VERANO12 › LUIS GUSMáN

La casa del Dios oculto

De cada uno de mis viajes, mi madre me pedía que le trajera alguna reliquia. Una medallita, un escapulario, una estampita, hasta un poco de agua bendita de alguna iglesia. Eso cuando practicaba el catolicismo. Pero también me pidió la foto de Kardec y la de Pancho Sierra. De alguna manera, en aquellos viajes siempre había un viaje paralelo en el que sucedían cosas extrañas.

Creo que algo de eso sucedió cuando fui a visitar La casa del Dios oculto. Mi madre todavía vivía, ya había abandonado el evangelismo, y si bien se consideraba en el seno del catolicismo, aún conservaba escondido un espiritismo ancestral. Fue ella quien me pidió que visitara La casa del Dios oculto.

Me llamó la atención ese barrio llamado Rojo con puntillas blancas en las ventanas de los burdeles y de la iglesia. Burdeles e iglesias enfrentados, separados sólo por un canal. Al atardecer, las sombras de las dos casas se mezclaban flotando en el mismo color del agua. En la misma corriente que golpeaba las paredes de una mazmorra medieval.

Busqué un café con nombre español que justamente se llamaba Santo Domingo. Siempre prefiero los lugares donde hablan español, por el acento, un abolengo rancio que viene del lado de mi madre.

Hacía dos días que estaba en la ciudad y me sentaba a desayunar en el mismo café. Frente a mí, estaba La casa del Dios oculto, pero sus horarios de visita eran muy restringidos y aún no había logrado entrar. Esperaría. Se lo había prometido a mi madre, y cumplo con ese tipo de promesas que comprometen la fe.

La iglesia se llamaba La casa del Dios oculto. Oculto en el granero o en el desván cuando los católicos holandeses soportaban la persecución de la Reforma Protestante. La camuflaron y la convirtieron en un refugio.

Esa mañana, un hombre se sentó a mi mesa. Se llamaba Dolinder. Miré sus manos. Sólo vi un pequeño anillo de diamantes como una gota de sangre que le manchaba los dedos. Pero se decía que en Amsterdam era común un anillo de diamantes.

El hombre era el encargado de cuidar La casa del Dios oculto. Yo no hablaba holandés pero el hombre hablaba español. Debí haberlo sospechado, porque se notaba que era un cliente habitual del Santo Domingo. Todavía ignoraba por qué el hombre había buscado conversación. Muy pronto terminó con mi curiosidad.

–Hace dos días que está sentado frente a la iglesia en distintas horas del día. Yo soy como su guardián. ¿Qué espera?

–Entrar –le respondí.

–¿Creyente?

–Turista.

–¿Entonces?

–Cumplo con una promesa que le hice a mi madre.

–¿Su madre es católica?

–En este momento de su vida, no sé.

–No entiendo.

–Digo que en otro momento practicó el evangelismo, nunca abandonó el espiritismo y siempre conservó cierta raíz católica.

–Qué extraño.

–Para los otros, no para mí que me eduqué en ese ambiente.

–Mañana puede venir a las dos. Será mi invitado especial.

Dolinder se dedicaba a restaurar objetos sagrados, eso al menos se leía en la tarjeta que me dejó. Cuando se fue me di cuenta de que ni siquiera me había preguntado mi nombre.

A las dos de la tarde del día siguiente una señora salió a recibirme. Me dijo que Dolinder se disculpaba y que más tarde me vería en el Santo Domingo. Como en todas las casas holandesas, los pasos se duplicaban sobre la madera crujiente, los pasos eran acompañados por una música sacra.

La mujer me hizo subir al piso superior, donde me encontré con una iglesia doméstica. Un pequeño altar, dos bancos para rezar. Sobre el altar, un Cristo demasiado grande para esa cruz.

Me asomé a una ventana y me sorprendió ver desde ese lugar las casas de las putas. Pero estar en la iglesia me despertaba cierto temor. Cómo era posible que Dios mismo tuviese que ocultarse en la tierra. Y, por otro lado, un sentimiento ominoso: cómo no temer a un Dios que se oculta.

Al lado del recinto sagrado había otra habitación. Me sorprendí, pero entonces recordé que me encontraba en una casa. En el lugar había un camastro, y en la pared, un Cristo de Flandes. También un secreter sobre el que reposaba una Biblia de tapas negras. Se destacaba una biblioteca con la obra de San Francisco de Sales. Todo parecía dispuesto para la meditación o la penitencia.

Me encontraba en medio de aquella habitación y podría haber jurado que me sentía formando parte de antiguas conspiraciones de la cruz y de la fe. De pronto me llamó la atención un cuadro que, por su dimensión, es posible que no lo hubiera visto antes, pero creo que fue una revelación, como si hubiera salido de la oscuridad para que lo viera. Hasta podría jurar que no estaba antes y que unas manos extrañas lo habían puesto en ese lugar para que mi mirada se cruzara con él.

Era una imagen de la Virgen y Jesús. Una madre y un hijo. El cuadro estaba sobre una pared tapizada de un terciopelo casi violeta. Me acerqué a esa piedad flamenca y me sorprendí de no encontrar en los rostros alargados ningún signo de piedad. Descubrí que la piedad no depende del uso de la perspectiva. La piedad es anterior a ese descubrimiento.

Me acerqué a ese cielo violeta y busqué en el cuadro la firma del pintor. Pero antes, a uno costado del cuadro, para mi sorpresa, descubrí un diminuto picaporte oculto en el tapizado. Presioné, lo hice girar y me encontré con una puerta estrecha.

Mi sorpresa se transformó en espanto cuando volví a ver el Cristo de Flandes en la pared. La Biblia de tapas negras sobre el secreter, la biblioteca con los libros de San Francisco de Sales. Sobre la pared: el cuadro de la piedad esperándome. El horror provenía de que esta habitación era una réplica de la otra.

La habitación secreta me perturbó más que ver una sombra surgiendo de la oscuridad. Era Dolinder, el hombre que había conocido en el Santo Domingo. Una habitación doble destinada en otros tiempos a esconder a los perseguidos por practicar el catolicismo.

–¿No cree verdaderamente que se ha encontrado con La casa del Dios oculto? Quizás abrió una puerta que no debió haber abierto nunca –dijo Dolinder con cierto tono irónico.

–¿Qué hago entonces con mi equivocación?

–Se podría decir, Vázquez, que Dios estaba oculto pero estaba esperando a su mensajero. Yo escuchaba sus pasos y por la hora no podría ser otro que usted. Tengo un trabajo que encargarle.

–¿Cómo sabe mi apellido?

–No hay secretos en el Santo Domingo.

–¿Por qué cree que podría ser su mensajero? No creo en los mensajes del más allá.

–Pero su madre sí.

–Podría negarme.

–Sería ridículo que le dijese que tengo un revólver debajo del escritorio.

–¿De qué se trata?

–Usted sólo será un intermediario. Quiero que mañana por la mañana se encuentre con una persona en la plaza que está frente al Gran Hotel.

–¿Como me reconocerán?

–Por eso no se preocupe.

–¿No es ir demasiado lejos con este misterio?

–Ahora sí va a poder salir por donde entró. Les va a dar un sobre y le van a entregar algo a cambio, tráigamelo.

–Insisto, ¿cómo averiguó mi nombre?

–Ya le dije, Dios está oculto pero todo lo ve.

–Como cuando éramos niños.

–Así es, como cuando éramos niños.

Cuando me quedé solo en el Santo Domingo me pregunté por qué mi madre me habría enviado a ese lugar. ¿Alguna de sus videncias? ¿En trance habría recibido la visita de algún espíritu que vivió en este lugar? Pero ella nunca me expondría a un peligro. Trataba de pensar que no se trataba de un sueño: la Biblia de tapas negras, el camastro, la piedad, el Cristo de Flandes. Cuando salí de la habitación en que Dolinder se quedó sentado todo estaba en su lugar y todo parecía dispuesto para que las cosas sucedieran como estaban sucediendo. Llegué a la conclusión de que Dolinder tenía razón y yo sólo era un mensajero.

Caminé, como un espíritu errante o como un perro sin dueño deambulé un par de horas perdido entre casitas de cristal, pelucas rubias, botas plateadas y satenes de colores tenues. Volví al café Santo Domingo como un marinero desembarcado que lleva dos días en tierra oyendo correr esos humores en el cuerpo con esa enfermedad de las putas que vuelven melancólicos a los hombres. Como si mi cuerpo estuviese atravesado por canales de aguas oscuras y rojizas y mi organismo se hubiera transformado en un ser extraño a mí, un ser que destilaba resentimiento, miedo y, por primera vez, superstición.

La cita era en la plaza Dam, donde estaba el mercado de flores. El café quedaba casi enfrente del Gran Hotel. De pronto se acercaron a mí una monja, una enfermera, y un hombre en silla de ruedas con smoking y una flor blanca en la solapa negra. Una sola flor en medio de tantas flores llamaba la atención.

La monja, tan oscura y la enfermera, tan blanca: el contraste era perfecto y hacía que uno dirigiera la mirada hacia ellas olvidándose del hombre. Las dos mujeres lo transportaban en la silla de ruedas. Por la postura que éste adoptaba en la silla se notaba que era alguien no acostumbrado a usarla. No parecía un inválido. El hombre estaba disfrazado de enfermo, estaba pálido, lo habían maquillado de cadáver. Le habían teñido el pelo de blanco. Le aplicaban un inhalador y él fingía ahogarse.

Se alejaron un poco y advertí que los tres llevaban carteles en sus espaldas: “Estamos a favor de cualquier exceso”. Y abajo, en letra más pequeña: “incluso del ascetismo”. Se autodenominaban: “decadentes”.

Volvieron a acercarse y recién entonces reconocí a Dolinder. A la manera mafiosa, se llevó los dedos a los labios y me hizo una señal de silencio.

Me pregunté: ¿por qué Dolinder habría montado esta comedia?

Los hombres que Dolinder me había enviado a ver como si fueran un ramo, ya que parecían inseparables y formaban un conjunto, surgieron de entre las flores. Eran dos. Vestían de negro. Eran jóvenes y modernos. Cuando dijeron mi apellido asentí con un movimiento de mi cabeza.

Busqué el sobre que tenía en el bolsillo y se lo entregué a uno de ellos. Nunca nos sentamos a la mesa. Después de verificar el contenido, me entregaron un maletín negro bastante pesado. Se movían con libertad. O no sospechaban que Dolinder pudiera estar espiándolos o simplemente no les importaba. Juntaron sus dos cabezas para saludarme y en ese momento me corrió un escalofrío, parecían gemelos.

Comencé mi camino de regreso hacia La casa del Dios oculto. Para mí, la iglesia había dejado de ser la iglesia y se había transformado en el refugio de Dolinder.

Dada mi situación, yo necesitaba de un acto que me devolviera a la tierra. A mi tierra, no a la de Dolinder. Por eso comencé a caminar con la sensación de sentir calor en el cuerpo. Tenía la ropa empapada. Pero esa sensación de humedad me devolvía a mi envoltura carnal.

Me sentía con derecho a ser el único, el elegido, para entrar en La casa del Dios oculto y volvernos a encontrar en la habitación clandestina. Sin embargo, sabía, sin que lo hubiéramos dicho, que debía marcharme.

No sé si fue por la posición de Dolinder en la silla de ruedas, pero recordé entonces un Cristo jansenista que me había llamado la atención en otra iglesia. Tan cismático entre los otros Cristos. No era un Cristo de brazos abiertos al mundo sino un Cristo de brazos recogidos, señal de que son pocos los elegidos.

El mismo Dolinder me confirmó la idea de ese Cristo metalizado. Quizá por todas las palancas metálicas que componían la silla, brillante en medio de la oscuridad.

Cuando entré, lo vi sentado en penumbras, ya sin maquillaje, menos pálido.

Le entregué el maletín y ni siquiera lo revisó; lo guardó debajo de la manta que lo cubría. Sobre la mesa estaban los anteojos oscuros, la flor, el inhalador. Faltaban las dos mujeres. Cuando pregunté por ellas, me dijo: “Dos putas alquiladas”.

No hizo falta que me aconsejara que lo mejor era marcharme de la ciudad. Tampoco que le preguntase qué había en el maletín. No importaba. Yo sólo era un mensajero. Recordé entonces un refrán de mi madre que me protegió de cualquier curiosidad: “Menos averigua Dios y perdona”. Mucho más en La casa del Dios oculto. Lo que había en el maletín debería permanecer oculto para mí.

Me formulé mis suposiciones, dos o tres preguntas pasaron por mi cabeza. ¿Droga? ¿Diamantes? ¿Dinero? Entonces agregué otra D: Dios. Y pensé en una miniatura de aquella piedad. Una madre y un hijo.

Nos despedimos con la promesa mentirosa de volver a vernos. Sentí que me estrechaba la mano con una cordialidad excesiva, al borde de la desesperación. Nunca sabría de qué se despedía Dolinder, estrechándome la mano de esa manera.

Un frío me recorrió la mano. No fue ningún fluido espiritista. Fue el contacto con el oro. Dolinder me colocó un anillo con un diamante engarzado que luego de años, y a medida que mi mano fue engordando, se ha vuelto cada vez más pequeño.

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