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Viernes, 29 de enero de 2016

FURIA TRAVESTI

Compiladora, entrelazadora, tejedora, líder y voz cantante, Lohana Berkins es la potencia que viene llevando adelante inmensas luchas pioneras, orginales, tanto travestis como transversales con otras luchas. En esta serie se inscribe Cumbia, copeteo y lágrimas, un trabajo de investigación hecho en equipo que aporta recursos y datos sobre la situación de travestis, transexuales y transgénero que vio la luz en 2007 y que este viernes vuelve a poner en circulación la Editorial Madres de Plaza de Mayo. Por estos mismos días en que la comunidad concentra todos sus deseos en la pronta recuperación de esta compañera, SOY aporta una relectura necesaria de este manual sobre el coraje de las mariposas en este mundo de gusanos capitalistas.

 Por María Moreno

Hoy apareció la segunda edición de un libro urgente, suerte de Biblia (sin historias ejemplares para pecadores) y Código Antipenal (de pena) trans: Cumbia, copeteo y lágrimas. Informe Nacional sobre la situación de las travestis, transexuales y transgéneros. Compilado por la travestiarca Lohana Berkins, riguroso y federal, acompaña desde el prólogo un gesto político ya ritual en la comunidad que releva: invertir el sentido de un término para disolver su negatividad en potencia. Escribe Lohana:

“La ‘cumbia’ hace referencia a la música que escuchamos y bailamos cuando nos celebramos. Entonces muchas veces pasamos al ‘copeteo’ y sumamos el brindis y los convites al baile. Las ‘lágrimas’ llegan cuando la emoción está a flor de piel y se mezclan la añoranza y la borrachera: allí comienzan a aparecer las historias de alegría y de dolor que entrecruzaron nuestra vidas”. Entonces las lágrimas ya no formarían parte del lenguaje anatómico de las víctimas sino que serían el desborde del exceso enfiestado.

Entre el dato estadístico duro y los testimonios lúcidos y combativos como los de Mauro Cabral y Marlene Wayar el libro trama, para una comunidad de larga data sin papeles, una valiosa pieza de archivo. Fue Michel Foucault quien desacreditó la biblioteca como espacio cerrado y jerárquico de una cultura en nombre del archivo abierto y donde cada lector puede trazar su cartografía deseosa. ¿Por qué sería más importante La bruja de Jules Michelet que los papeles de diario recogidos aquí y allá por Daniel Granada sobre las salamancas realizadas en las cuevas tucumanas y narradas en su libraco Supersticiones del Río de la Plata? ¿Por qué Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla enseñaría más que las cartas del cacique Mariano Rosas o los registros de nacimientos ranqueles hallados por el historiador José de Petris en iglesias y ayuntamientos provinciales? Y cuando la democracia efectiva dependería del acceso al archivo, la participación en él, su interpretación.

Cumbia, copeteo y lágrimas, junto con La gesta del nombre propio, también compilado por Lohana Berkins y editado por Ediciones Madres de Plaza de Mayo, son textos fundantes para el archivo propio de quienes por décadas sólo conocieron los archivos policiales y los psicopatológicos, el prontuario y el diagnóstico de hermafrodita; siempre caídos y corridos por los patrulleros de la idea de Nación.

Las cifras de la violencia

El número es más poderoso que la imagen. Robert Arlt comienza su crónica de la ejecución de Severino Di Giovanni con una frase (“rostros afanosos detrás de las rejas”) entre dos precisiones: “las cinco menos tres minutos” y “cinco menos dos”, entonces el lector paladea el horror en la cifra que viene, del menos uno al cero de la ejecución. Un mito de verdad “científica” rodea al número: no sería lo mismo enrostrar 30.000 desaparecidos que 2.000 aunque la denuncia debería comenzar con uno sólo. El número muestra su potencia en la cola de ceros, es decir en el redondeo. No admite la comprobación fáctica. ¿Serían 6 millones los judíos asesinados en los campos o una valentonada técnica aseguraría unas decenas menos o más? ¿Importa?

Rodolfo Walsh, que había leído a Arlt, describe la muerte de su hija Vicki con palabras medidas pero son las cifras las que gritan: 150 faps y una muchacha en camisón, cinco cadáveres y una nena de un año (la muchacha ese día cumplía 26). Eduardo Jozami, que ha leído a Walsh y publicó sus memorias de la prisión, las ha titulado 2922 días (título mucho más impactante que se hubiera elegido la cifra “ocho” para los años en cautiverio).

La fuerza de Cumbia, copeteo y lágrimas se sustenta en el número con una contundencia que es capaz de sustituir en la persuasión y el develamiento a las más eficaces figuras de la retórica: El 73 por ciento de las travestis, transexuales y transgénero consultadas no ha completado los años de educación obligatoria establecidos por la ley, entre las que no estudian, el 81,2 respondió que su fuente principal de ingresos es la prostitución, el 82,7 por ciento ha sufrido abuso policial, el 72 por ciento no controla su salud y de 592 amigas recordadas por las entrevistadas, el 54,7 por ciento ha muerto de VIH, el 16,6 por asesinato. El 43 por ciento murió cuando tenía entre 22 y 31 años, el 33 entre los 32 y 41 años y un 9 por ciento no había cumplido los 21 años. Las condiciones de vida son el miedo con causa, la discriminación, la violencia, el desarraigo y la ciudadanía bajo presupuesto que la Ley de Identidad de Género repara como un comienzo de reconocimiento pero jamás como un final feliz. Demoledor.

Cumbia, copeteo y lágrimas es también un monumento a las muertas queridas, hijas de la gesta del nombre propio travesti, a veces recordadas por ese autobautismo sin agua bendita con que han virado los datos del documento o por la malicia recíproca de las compañeras (Claudia La veinte litros, Andrea Guerra, la siete culos, Puré de araña, Paula, La Chinchulín con Moño). Esas listas ordenadas por año de fallecimiento equivalen a las que figuran en los bloques del Parque de la memoria de las víctimas del poder desaparecedor.

Y a la manera de tumbas populares de ruta, Cumbia, copeteo y lágrimas recoge mini biografías en ráfaga como la de Jenny, La Narciso, una de las fundadoras de la zona roja de Neuquén, La Pepona que organizaba fiestas paralelas para estudiantes de Jujuy y vivía con su mamá, La Dona a la que llamaban “muñequita de color”, La Fofó que murió en la cárcel de varones de Salta o La Katya que era costurera y tiraba las cartas.

Ya existe cierta distancia histórica de la época en que Lohana Berkins trabajaba en la Legislatura y enseñaba virtudes cotidianas empezando por la mesa de entradas: “Antes por la puerta de admisión se pedía el documento. Entonces un día llegaban travestis que se llamaban –por decir cualquier cosa– ‘Pantaleón Roldán Pérez y Gauna’, nombre y apellidos violentamente contrapuestos a sus famosos nombres de Julia Roberts o Liza Minnelli. Era como casar a Don Segundo Sombra con Marilyn Monroe. Entonces el tipo de la entrada me llamaba y me decía ’Está el señor Pantaleón Roldán Pérez y Gauna’. Entonces yo bajaba y le decía al tipo: ’Está bien que ellas tengan que dar el documento pero a mí me parece que usted debe respetar su identidad y preguntarles como se llaman’. Entonces de ahí se comenzó a registrar el nombre del documento, pero al mismo tiempo a preguntar: ’¿su nombre, por favor?’. Y ellas también aprendieron, porque por ahí decían ’Felipe’ o ’Julián’ ; pero empezaron a decir Marlene’, ’Nadia’, lo que sea, entonces los de la entrada me anunciaban ’Está la señorita Nadia para usted, Lohana’”.

Un cuadro

El factor Lohana atraviesa todo Cumbia, copeteo y lágrimas, Lohana es un cuadro pero el hecho de que lo sea jaquea el sentido de cuadro y lleva la condición de trans a un más allá del género. Y si, según la doxa revolucionaria un cuadro es un individuo que ha alcanzado el suficiente desarrollo político como para poder interpretar las grandes directivas emanadas del poder central, hacerlas suyas y transmitirlas como orientación a la masa, (p.d: percibiendo además las manifestaciones que ésta haga de sus deseos y sus motivaciones más íntimas) esa escolástica ha sido jaqueada. La política de Lohana desobedece no separando la teoría del territorio, la fiesta del piquete, la mediación y la alianza táctica, Rosa Luxemburgo de la Difunta Correa, oponiendo a la obediencia, la crítica y la invención.

La prueba del cuadro es la plaza. Por eso la voz de Lohana es la inscripción en su cuerpo de su lucha. Impresionante, como la de esos poetas en quienes la poesía les ha tomado el cuerpo y entonces sólo ellos pueden interpretarla (un Ezra Pound, un Néstor Perlonguer, una Alejandra Pizarnic). Hay voces lúcidas y justas pero que en la plaza chocan contra un muro imaginario de vidrio blindado y no se hacen oír, hay otras que, acostumbradas al diálogo de escritorio ante el juez, el ministro o el puntero, sólo pueden llegar a uno por uno a través de un pulseo argumentativo con el respaldo de la fuerza (para la plaza son flojonas y plomíferas).

En el libro Una voz y nada más, Mladen Dólar quien, deteniéndose en la voz con pretendida exhaustividad, no lo hizo en el género más que para ubicar la voz del lado de la madre –“¿no es la voz de la madre la primera conexión problemática con el otro?”–, cotejó, sin embargo, la asociación entre la voz sin sentido y la feminidad, y entre el texto, la significación y la masculinidad. En el capítulo dedicado a la voz en política, luego de pedir disculpas por sus simplificaciones que compensa con la importancia de sus objetos de estudio –Hitler y Stalin–, Dólar dice que existe una diferencia sustancial entre la voz en el fascismo y en el stalinismo: “El Führer bien puede ser el jefe del gobierno del Tercer Reich, comandante en jefe del ejército y desempeñar muchas funciones políticas, y sin embargo no es el Führer en virtud de las funciones políticas con que resulta estar investido, ni por elección, ni a partir de sus capacidades. Es la relación de la voz lo que lo hace ser el Führer y el lazo que vincula con él a los súbditos es puesto en acto por un lazo vocal, su otra parte es la respuesta a la voz mediante la aclamación masiva, que es un rasgo esencial del discurso”. El Führer legislaría a viva voz, sustituyendo a la ley, es decir suspendiéndola. El modelo expositor stalinista sería, en cambio, el de alguien que lee evitando todo toque personal, cuanto más inexpresivo sea –al igual que el empleado del registro civil cuando enumera las obligaciones de los esposos durante la celebración de un matrimonio a la manera de una canilla que gotea–, “cuanto más parezca desconocer el texto que lee, más encarnará su lugar de instrumento de las leyes históricas, de monocorde apéndice de la letra escrita”.

En Lohana Berkins hay una fusión entre su voz fónica y su voz política. Mientras el poder trama voces enteras, cuyo estilo consiste, más allá de su singularidad, sobre todo en elevarse (Perón, Castro, Chávez) y en la repetición hipnótica, la de Lohana es una voz rota pero no quebrada. Rota porque, siendo una voz de masas y de plazas, debe tener un alcance por sobre el instrumento técnico del micrófono, simbólico. Húmeda, como ahogada por la propia emoción, quizás porque la humedad está presente en los fluídos del placer, en el parto y en el cuerpo trabajador, se opone al llanto. Hay que oírla arengar en las Plazas del Orgullo: pone la piel de gallina, aunque ella sea capaz de disolverla en una carcajada: cierta vez, en plena Plaza de Mayo, Lohana llamaba la atención desde el camión de la CHA, con un método infalible: la orden de besarla.

–¡A ver esa feminista que anda por ahí, Josefina Fernández, béseme ¡Flavio Rapisardi, un piquito! ¡María Moreno, piedra libre detrás de la pirámide, venga para acá!”. Y si no dijo “el que no besa es homofóbico” es porque todos obedecieron y le dieron un piquito a plaza llena.

Lohana desobedece

Lohana Berkins escribe cuando habla y aún en la denuncia y la insurgencia, su humor popular tiene siempre la chispa encendida. Lejos de las autoficciones edificantes de tanto narciso de asamblea, sus relatos son despeinados, herederos de la picaresca callejera y llenos de un arte de la réplica que se perdió Borges para quien el color rosa sólo era asociable a un hombre y a una esquina; por ejemplo el que hizo poco después del 19 de diciembre de 2001.

“Yo venía de una reunión de Hijos adonde había ido a avisarles del estado de Sitio. Entonces llegó al punto G de De la Rúa. Que fue su bendito discurso. Ni terminó de hablar cuando empecé a sentir un crac, crac, crac. Me hacía recordar con mi fantasía siempre a punto, a una gran rueda gigante que se estaba descomponiendo. Entonces agarro y digo ‘¿qué está pasando?’. Tenía puesto un vestido que uso de camisón y salgo a la puerta. Entonces veo a un par de señoras con unas cacerolas. Pero como este país da para todo, yo me planté ahí y empecé a tirar un par de aplausos tibios porque no sabía si ellas estaban a favor del estado de sitio o en contra: a lo mejor le estaban agradeciendo al presidente porque estaba poniendo a resguardo sus pequeños castillos. Hasta que dije ‘mejor voy a preguntar’. Entonces voy y pregunto. Y ahí una de las señoras me dice ‘Cómo voy a estar a favor, estoy en contra’. Entonces me puse mi tradicional bermuda, mis sandalias bolivianas, agarré la olla y salí tras las vecinas. Éramos tres a los gritos, pa,pa,pa. Ya entonces empezaban a salir todos de los edificios. Entonces se me ocurrió decirle a una de las señoras que por qué no íbamos a la esquina. Yo vivo en San Juan y Tacuarí. Cuando llegamos ahí, en menos de una hora, éramos más de doscientas personas. Entonces hubo un incidente. Un tipo cuando me vio dijo ‘Uy, llegaron las chicas’, así con un tono medio burlesco. Yo hice caso omiso y salí caceroleando. Entonces dos chicos lo interpelaron: ‘Mirá, ellas tienen derecho a estar acá. No te hagás el loco porque cualquier cosa te vamos a cagar a palos a vos’. Yo ni agradecí la defensa ni contesté la agresión: me quedé pa, pa, pa, caceroleando. Entonces ahí empezamos a caminar hasta San Juan y Defensa. Me acordé de Jesucristo. Cuando empezó a multiplicar los peces porque había una gran parva de gente caminando, hasta señoras con ruleros. Pero no faltó el momento de homofobia. Cuando empezaron a cantar ‘qué boludos, qué boludos, que el estado de sitio se lo metan en el culo’. Nada de reivindicar el placer cuando hay gente a la que nos encanta que nos metan cosas en el culo. Llegamos a la plaza, eso fue glorioso, ¿no? Entre que salí de la puerta de mi casa y que llegué a Plaza de Mayo habían transcurrido tres horas. No cabía un alfiler. También, no habían ni transcurrido ni cuatro horas cuando la cana comenzó la represión. Yo tenía miedo de que me tiraran gas a las tetas, que son inflamables. Y me dí cuanta que una cosa es el instinto y otra los ideales. Porque resulta que durante todo el camino se me había pegado una señora como de ochenta años que me iba contando toda su vida. Sus frustraciones y sus broncas. Y yo muy solidaria con ella, me había nacido como una especie de instinto maternal. Pero cuando tiran el gas, pegué una estampida y no paré hasta dos cuadras después. Es más, creo haberle pegado un codazo a la pobre viejita. A las dos cuadras dije ‘¡Ay, la abuela, ¿adónde dejé a la abuela?’. Al día siguiente, desesperada, leía los diarios, veía la televisión para ver si habían matado a una viejita. Alguien la debe haber auxiliado, seguramente no he sido yo. Yo creo en el cacerolazo y no como una feminización de la lucha. Por eso digo ‘piquete, cacerola, basta de tantas bolas’”.

El contacto de Lohana con las minorías empezó en una reunión que un grupo de antropólogas hacía en Flores. Rápidamente empezó a aprender las palabras de la “otra” política (“opresión”, “patriarcado”, “diferente”). Formó parte de AMAR (la Asociación de Meretrices Argentinas que, para convertir su sigla en un verbo sugestivo, no vaciló en anteponer “Argentina” a “República”). Pero durante una Marcha de Orgullo Lesbo/Gay descubrió que existía ATA (Asociación de Travestis Argentina) y comprendió que allí existía un lugar más preciso para cumplir el axioma de Simone de Beauvoir: “no se nace mujer, se llega a serlo”. Cuando tomó contacto con Lesbianas a la Vista y convivió con ellas durante un encuentro Lesbo/Gay en un pabellón dormitorio, Lohana comenzó con alegría a ver morir al misógino que había en ella.

“Nosotras en realidad no somos travestis, somos transexuales. Un travesti es un hombre que se viste de mujer o una mujer que se viste de hombre, sin transgredir su propio género. Pero nos gusta usar la palabra travesti políticamente, por todas las compañeras que murieron. Además, la palabra “travesti” suena más divertida. En esta sociedad que te obliga a definirte como hombre o como mujer, yo digo: ‘soy travesti’”.

Hay en Lohana una teoría radical de la sexualidad que le moja la oreja al feminismo del que se considera deudora. En aquellos días del 2001 estaba desaforida (término de su invención que une “desaforada” con “forajida”) por uno de esos colerones justicieros capaces de ser moralmente más aleccionadores que los gases lacrimógenos:

“Seguimos siendo la misma sociedad homofóbica, lesbofóbica, travestifóbica, que sigue sin poder pensarse más allá de la genitalidaed. O se es concha, en todo el sentido de la palabra o pija en todo sentido de la palabra. Y eso que soy la primera en levantar las banderas feministas ¿vamos a reproducir guetos un poco más evolucionados? Durante el 2001 se formó una Comisión ‘de mujeres’. Ni siquiera le han puesto ‘de género’. O sea, si yo voy –porque voy a ir– no me van a echar, voy a participar pero no es un lugar propio. O sea el movimiento me va a bancar y por momentos me va a expulsar. Porque si hay que escribir un documento. ¿Qué voy a firmar?: ‘¿Las mujeres sufrimos y abortamos?’. Mientras nosotros no hagamos un fuerte piquete y una fuerte cacerola a la bola y a la concha, y no nos pensemos más allá del género, reproducimos exactamente lo mismo. Si está la ‘Comisión de mujeres’ van a levantar la ‘Comisión de la juventud’. Y sé que si hay dos o tres maricones habrá una ‘Comisión de gays’. Porque como no voy a entrar en la ‘Comisión de varones’ entonces otra vez las travestis quedamos a fuera. Y otra vez todos quedamos afuera. Y después, entonces, vamos a tener que hacer la Comisión del peruano, del boliviano… Si voy a la Comisión de la mujer, ¿a qué voy a ir? A apoyar la lucha de las mujeres. Porque cuando yo diga ‘bueno, las travestis…’ me dicen ‘No, porque eso ya es otra cosa’. Entonces voy a apoyar un documento donde el noventa por ciento no va a decir nada de lo mío. O a lo mejor va a decir ‘…y las minoría sexuales’ para que quede bonito. O por ahí va a enumerar ‘porque las mujeres somos prostitutas, lesbianas y travestis’. O sea, toda una lucha para que una palabrita mía aparezca, nada más. ¿Por qué no crearon la Comisión de Género, por ejemplo? ¿La Comisión femenina donde toda persona que se sienta femenina pueda ir? Entonces yo tengo que ir a defender mi categoría: si puedo ser mujer o no puedo ser mujer, si las tetas qué me hacen, si el nombre Lohana qué me hace, si la estigmatización, si el sufrimiento a través de la feminización, si la violencia sufrida sobre mi cuerpo. Y después van a salir a decir que yo no tengo una historia de sufrimiento de mujer porque no menstrué, porque no me duele. Vamos a caer en el mismo y sacrosanto debate. Mientras no ampliemos este concepto, volveremos discutir. Haremos huertitas hasta que venga un puntero político y se robe todas las lechugas. Porque cuestionar las instituciones a fondo es garantizar derechos más allá de la genitalidad y de la nacionalidad”.

Fotos

Un cuadro tiene la mano educada para el puño, no para la selfie. Cuando Lohana Berkins se volvió famosa, la fotógrafa Viviana D’Amelia le hizo una serie de fotografías que luego expuso. La gente le preguntaba dónde estaba el travestismo. Si se ve Lohana, muestra fotográfica de Viviana D’Amelia con la clave “vida de una travesti “, se logrará encarcelar la mirada hasta que no sea posible tener la fantasía –entre otras posibles– de que se está viendo proyectada la vida de una madre con una familia numerosa, encima otra vez embarazada (Lohana es panzona) y militante barrial.

¿Qué sería lo travesti de una foto? ¿Lohana desnuda? A veces ella le pidió a Viviana que le sacara una foto “en bolas” pero se trataba de un pedido ambiguo que no parecía en absoluto asociado a la serie a exponer, realizado más bien desde la espontánea fantasía que cualquiera podría expresar al tener familiaridad con un fotógrafo. Sin embargo la desnudez de Lohana está presente en las fotos a través de una cita, la de La maja desnuda de Goya, donde ella está extendida en una chezlongue, sólo que debe contraer un poco los pies de madraza, aumentativo que alude tanto a su predisposición generosa como a su condición de demasiado alta … ¿Demasiado respecto de qué? ¿Para ser una mujer? No, para esa chezlongue. Otras imágenes y otras citas: Contra un fondo de casa en obra un Cristo femenino reparte panes entre apóstoles jovencísimas. Es Lohana junto a sus sobrinos. Otra foto: Cita de Santa Ana, la virgen y el niño de Leonardo da Vinci donde la travesti Paula Rodríguez hace de Santa Ana y el niño se supone en el vientre grandote de Lohana, aunque también podría no haber niño y ese, ser el vientre sacrílego y descarado de Francois de Rabelais. La más triste: Valeria, una travesti enferma de sida, poco antes de morir y acostada en una cama de hospital, mira con alegría a esa sombra en movimiento que parece preceder a la aparición de un ángel: Lohana.

Hay otra foto de Lohana, de la serie tomada por Viviana D’Amelia, en su pieza de hotel. Está junto a la pila de ropa de un espacio sin placard, cercada por la heladera y la alacena y ante un mate. Parece estar posando para señalar la precariedad del espacio privado que el Estado le ofreció tanto tiempo a ella y sus compañeras.

Lohana no es una travesti, es una Lohana, como Batato Barea es un Batato y la identidad travesti una autodefinición en situación. Como tampoco se trata de renunciar a la voluntad política, de disolver una identidad decidida, en la de “como usted y como yo”, donde siempre se disfumina amén de la desigualdad de derechos, la diferente cuadrícula diseñada por la sociedad para cada destino. Pero ella suele decir: “Me pregunto cómo será ser hombre, porque nunca viví de esa manera. Ni siquiera me siento hombre. Como mujer, te diré que tampoco sé cómo se vive. Porque yo no soy mujer. Soy travesti. Esa es la palabra que me identifica. Mis tetas, mi pene, mi cuerpo entero. Y esta sonrisa que no podés ver”.

La foto que nadie tomó todavía: Lohana sostiene en su mano la nueva edición de Cumbia, copeteo y lágrimas y aunque sean invisibles ve elevarse ante ella, las sombras orgullosas de tantas compañeras que con sus voces han roto el silencio patriarcal, machorro y proxeneta para abrirle a la nación un urgente documento del archivo trans.

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Imagen: Sebastián Freire
 
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