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EMBARRADOS

 Por Jorge Consiglio

El cuento por su autor

Durante la Guerra Fría, los especialistas en Política Internacional se apropiaron de un viejo concepto –usado con antelación en accidentología, entre otras áreas– llamado Teoría del dominó, cuyos límites estrictos, como los de toda paranoia, se basaban en la convicción de que, si un país entraba en un determinado sistema político, arrastraba a los otros de su área. Obviamente, el riesgo era la expansión del comunismo.

A mediados de los noventa, entre mis amigos se dio un fenómeno al que podría aplicarse esta teoría. Uno de ellos, por casualidad, descubrió una propiedad barata en el Tigre. Se trataba de un terreno chico con una casita de madera de dos ambientes asentada en pilares. La compró de inmediato. Fue la primera ficha que cayó. Al poco tiempo, otro alquiló una propiedad a dos muelles del Museo Sarmiento. Después, mi amiga La Negra se hizo de un espacio hermoso por el Luján y Tiki se fue más allá, llegó casi al Paraná de las Palmas. En total, si no conté mal, fueron ocho los que, de alguna u otra manera, relacionaron sus vidas con el Delta. De hecho, yo también pensé en acercarme a las islas, pero mi decisión se fue evaporando en ese conjunto de dilaciones que conforman lo cotidiano.

Mis amigos buscaban en el Tigre una vida que funcionara como el oxímoron exacto de la que se plantearía más tarde en la misma zona mediante el complejo Nordelta. El hallazgo que se perseguía estaba escondido en la naturaleza (en su contemplación y en una interacción mansa con el entorno), pero, además, se pretendía acceder a una existencia más auténtica mediante una desconexión con lo urbano. Por supuesto, esta módica aventura contó con su relato, que servía para esmaltarla con una belleza hermética. Una de las aristas de ese relato era una noción de violencia que relacionaba a los hombres con el medio.

Muchas historias extremas me vienen a la memoria. Elijo una. Tarde de 35°C. Enero. Los mosquitos no dan tregua. Cruzamos el Luján en el bote de un tal Hermman. Somos La Negra y yo. Antes de pisar tierra vemos una pareja, son los cuidadores que le subalquilan una pieza a mi amiga. La mujer carga un bebé en los brazos; el tipo está en cueros. Es la persona más flaca que vi en mi vida. Llora. Llora a gritos. Dice que el vecino le mató al perro. Dice que se vengó por un problema que hubo en el muelle. No entendemos lo que cuenta: parece ahogado en su propia flema. Ahora nos pide con un gesto que lo sigamos. Sobre unas plantas está el cuerpo del animal con una herida abierta en el lomo.

Escribí “Embarrados” por aquellos años. Quería trabajar con personajes cuya única ley fuera la voluptuosidad. Siempre me intrigó el instante previo a la violencia, ese momento en que se amasa el rencor en los ánimos hasta que explota la furia. Además, el clima riguroso y el follaje del Tigre parecen contribuir, en el imaginario del cuento, a un enardecimiento que se mueve cómodo tanto con la violencia como con el deseo. Por otra parte, también me sedujo el factor azar para resolver la intriga: en todos los órdenes, los detalles coyunturales, velados o evidentes, terminan por resultar definitorios. Por último, sólo me resta agregar que esta historia es real o, mejor, que alguien en un perdido muelle del Capitán me la contó como verdadera.

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