turismo

Domingo, 27 de marzo de 2011

MALASIA. PLAYA, CIUDAD Y RELIGIóN

Contrastes malayos

Desde la paradisíaca isla de Langkawi hasta la ultramoderna Kuala Lumpur, pasando por la religiosa Terengannu, crónica de un viaje donde el más puro exotismo asiático se funde con la impronta occidental. Lugares para sorprenderse, para disfrutar, para explorar, con el sello de dos mundos.

 Por Guido Piotrkowski

El vuelo de Malaysian Airlines aterriza en Kuala Lumpur luego de 23 horas de viaje, una escala en Sudáfrica y el cruce de once husos horarios. Durante el descenso, intento descifrar la metrópolis buscando su símbolo máximo, las Torres Petronas, esas moles erigidas por el arquitecto argentino César Pelli que todo viajero ansía ver cuando llega hasta aquí. Las descubro rápidamente. Se elevan como dos puntas de lanza entre el espeso verde y el gris concreto que se atisba volando, a esta altura del trayecto, ya por debajo de las nubes.

Pero aún no es tiempo de visitar la capital malaya. Antes, nos dirigimos rumbo a las playas de Langkawi. Durante la escala en el impecable y moderno aeropuerto internacional escapo del aire acondicionado y salgo a respirar nuevos aires malayos. Ya me habían advertido acerca de la humedad. Afuera me espera el impacto de una tremenda ola de aire espeso: la temperatura supera los 30 grados, y recién son las 7 de la mañana.

La increíble Mezquita de Cristal está en el parque temático Taman Tamadum Islam.

DESCANSO EN LA PLAYA Langkawi es un archipiélago de 99 islas que emergen en el fantástico mar de Andamán, en el noroeste de Malasia a unos 30 kilómetros de la frontera con Tailandia. Alrededor de 100.000 habitantes se reparten entre las únicas cuatro islas habitadas: la más grande es Pulau Langkawi, con capital en la ciudad de Kuah, cuyas bellísimas playas son uno de los destinos preferidos de turistas del mundo entero que viajan hasta el sudeste asiático. Además, el archipiélago es un puerto libre de impuestos donde los cigarrillos y el alcohol, sobre todo, se consiguen a precio de ganga.

El primer atardecer no puede ser mejor. Luego de un tremendo aguacero que parecía arruinar el día por completo, salimos a caminar por la playa de Pantai Cenang, cuando un bellísimo arco iris irrumpe en el cielo, de espaldas al mar. Al otro lado, el sol se esconde lentamente bajo el agua y la playa se tiñe de un extraño y tenue anaranjado. Mojo los pies en el mar, tibio y cristalino. Más allá, unos pibes juegan al fútbol. Mientras tanto, algunos turistas occidentales aprovechan la caída del sol para hacer ejercicio, las chicas corren y caminan en bikinis y ajustados shorts, mientras las mujeres locales se meten al agua con sus coloridas túnicas y pañuelos en la cabeza.

Lo que más me llama la atención son las mujeres musulmanas enfundadas en el niqab –el velo negro que cubre su rostro y solo deja una profunda mirada al descubierto– combinado con una larga túnica negra que les tapa hasta los pies, mientras sus maridos se pasean a su lado en modernos trajes de baño. Una escena que se repetirá a lo largo de todo el viaje, incluso en otras playas y bajo el sol abrasador del mediodía asiático.

Langkawi ofrece varios atractivos a los visitantes fuera de tumbarse cual lagarto bajo el sol. Nos lo confirma John, un moreno calvo y sonriente, descendiente de hindúes, que es el encargado de guiarnos en esta isla de ensueño. El hombre llega temprano al bellísimo Meritus Pelangi Beach –donde nos hospedamos junto con mis compañeros de ruta–, un resort de playa que respeta la construcción tradicional malaya con habitaciones de madera elevadas sobre pilotes.

Tomamos la carretera rumbo a un muelle donde embarcaremos para ir hacia la playa de Pantai Datai. En la ruta se ven cartelones del sultán con mensajes de bienvenida; poco después veremos sus fotos por doquier. El monarca y su familia están omnipresentes. Hoteles, restaurantes, casas de familia, en todos lados hay fotografías de la familia real. Porque en Malasia nueve de los trece estados son regidos por sultanes, quienes se turnan en el poder cada cinco años, compartiendo responsabilidades con el primer ministro, lo que hace del país una monarquía parlamentaria.

La primera parada es en el Tasik Dayang Bunting, o Lago de la Mujer Embarazada, conocido así por la forma de la montaña que se encuentra enfrente. Unos monos no muy amistosos pululan por el muelle, mientras avanzamos hacia la jungla que hay que atravesar para llegar al bellísimo lago. Se recomienda no nadar más allá de unas boyas, pero sí dar un paseo pedaleando en los botes de agua.

Enseguida nos embarcamos con destino a la playa de Pantai Datai, donde nos aguardan un almuerzo a base de cangrejos y camarones grillados, y otro grupo de monos más agresivos, resueltos a tomarnos por sorpresa y robarnos descaradamente la comida.

Al día siguiente el bueno de John aparece, una vez más, a la hora exacta. Si hay algo que los malayos heredaron de los ingleses es la puntualidad. Esta vez, nos vamos a un paseo por los manglares, dentro del Parque Nacional Kilim, reconocido por la Unesco en 2004 como un “geoparque”, debido a las características formaciones rocosas de piedra caliza que emergen, imponentes, entre las aguas turquesas del mar de Andamán.

En otro tramo del paseo los turistas pueden dar de comer a las águilas que viven aquí. Sin embargo, John no está de acuerdo con esta práctica y explica que las aves se mal acostumbraron a ser alimentadas y ya no saben buscar comida por sus propios medios. El tour continúa por los criaderos de pescado flotantes y una cueva de murciélagos, para concluir la vuelta con un baño de mar en una pequeña isla que recuerda a la película La Playa, protagonizada por Leonardo DiCaprio.

Langkawi es un archipiélago de 99 islas que emergen en el mar turquesa de Andamán.

EL PARQUE DE LA RELIGION Una vez más, estamos en el aeropuerto de Kuala Lumpur, de tránsito y por poco tiempo. La gran ciudad se hace desear. Ahora nos dirigimos a Kuala Terengannu, capital del estado homónimo, al otro lado de Malasia, en la costa este sobre el Mar del Sur de China. Allí nos espera una familia local para hospedarnos en su hogar, en el marco del “Homestay”, un programa oficial del gobierno malayo para que los extranjeros se alojen en casas de familia y aprendan su cultura.

En Malasia conviven aquellos que profesan el Islam, religión oficial y mayoría absoluta, con chinos budistas y cristianos, hindúes y diversas etnias locales que habitan, sobre todo, en la isla de Borneo. Pero aquí, en Terengannu, la mayor parte de los habitantes son musulmanes, como Azlina y Abdul, quienes me reciben en su casa junto a uno de mis compañeros de viaje.

Abdul es arquitecto y Azlina, costurera. El reza cinco veces por día y para eso construyó un surau –pequeña mezquita– justo frente a su casa, que comparte con algunos vecinos. Mientras nos dirigimos a su hogar, en la radio suena el rezo vespertino, que se multiplica como un eco por los altoparlantes de los minaretes a lo largo de la ciudad. Abdul explica que tuvo que excusarse ante Alá de asistir a la plegaria para poder ir a buscarnos. En el trayecto, nos invita a conocer la playa, aunque cae una llovizna persistente. Frente a la ciudad hay islas que, dicen, son un paraíso. Pero esta vez no podremos ir: la temporada de monzones está rondando y no es posible acceder. Nos detenemos en un pequeño puesto callejero a probar un dulce local, el assam boi, sabroso aunque un tanto empalagoso. Azlina les cuenta a las vendedoras quiénes somos, de dónde venimos. Las mujeres, entre sonrisas de timidez, se asombran, bromean y se sacan fotos con nosotros, recién llegados de la tierra de Messi, de Maradona, símbolos que nos identifican en estos sitios remotos.

En Terengannu no hay bares: el alcohol está prohibido para quienes profesan el Islam y hasta corren riesgo de ir presos quienes sean sorprendidos bebiendo. Pero sí hay un pequeño barrio chino, donde con un poco de suerte –entre fritangas y chucherías– se puede conseguir una cerveza fría. También hay un mercado un tanto gris, pero atiborrado de mercadería de colores. Impensadas golosinas flúo se confunden con pescado seco, especias de todos colores y otros comestibles rarísimos en la planta baja de esta caótica feria. Mientras tanto, en el primer piso se pueden encontrar miles de telas y vestidos en batik de tonos chirriantes, la técnica milenaria que se utiliza para pintar sobre las telas a base de cera caliente.

Por la mañana, Abdul y Azlina nos llevan a desayunar a un bar. Quieren que probemos el “roti canai”, una especie de panqueque salado que se puede acompañar con una picante salsa de curry, potente y típico desayuno local. Con la panza llena, y un calor tremendo, vamos a visitar el Taman Tamadum Islam, un parque temático donde se reproducen una veintena de monumentos del mundo islámico, desde La Meca en Arabia Saudita hasta el Domo de la Roca en Jerusalén.

Dentro del parque también está la bellísima Mezquita de Cristal, pero esta vez no es una reproducción, sino un verdadero y fastuoso templo al que acuden miles de fieles a rezar a diario. Para ingresar, además de descalzarse, hay que ponerse una túnica que cubre hasta los tobillos, ya que ninguna parte del cuerpo debe quedar al descubierto. Una horda de niños de punta en blanco salen en cuanto se abren las puertas grabadas con arabescos. Me abro paso entre ellos y logro entrar. Un silencio, que no llega a serlo del todo, envuelve la atmósfera. Algunos hombres murmuran sus plegarias. Se arrodillan sobre la mullida alfombra, hacen reverencias. Otros niños corretean por ahí. No veo mujeres. Se acerca la hora del rezo del mediodía y amablemente me invitan a retirarme.

Afuera, busco mis ojotas entre cientos de calzados. No aparecen. Pienso que es una broma de mis compañeros, pero juran y perjuran que no es así. Resulta extraño que alguien hurte un par de viejas sandalias a las puertas del santuario. Al menos en Malasia, dicen, no suele suceder. De pronto, un hombre se saca mis ojotas, frente a mis ojos. Lo miro, atónito, y sonrío con mis compañeros, que tampoco pueden creerlo. El ni se inmuta. Viene de lavarse los pies, de su ablución ritual antes de ingresar al santuario, y se dirige, como en trance, al segundo rezo del día.

Miles de telas y vestidos batik de tonos chirriantes en el mercado de la ciudad de Terengannu.

CONTRASTES URBANOS Rascacielos. Shoppings. Puestos de comida callejera. El Barrio Chino y la Pequeña India. Viejas casas atrapadas entre edificios que pretenden tocar el cielo. Templos budistas e hinduistas. Suntuosas mezquitas. Un moderno trencito de colores que serpentea en lo alto. Casas de masajes y masajes en las calles. Ciudadanos vestidos cual catálogo de moda. Monjes budistas al teléfono. Jóvenes alienados con sus reproductores de mp3. Mujeres que no pueden salir sin el tradicional hijab, el pañuelo que cubre sus cabezas, y que combinan con túnicas de colores. Oriente y Occidente se funden y confunden en Kuala Lumpur. Un choque de culturas, donde los códigos occidentales se colaron hace rato en el estilo de vida oriental de esta ciudad, una de las más modernas y pujantes del sudeste asiático.

No hay tiempo que perder en KL, como gustan abreviar por aquí a la capital malaya. Apenas llegados, luego de un breve paso por Merdeka Square (la plaza de la independencia de esta nación que recién logró superar el dominio colonial británico en 1957), vamos hacia las cuevas de Batu, uno de los más importantes santuarios hindúes fuera de la India, construido precisamente dentro de una gran caverna a 20 minutos del centro.

Una gigantesca estatua del dios Murugan custodia la entrada hacia las 272 escalinatas que ascienden hasta las entrañas de esta cueva mágica y misteriosa, donde hay dos templos, y por donde deambulan sacerdotes, peregrinos y ascetas hindúes, entre un sinfín de traviesos monitos y miles de turistas.

De vuelta al centro vamos a las Petronas, pero ya no hay ingresos: el cupo diario está limitado a 1200 personas y para conseguir un lugar hay que hacer una larga hilera por la mañana. Entonces damos una vuelta por el lujoso Centro Comercial Suria Kentucky, que ocupa los pisos inferiores del edificio. Este es uno de los tantos shoppings de Kuala Lumpur, renombrada como un paraíso de compras. Sólo en la bulliciosa zona céntrica de Bukit Bintang, a pocas cuadras de las torres, existe una decena de centros comerciales. En la plaza de enfrente, de espaldas a las torres, visitantes de todo el mundo posan para inmortalizar su paso por allí. Anochece. Sin dudas, este es el mejor momento para apreciar las Petronas en su plenitud. Iluminadas, parecen obra de una película de ciencia ficción.

Al día siguiente, vuelvo al atardecer. Ya tengo asegurado mi lugar para subir hasta el último piso, el 88. El elevador sube en unos instantes mientras la guía repite en inglés un discurso sobre la construcción y la seguridad en las torres, y se detiene primero en el Skybridge, el puente que une ambas moles en el piso 42: allí tenemos diez minutos estrictos para apreciar la vista. Poco después me encuentro en lo más alto. Tengo otros diez minutos para ver todo, el pequeño museo, las fotos de la construcción, la punta de la torre gemela casi al alcance de la mano. Y, claro, la impresionante panorámica de Kuala Lumpur.

Como en toda gran urbe, el tránsito en las horas pico suele ser caótico. En este caso, es una buena excusa para caminar o bien dar un paseo a bordo del monorrail, el fantástico trencito que circula por una especie de autopista que atraviesa la ciudad. Entonces voy andando desde la zona céntrica de Bukit Bintang hacia el Mercado Central, el Barrio Chino y la Pequeña India, muy cercanos uno del otro, en busca de unos recuerdos. Y decido que volveré en el simpático y eficiente monorrail.

El Barrio Chino es un hervidero de gente, donde los turistas acuden en masa a comer, buscar baratijas y copias de las grandes marcas. Relojes, carteras, gafas de sol, camisetas de fútbol, ropa informal y hierbas medicinales se agolpan en los puestos callejeros donde los chinos, en principio, parecen no dispuestos al regateo. Pero solo es cuestión de insistir.

A unas pocas cuadras, en el barrio hindú se pueden conseguir exóticas alfombras orientales, más baratijas y algunas especias, aunque lo más bello por aquí sin dudas es el templo dedicado a Sri Mahamariamma, el más antiguo de los santuarios hinduistas de KL, dedicado a la diosa que protege a los hindúes en el extranjero. Recientemente restaurado, mantiene su estructura original. En el colorido interior, las paredes muestran un sinfín de esculturas de todas las deidades hindúes habidas y por haber. Hay fieles rezando y sacerdotes llevando a cabo diversos rituales, con sus largos collares de cuentas y la típica marca hindú en la frente, pintada con polvo de colores que indican la deidad a la que le rinden culto. Todos son amables, todos sonríen. Lo sagrado, aquí, no parece ser sinónimo de seriedad.

Tomo luego el monorrail para volver al centro neurálgico de KL, Bukit Bintang, donde los rascacielos compiten por tocar el cielo y las luces de los carteles electrónicos encandilan. Donde las viejas casas tradicionales pugnan por sobrevivir, apretujadas en las calles aledañas, vecinas a los hoteles cinco estrellas. Donde los restaurantes lujosos se mezclan con los puestos de comida china y los bares occidentales. Donde hay decenas de centros comerciales, cientos de casas de cambio y puestos de venta callejeros. Donde Oriente se funde con Occidentez

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Un bellísimo arco iris irrumpe en el cielo, de espaldas al mar, sobre la playa de Panti Cenang.
Imagen: Guido Piotrkowski
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