turismo

Domingo, 17 de febrero de 2002

MAR CHIQUITA UNA ALTERNATIVA PLAYERA

La Boca del Atlántico

Es muy popular y no es para menos. Con mar, río y laguna, Mar Chiquita tiene aguas para bañistas, surfistas, veleristas, viandantes y pescadores. A lo largo de los tiempos, la confluencia acuática gestó la albufera, refugio privilegiado de múltiples especies de avifauna... y de turistas, quienes gozan cada atardecer con el espectáculo del sol extinguiéndose sobre los meandros de La Boca, ahí donde se unen la laguna y el mar.

Texto y fotos:
Jorge Pinedo

No es sin la Mar y, mucho menos, Chiquita. Tampoco se trata de una laguna, por la que se la conoce. En rigor, la popularidad de Mar Chiquita se debe a su albufera: porción marítima que serpentea dentro del continente y a la vez, dulces aguas de los ríos de llanura que reúnen sus caudales con el Atlántico, al ritmo de los vientos y las fases lunares. Peculiar situación que la distingue del conjunto de las restantes playas dado que comparte el rosario de arenas marítimas con el cálido refugio de la laguna –ahora sí, como la llaman sus habitués– cuando las brisas barren con entusiasmo los balnearios abiertos.
A sólo veinte minutos de Mar del Plata por la Ruta 11, Mar Chiquita resulta una variante de singular atractivo para pescadores, windsurfistas, surfistas a secas, infantes chaponautas, familias, viandantes y turistas. Una población de temporada cuya heterogeneidad fue creciendo con el transcurrir de las décadas, atraída por la vida apacible y sin mayor bullicio: una confitería, un par de hoteles ($ 30 por persona con desayuno), un supermercado, un baño público con loro saludador incluido, una discoteca, un camping municipal ($ 15 el lote para la carpa), en fin, actividades unitarias que permiten a los chicos deambular en sus bicicletas hasta la medianoche sin peligro alguno. También, la única calle asfaltada (Av. San Martín, no podía ser de otra manera) atraviesa el poblado, uniéndolo con la ruta justo antes del peaje si se accede desde el Sur. No sucede lo mismo si se llega desde la zona de Villa Gesell, aunque lo más conveniente, en auto desde Buenos Aires, es acceder por la Ruta 2, girando a la izquierda luego de Vivoratá por un camino vecinal bastante poceado, o bien por la entrada a Santa Clara del Mar, su vecina junto a Mar de Cobo.
Vida abundante Albergue natural de avifauna, declarada Reserva Mundial Biológica por la Unesco en 1990, el Parque Atlántico de Mar Chiquita deja apreciar ciento ochenta y tres especies de aves, quince de mamíferos, trece de anfibios y reptiles, cincuenta y tres variedades de peces marítimos y continentales, tres de crustáceos. Todo en el mismo lugar y al mismo precio merced a una albufera que allí descansa desde hace siete milenios con sus 5.800 hectáreas de tranquilas aguas que forman parte de las 26.488 del conjunto de la Reserva. Ningún otro balneario de la costa atlántica comparte, ni por lejos, tamaña abundancia. Variedad que va mutando del día a la noche, de la pleamar a la bajamar, con la cálida brisa del Norte o la sudestada. A cada alteración de las condiciones meteorológicas y según la hora del día van asomándose los especímenes que brotan del lecho de los riachos, pueblan los cielos y abarrotan las aguas. Entre estos últimos, el lenguado se ha convertido en la especialidad gastronómica de la zona, muy recomendable a la manteca negra en Bahía del Sol, sobre la costanera de la laguna. A su vera, las guarderías y escuelas de windsurf brindan instrucción y alquiler de tablas para los iniciados en un espejo de agua no menos seguro que accesible. Allí también, en la cambiante laguna, los jet-sky y motos de agua cuentan con espacio suficiente como para evitar superponerse a la actividad de veleristas, pescadores y bañistas. Los fanáticos de anzuelos y cañas se sitúan sobre las extendidas playas de La Boca (de la albufera) en su intromisión sobre el Atlántico, cruzando a un lado y otro por la módica suma de un peso (o lo que sea, a comienzo de la última temporada). Pues La Boca se convierte en la alternativa más popular en su alternancia de laguna y mar, obsequiando hacia el ocaso el espectáculo del sol poniéndose entre los meandros, con una corte de aves que brinda a cada tarde su saludo hasta la mañana siguiente.

Camino a Huai-mea Por los balnearios que enfrentan al océano la población va tornándose más localista y exclusiva a medida que se avanza hacia el Sur. Se despuebla luego de la zona de los hoteles (unas siete cuadras a partir de La Boca) y culmina en Huai-mea, donde la calle Ameghino se zambulle, rincón predilecto de quienes gozan con pararse sobre las olas y avanzar con sus tablas hasta la orilla.
Con el cangrejo como presencia omnímoda, a tal punto que monopoliza el informal escudo de Mar Chiquita, los balnearios se suceden, custodiados por un contingente de consuetudinarios guardavidas, importantes integrantes de la comunidad. A tal punto que, para reyes, sin ir más lejos, se disfrazan de los Magos y reparten juguetes entre la población menuda, casa por casa. Así, en los carnavales y en cuanta oportunidad festiva se presente, son ellos los que disponen, organizan y contienen la fiesta continua. Como si fuera poco, además, o en principio, cumplen con heroísmo su función. Que no es poca ya que, en la sudestadas, los guardavidas sirven de cicerones acuáticos a los bañistas, indicándoles la ubicación de las redondeadas formas rocosas que afloran cada vez que el mar se embravece y quita su alfombra protectora de arena. Para volver a instalarla en la consiguiente calma. Por la noche, los fogones sobre la playa alumbran guitarreadas y los jóvenes se esparcen hacia los chalets o en los contados lugares públicos de esparcimiento. Poco antes, en el atardecer, la actividad se desplaza hacia los paseos en cuatriciclo ($ 10 la media hora) por los médanos que van de Huai-mea hacia el Sur, o bien en caminatas ribereñas que se alternan con un raid destinado a escudriñar las novedades en artesanías locales exhibidas en Factor Visual, sobre la avenida asfaltada esquina Aristóbulo del Valle; a tres cuadras de la playa, bah.
Vidaleros sin vidalas Santuario de caracoles marinos, la ritual caminata por la playa cuenta como límite norte La Boca de la laguna y se extiende, si se quiere, hasta Mar del Plata. Sin llegar a tanto, ha de atravesarse, a unos cuatro kilómetros por la arena desde el centro del poblado, por el Pozo de los Vidaleros. Pese a que su toponimio añora coplas y rasguido de vigüelas, nada más inexacto. Sucede que Mar Chiquita es lugar de fin de semana de los oriundos de General Vidal, pueblo otrora pujante, hoy en vías de extinción, sobre la Ruta 2, a la sazón cabeza del partido de igual nombre donde el balneario se encuentra incluido. ¿Por qué “vidaleros” y no vidaleños o vidalenses?, ése es otro cantar. La cuestión es que el consabido Pozo allí sigue incólume desde hace décadas, ofertando sus profundidades para los más concurridos cónclaves de corvinas negras y rubias que se tenga memoria. También pejerreyes, lisas, tiburones y, por supuesto, robustos lenguados. A su presa avanzan las embarcaciones neumáticas, botadas directamente desde sus trailers en la misma playa o, en la laguna, por rampas habilitadas a tal efecto. Quien carezca de movilidad acuática, por un arancel razonable puede sumarse en alguna de las excursiones de pesca dispuestas por los especialistas en la Laguna.
Durante este –monetariamente hablando– caprichoso verano, un conjunto de lugareños nucleados en torno a la sociedad de fomento se han preocupado en acondicionar el parador de La Boca, cuidar la ecología en las playas y organizar la actividad en las zonas más concurridas. Referentes obligados para toda actividad procuran sostener a pulmón un balneario tan familiar como atípico. Ecosistema singular donde río y mar se aunan en una combinación irrepetible, Mar Chiquita surge como una alternativa válida ante el bullicio que se desparrama a pocos kilómetros en sus vecinas urbanas.

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Escollera aledaña a La Boca. Un panorama romántico hacia la albufera y el mar.
 
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