improvisada cuna, lo beso varias veces y se sentó en la silla que estaba entre la cama y la mesa para alimentar a su hijo. Juan, desde la otra silla, la que completaba el mobiliario de la pieza, miraba al varón (le gustaba llamarlo así) chupar complaciente el dulce jugo. "Por ahora, tiene comida segura. Pero en unos meses... Si sigue esta falta de trabajo...", pensó y sus manos se crisparon sobre la mesa. La mirada fija en algún punto invisible más allá de la ventana, del callejón, del muelle y, quizá también, más allá del río. La boca apretada, mordiendo algo amargo y duro, mordiendo la vida misma; ese gesto que Amanda tanto temía: era el anuncio de una explosión con gritos, patadas a las inocentes patas de la mesa, insultos, entrar y salir de la pieza nada más que para azotar la puerta...

Ella sabía que Juan no la tocaría. Pero no podía evitar el pánico. Cerraba los ojos y llegaban, nítidos, los gritos y la sangre de su madre, el olor a alcohol y los golpes de su padre. Ella sabía que Juan no la tocaría. Pero el amor siempre deja huellas; por presencia o por ausencia, siempre deja huellas, marcas indelebles que jamás nos permitirán ser distintos. Cerró los ojos y esperó.

El silencio, exasperante cuando no es oportuno, la obligó a mirar. Juan estaba echado hacia la ventana. No había dejado la silla, pero su cuerpo parecía empujado por una mano que desde atrás lo lanzaba a la ventana. Su cara, ahora relajada en una mezcla de recelo y espanto, se esforzaba por dar espacio a los ojos que se abrían esperanzados. Amanda se levantó apenas de la silla y miró por la ventana. Una sonrisa le pintó el rostro. Se volvió a sentar y, sin abandonar la sonrisa, siguió amamantando.

- Un barco --dijo Juan-- Inmenso... - susurró.

Y Juan, ahora sentado totalmente apoyado en el respaldo de su silla, siguió mirando al barco que, tirado por un par de remolcadores, iba entrando en el dock. Conocedor, calculó que la maniobra de amarre terminaría cuando ya la tarde empezara a ser noche. Hoy era inútil ir al muelle. Pero mañana se levantaría muy temprano. "Hay trabajo", pensó. Miró a su compañera que seguía sonriendo.

- Hay trabajo --le dijo- , por lo menos para dos o tres meses, Amanda. Hay trabajo.

Juan volvió a calentar el agua, cambió la yerba del mate casi en un derroche que vaticinaba la prosperidad y empezó a cebar. Sonreían; se miraban en silencio disfrutando la bonanza.

*[email protected]. Texto inspirado en "Sin pan y sin trabajo" de Ernesto de la Cárcova.

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