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Jueves, 9 de abril de 2015

CONTRATAPA

Canal hondo

 Por Jorge Isaías

A mi hija Luciana y a Germán Modarelli, que permitieron este sueño

En mi último viaje al pueblo se cumplió un deseo latente de años, de casi toda una vida: visitar ese antiguo canal donde confluían casi sobre el puente de cemento con barandas de madera, varios chacareros que eran mis parientes.

En primer lugar mis abuelos paternos y sus tres hijos menores: Eduardo, Aurelio y Teresa, y cruzando por el canal hacia el oeste, la familia Brigliadori. Una de sus hijas se casó con un hermano de mi madre. Y a su vez cruzando la calle, o el camino rural, hacia el norte, moraba el benemérito tío Roque, hermano de mi abuela Elisa, madre de mi madre.

La casa en que vivían mis abuelos había sido construida por don Juan Burki, un alemán venido entre los primeros pobladores que trajo don Emilio Volenweider, el fundador del pueblo. Y haré mías las palabras de mi hermano: a cualquier lugar del mundo que llegan ingleses o alemanes construyen las mismas comodidades que tenían de origen. Casas de ladrillos, sólidas, pisos de pinotea, galerías de grandes baldosas y arcadas; molino junto a la casa para proveer de agua a través de cañerías la cocina y los baños, ambos con azulejos en las paredes. Ventanales grandes y espacios aireados. Hoy no queda nada de ella porque se la llevó un incendio ocasional, lo cual fue un consuelo a medias, ya que de otro modo la hubiera derrumbado la angurria para sembrar, sobre sus escombros, soja.

Mi abuelo se mudó al pueblo cuando yo tenía cuatro años y fue el último campo donde estuvo. Por razones obvias no conocí los otros dos o tres anteriores que arrendó y que conozco por el relato de mis mayores. Pero yo seguí yendo a ese lugar, a ese mojón de mi infancia. Que es ese canal hondo, como lo recuerdo, como aún se lo llama, y que fue hecho en la década del treinta, según siempre oí decir a mi padre.

Mudado mi abuelo, yo seguí visitando la chacrita del querido tío Roque hasta por lo menos terminar la primaria. Nada tenía que ver esa humilde casita, asentada en barro con la imponente casa de don Juan Burki. Tenía techos de chapa, cubiertos con largas cañas, supongo que para aislarla de los grandes soles pampeanos. A veces me iba a quedar unos días, sobre todo en vacaciones escolares. Yo seguía con interés todas las tareas que se realizaban allí, en ese campito de pocas hectáreas. Todo lo preguntaba, y lo relacionaba a ese mundo que en verdad no era el mío sino el de mis mayores.

Pero esta última incursión fue muy distinta. Estaba impulsada por los recuerdos, por el ansia de tantos años. No nos costó mucho trabajo encontrar el camino porque fuimos por la ruta asfaltada que en aquellos tiempos no existía. Y al doblar hacia el canal hondo vimos una larga hilera de cañas que protegía ambos lados de las barrancas de los derrumbes y desmoronamientos. Estaba casi todo igual, salvo que el viejo puente no existía, había uno nuevo y los restos del viejo estaban en el cauce del canal, ahora engrosado por los desagües de los inmensos caños que drenaban de los campos y que provendrían de las últimas lluvias. No había casa por ningún lado, sólo sembrados y algunos árboles raquíticos que apechugaban solos el roce del tiempo.

Si el canal no hubiese tenido agua estaría por jurar que me iría caminando con mis tíos, buscando esa pelota de trapo que un día mi tío Aurelio sacó de un hueco cavado con un cuchillo en la barranca reseca.

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