turismo

Domingo, 5 de agosto de 2007

Paisajes de Guilin

Los célebres pintores de paisajes chinos del medioevo crearon un ideal de paisaje con perspectiva bidimensional donde abundan unas extrañas montañas de punta roma emergiendo entre las nubes, y estrechos sampanes de bambú surcando un río sin dejar estela. Esos paisajes tienen su correlato auténtico en el extremo sur de China –en los alrededores de la ciudad de Guilin–, donde se inspiraban aquellos pintores medievales. Temprano en la mañana comencé la travesía en barco por el río Lijiang. Tras los ventanales del barco las montañas aparecían y se disipaban en un instante entre la bruma. Pero finalmente las nubes se elevaron para descubrir esas particulares cimas semejantes a jorobas de camello con nombres de lo más inspirados: El Cerro de la Rana Despertando, La Colina del Elefante Hundiendo la Trompa en el Agua, La Tortuga Subiendo a la Montaña, El Camello Cruzando el Río. De vez en cuando aparecía algún pescador deslizándose sobre su frágil balsa de bambú sin dejar estela, igual que en los cuadros. Desembarqué en un poblado sin nombre, una de las varias aldeas campesinas aisladas de la civilización que me cruzaría en el trayecto. A los diez minutos de recorrida ya no se veía otra cosa que verdes campos de arroz extendiéndose por varios kilómetros a cada lado de la carretera, con los campesinos inmersos en sus labores y con el agua hasta las rodillas, los rostros enjutos bajo el sombrero cónico. Mientras pedaleaba entre los arrozales se desató una torrencial lluvia con sol que duró unos instantes. Avanzando a duras penas contra el viento alcancé la primera casa de un poblado; una especie de almacén. Ya casi no llovía, pero igual ingresé al refugio chorreando agua. Allí un grupo de hombres en cuclillas formaba un círculo en la penumbra, mientras seguían las instancias de un extraño juego de fichas colocadas sobre el piso. No habían notado mi presencia bajo el marco de la puerta, hasta que uno de ellos me divisó y exclamó algo con severidad señalándome con el dedo. Todos levantaron la cabeza al unísono y estallaron en una estridente carcajada que debe haberse escuchado en todo el pueblo. Luego, un poco más diplomáticos, me ofrecieron té de jazmín y una toalla, y balbucearon algo sobre un tal “Ma-la-do-na”.

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