turismo

Domingo, 18 de diciembre de 2011

MEDIO ORIENTE. DE DAMASCO A BEIRUT EN BICICLETA

Dos ruedas por el mundo

Crónica del paso por Siria y El Líbano durante una vuelta al mundo en bicicleta tándem, realizada a lo largo de un año entre 2007 y 2008. Los protagonistas de la aventura recorrieron 22 países de América, Africa, Asia y Oceanía, pedaleando en total 17.525 kilómetros. Aquí, la evocación del viaje por dos naciones del hoy convulsionado mundo árabe.

 Por Andres Ruggeri y Karina Luchetti

Damasco, la capital de Siria, es una de las ciudades más antiguas del mundo, habitada continuamente desde hace más de 10.000 años. En su Ciudad Vieja, un intrincado laberinto de callejuelas y bulliciosos bazares –los souks–, se respira aún el ambiente de la época más pujante del Islam, cuando los califas crearon un enorme imperio musulmán que llegaba hasta España. Allí está la gran mezquita de los Omeyas, imponente recinto construido en el siglo VIII sobre los cimientos de un templo grecorromano, que sirvió de modelo a muchas otras mezquitas monumentales.

Rodando, rodando y entrando al valle de Bekaa, Líbano.

PASOS DE FRONTERA Por fuera del barrio antiguo, la moderna Damasco conserva el desorden de sus calles. Aquí un viejo albergue, una casona del siglo XIII construida cuando los cruzados aún combatían en estas tierras, fue nuestro cálido hogar por varios días.

Salir de Damasco en bicicleta fue tan difícil como entrar. Pero finalmente encontramos la ruta que nos llevaría a un destino que nos generaba cierto temor: Beirut. Se nos había ocurrido ir a El Líbano después de haber fracasado en el intento de conseguir una visa iraní: el visado sirio vencería antes de que nos respondieran si podríamos ingresar o no. La decisión fue también resultado de las opiniones recibidas sobre al estado de la situación libanesa, siempre inestable. Según decían, en el país –cuyo nombre en los ’70 pasó a ser sinónimo de guerra civil y violencia– “estaba todo tranquilo”.

La distancia entre Damasco y Beirut es corta: sólo 130 kilómetros. Sin embargo, no son fáciles de hacer en bici, pues hay que atravesar dos cordilleras paralelas al Mediterráneo, el Líbano y el Antilíbano, pasando por una de las fronteras más calientes del mundo. Mientras pedaleábamos hacia allí, vimos un impresionante despliegue de camiones repletos de soldados, tanques y, ya cerca del límite, enormes cuarteles del ejército sirio. Del lado libanés, había mucho movimiento y el puesto fronterizo se apareció como una casita atendida por soldados de uniforme camuflado y cara de pocos amigos. Sin embargo, resultaron ser personas afables, que además nos dieron gratis un permiso por un mes (tiempo de sobra para recorrer un país de 200 kilómetros de largo).

Ya jugados, seguimos por un valle verde, como no habíamos visto aún en Medio Oriente. Es el valle de la Bekaa, donde durante casi 30 años estuvieron estacionadas las tropas sirias y que actualmente es bastión del Hezbolá. Banderas amarillas de la milicia islamista ondeaban en los cruces de caminos y todo nos parecía amenazador. Sin embargo, la gente se mostraba alegre.

En el día llegamos a Zahlé, una ciudad de mayoría cristiana, donde las mujeres visten a lo occidental y se muestran desenvueltas. Nada, salvo algunos edificios aún destruidos y el salvaje estilo de manejo de sus automovilistas, como si todavía estuvieran esquivando bombas, dejaba entrever la historia reciente del país.

Evidentemente, dos ciclistas en una bicicleta tándem cargada no dejaban de ser un espectáculo. Estábamos acostumbrados a que nos fotografiaran, pero nunca habíamos visto a un automovilista tomar una curva sosteniendo el celular por el que hablaba con una mano y la cámara con la que nos retrataba con la otra. Los soldados del ejército libanés también saludaban nuestro paso. Y en plena subida por los montes rumbo a Beirut nos pararon, entre dos tanques, para tomarse una foto con nosotros.

Ser argentinos, en este país, provocaba cierta simpatía. Tal vez por eso, por el tipo de viaje que hacíamos o por la misma idiosincrasia de los libaneses, en un comercio de la ruta nos invitaron con té, pan (árabe, por supuesto) y delicias de la gastronomía local. Después, la bajada veloz hacia la capital nos permitió ver por primera vez el Mediterráneo, mientras zigzagueábamos entre las curvas de la montaña, atentos a los autos, que bajaban como dementes por la ruta estrecha.

Bulliciosos bazares en la Ciudad Vieja de Damasco.

BEIRUT La entrada a la ciudad que fue objeto de tantas batallas y confrontaciones en las últimas décadas fue más que complicada. Pinchamos en la autopista que llevaba hacia el mar, por lo que llegamos en la oscuridad, desembocando en otra autopista de intenso tráfico. Volvimos a comprobar que la guía de viajero que teníamos era de escasa utilidad para ciclistas, pues los mapas sólo abarcan la zona céntrica y están pensados para quien llega a una terminal o un aeropuerto, toma un taxi y va al hotel recomendado. Nosotros, en cambio, no teníamos idea sobre cómo llegar a los albergues señalados en un mapa que nadie entendía. Los libaneses, sin embargo, nos sacaron de la contrariedad de forma sorprendente.

Primero, en una estación de servicio, un hombre advirtió que estábamos yendo en dirección contraria a nuestro destino. Para que pudiéramos cruzar de mano en la autopista, se subió a su colectivo y nos indicó que lo siguiéramos. Mientras él abría paso con el ómnibus, nosotros pedaleábamos detrás con todas nuestras fuerzas, hasta quedar en la mano correcta. Pero al rato nos volvimos a perder. Entonces se armó una especie de asamblea entre personas que discutían cómo llegar al lugar buscado, escena que se repitió un par de veces más, mientras deambulábamos por el centro de la ciudad. De nuevo sobre otra autopista, un auto se puso a nuestro lado para preguntarnos de dónde éramos y hacia dónde íbamos. Uno de los muchachos, Marwan, se bajó y nos guió a pie hasta un albergue. Una vez instalados, sus amigos volvieron a buscarnos para llevarnos a cenar. Hyam, una escritora francófona, se horrorizó ante el lugar de mala muerte donde habíamos terminado y al otro día regresó por nosotros, para que nos quedáramos en su casa, enclavada en un barrio adinerado de Beirut.

Nuestra estancia en la capital fue un permanente descubrimiento. Aunque todavía quedaban rastros de la larga contienda civil y de la guerra de 2006, la ciudad se destaca por su pujanza y el estilo con que se reconstruye a sí misma, y los libaneses disfrutan de Beirut, sus diversiones y vida nocturna de una forma intensa, que no habíamos visto en ninguna otra ciudad árabe. Hyam nos llevó a recorrer sus alrededores y la reserva natural de Chouaf, uno de los últimos sitios donde se conservan los bosques de cedros de El Líbano, utilizados por los antiguos fenicios para construir sus barcos. Y nos recomendó visitar la instalación que, emplazada en el “afrancesado” centro de Beirut, recordaba con cerca de cien inodoros el significado de la guerra civil, iniciada exactamente 30 años antes de nuestra llegada a la ciudad.

El Líbano alberga una enorme cantidad de población en un territorio minúsculo, intrincado y con 18 comunidades religiosas. Los franceses habían separado este territorio, entonces de mayoría cristiana, del resto de Siria: esto se nota no solamente en las iglesias y el estilo de vida, sino también en la francofonía de las capas pudientes, como en el caso de Hyam. Sus hijas iban a una escuela francoparlante y ella usaba esa lengua en su casa. Aunque Hyam hablaba árabe a la perfección, sus hijas lo desconocían casi totalmente. Profundamente libanesa, aunque no comulgaba con sus ideas respetaba al Hezbolá, por su resistencia a la invasión israelí en la última guerra.

Mientras tanto Hezbolá estaba en esos momentos protagonizando una protesta pacífica, con un campamento de militantes en pleno centro de Beirut. En los alrededores, tanques y soldados del ejército cerraban algunas calles. Los automovilistas eran bólidos en cualquier lado, incluida nuestra amiga Hyam, que en los cinco días que compartimos con ella acumuló unos cuantos bollos en la carrocería de su flamante auto.

En Choauf, los legendarios cedros de El Líbano.

DE VUELTA A SIRIA Dejamos Beirut para ir a la antigua ciudad de Byblos, donde volvimos a constatar la amabilidad libanesa. Esta ciudad histórica de los fenicios ostenta una sucesión de ruinas superpuestas de las culturas e imperios que pasaron por la zona, incluyendo persas, griegos, romanos, árabes y cruzados, que usaron antiguas columnas romanas para hacer las murallas de un castillo.

En Byblos tuvimos la oportunidad de charlar en portugués con el dueño del camping donde paramos, que había vivido en Brasil, y compartir la emoción de una familia de comerciantes cuando tradujimos un e-mail de sus parientes emigrados hacía tiempo a Venezuela, que guardaban como oro.

De Byblos fuimos a Trípoli, la última ciudad libanesa importante en la que estaríamos. Dos ciclistas nos ahorraron las vueltas que dábamos habitualmente buscando un lugar donde dormir. Trípoli, sin duda la ciudad más musulmana que vimos en el país, está plagada de souks laberínticos.

No más de 30 kilómetros al norte está la frontera siria. El peligroso país que nos habíamos imaginado resultó ser uno de los más agradables de todo nuestro viaje. A pesar de sólo balbucear algunas palabras en árabe y no ser capaces de leer ninguna, El Líbano fue, como Siria, uno de los países donde mejor pudimos comunicarnos. Pasando la frontera, terminamos parando con una familia que vivía sobre la ruta y que tomaba yerba mate importada de la Argentina. Claro que nuestra costumbre de tomar en un solo mate que circula entre todos, y no con vasitos y bombillas individuales, les pareció repugnante. A pesar de este punto de vista sobre nuestros hábitos, la charla con ellos –ayudados por un libro que usaba una de las hijas para aprender inglés– fue una de las situaciones más divertidas que tuvimos, un cocoliche de palabras sueltas y un dígalo con mímica inolvidable. Difícil imaginar a esta gente, amable y alegre, por las noticias de la televisión

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