rosario

Viernes, 15 de septiembre de 2006

CONTRATAPA

DARSE CUENTA DE LA JOTA

 Por Beatriz G. Suárez

Había nacido en 1919 y para 1927 (léase con ocho años) iba a la escuela con sus hermanos, Luis, Estela y Felipe, todos tal vez al mismo grado a sabiendas de los simultáneos trabajos de boyero y sirvienta que los cuatro tenían porque, entre comas o comillas, la madre, Margarita Arduino, las había abandonado dejándolos muy tempranamente al cuidado del papá, Luis Busellato, quien además era alcohólico y (tal como decía ella, mi abuela) "mucho no podía hacer".

Digo de la escuela porque muchas veces relató que "le iba bien" y que, de no ser por la infección de pobreza que venía sin correcciones y con mucho invierno a cuestas, hubiese muy bien terminado el "sesto" grado.

Cada vez que hacía referencia a su precaria formación escolar yo pensaba en los salones de los años veinte, el aspecto discutido de algunas maestras y sobre todo (sobre todo) en mi abuela chica tan linda y estudiante, a quien por momentos amaba tanto (en forma primaria y lírica) que los hechos traían quintales de tristeza.

El país, los cuadernos, los lápices, la suplementaria forma de aprender en aquellos tiempos de trabajo infantil o indiferencia sustancial con un sostén. La madre ida ("por una calentura", así circulaba) y una secreta transparencia por definir hasta qué grado había avanzado la Tata. Una vez dijo: tercero. Sin polémica ni grito ni queja. Había cursado incompleto y con cierta vanidad solo el primer ciclo de formación donde el dos es fantástico y la hache un logro.

Entre vestidos, trigales, camino y destino transcurrió la infancia atontada por una miseria que vibraba en casas de familia y hoteles donde Luisito amasaba fideos; dividida mi Tatita quizás entre: saber y comer, eligiendo lo poco que tenía a su alcance, una dignidad con socorros mutuos y el canto de sus inmensos valores.

Cuando tenía yo dieciséis años un día tuve que acompañarla al oftalmólogo. Había perdido la vista en una presbicia misteriosa y no lograba leer sin lentes el acorazado de mayúsculas que proponía El Clarín o el suplemento dominical de La Nación.

Fuimos donde el oculista a Colón una tarde en que su hermosura desaceleraba el tiempo, viajé con la risa de esa vieja siempre de moda.

La hicieron pasar por su apellido de casada: Gaspari, así se presentaba; Gaspari era más que su nombre y más de lo que pudiera imaginar un ser humano.

Entramos y un doctor fino e inteligente comenzó a probarle distintos tipos de lentes, graduaciones y lupas inentendibles cosa de hacerle recuperar el respeto por las palabras o la escritura de espinillos olvidados en Tancacha por una escuela primaria escondida en su naturaleza.

Ella sentada en un banquito mucho mas chico que su culo se colocó una estructura en la vista y el médico comenzó a pedirle que dijera qué letras veía (con el fin de corroborar si daba en la tecla con el aumento).

Recuerdo este momento porque sufrí como pocas veces. Me dio miedo que viera sí pero que no supiera nombrar las letras.

Yo, que ya terminaba la secundaria y que a la raíz cuadrada y los dictados me los comía como arroz con leche estaba en otra parte, en otra medicina. Pensé en su escuela, en mi abuela mínima, la foto de Sarmiento, este país y sus crisis.

Sentí algo sagrado e instantáneo. Quizás la mixtura exacta entre la verdad y el amor. Ganas de que mientras duraba la medición nos tragara la tierra a las dos juntas.

La Tata empezó, "a, be, ce, o, doble ve, eme". Al llegar a la ka dijo "que" y ese fue su único error.

El doctor con sus pequeñas dioptrías sin advertir la maravillosa experiencia de ser huésped en ese abecedario conjetural, sin tener prevista a la Argentina ignorante.

Tuve terror a que no le hubieran enseñado el castellano y que, en castellano, no pudiera reconocer a la te de te quiero.

Salió con sus pasitos enclenques y su receta óptica más la de los bifes a la criolla que sabía de memoria. Se retiró del consultorio con lo errático de vivir casi sin cultura y contemporáneamente con un saber eficaz y un dolor increíble.

Tuve miedo de que se diera cuenta de la jota. De llorar por una tentativa adormecida de que todo hubiera podido ser distinto.

Entonces la abracé con un abrazo que muchos años después alcanzo a descifrar.

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