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Viernes, 19 de diciembre de 2014

Orfebrería dérmica

 Por Daniel Link

Hace un tiempo, mientras realizaba mis rutinas en un gimnasio de la calle Pasco, me asaltó una pregunta que no tenía que ver, en este caso particular, con los debates sobre las llagas de Cristo, el universalismo paulino, la circuncisión de los judíos o las marcas biopolíticas (la de los apestados o los locos), aunque involucre todas esas dimensiones de interrogación. La pregunta que me hice ante el espejo del gimnasio fue: ¿qué es un cuerpo marcado?

Estuve años meditando en el asunto, porque a las marcas propias del trabajo muscular, que se imponen como una epidermis o un traje artificial sobre el cuerpo dado, se superponían a veces otras marcas, las de los tatuajes, no tanto la inscripción del mundo sobre el cuerpo sino una ex–cripción: una episteme entera impresa que sale del cuerpo como un hálito, o un cuerpo, como quiere Jean-Luc Nancy, ex-crito.

De un cuerpo no hay nada que descifrar, salvo esto: que la cifra de un cuerpo es ese mismo cuerpo, no cifrado, extenso. La visión de los cuerpos no penetra en nada invisible: es cómplice de lo visible, de la ostensión y de la extensión que lo visible es. Complicidad, consentimiento: el que ve, comparece con lo que ve. Así se disciernen, según la medida infinitamente finita de una justa claridad.

Un escorpión, unas manos en posición de rezo, una tela de araña, una sirena, una serpiente, una mujer de aspecto étnico... diseñan un escándalo barroco, un cuerpo puesto en posición de complicidad y consentimiento. Cito a Severo Sarduy (Ensayos generales sobre el Barroco, etc.), de una vez y para siempre:

La tortura y el tatuaje pertenecen a ese mismo registro del desmembramiento de la fragmentación facticia. Con el dolor o con la tinta se delimita una parte del cuerpo, y, a fuerza de “trabajo”, se la separa de la imagen del cuerpo como totalidad. El miembro cifrado o torturado, marcado por la singularidad, remite a otro: el maternal y fálico del que todo el resto del cuerpo, convertido en un objeto insensible, en un cuerpo-cero, se ha expulsado, desterrado.

Sólo el fragmento cubierto por el tatuaje –iniciales, anclas y corazones vienen siempre a inscribirse, como por casualidad, sobre los bíceps, los músculos más eréctiles–, realzado por la tinta minuciosa, o sometido a la torsión, al dolor, tiene acceso al endurecimiento, a la erección notoria, a golpear con su tensión. El resto no merece más que pudor: flaccidez y aburrimiento.

El tatuaje sirve para desmentir la ilusión antropomórfica, el engaño de un cuerpo íntegro, con órganos, la ilusión de sus gestos: el acceso a la representación. Sarduy precisa:

Orfebrería dérmica, incisión de un jeroglífico letal: vestigio del desmembramiento nocturno, de la ceremonia sádica, la preparación del doble infernal. Presentación o materialización, como se dice en brujería de un fetiche, en el sentido etimológico del término (del portugués fetiço, lo hecho, el hacer que se ve).

Los tatuajes son la marca de lo hecho: el cuerpo hecho, manufacturado, como negación del cuerpo natural, pero también la apertura hacia el cuerpo “historizado” (como se dice “historizada” de una fachada muy ornamentada), hacia las sucesivas capas de tiempo que constituyen un cuerpo y que transforman la pregunta originaria en otra: “¿Cuándo nace un cuerpo?”. Para saberlo, hay que examinar sus marcas.

En todo caso, si el cuerpo fuera Deo Donante o Deo Volente, el cuerpo de factum, el fetiche, el postizo de las marcas de ex-critura, vendría a desmentir esa premisa. Incluso el mismo motto resulta contradictorio consigo mismo, al estar inscripto como una marca de orfebrería epidérmica sobre un cuerpo que nació sin ella, inmaculado. ¿No es lo inmaculado de un cuerpo lo que lo arroja del mundo, hacia lo alto, su compromiso con la trascendencia y con el cielo? Herido, fetichizado, hechizado, el cuerpo tatuado dice una verdad que al mismo tiempo desmiente: es un cuerpo que, por marcado, establece consigo mismo una relación paradójica: dice lo histórico y al mismo tiempo lo niega, o dice que la historia no es sino la persistencia del pasado, a través de unas marcas en el cuerpo, en el presente. La historia no es lo que ya pasó sino lo que sigue sucediendo.

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El marinero que se tatuó Lucas Gutiérrez –inspirado en su actor porno preferido, Colby Keller–.
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