VERANO12 › POR FEDERICO BIANCHINI

Círculos en el agua

Al día siguiente, en el pueblo no se hablaba de otra cosa y, sin embargo, hoy son pocos los que se animan a decir que lo que pasó fue la causa de lo que vino después. En realidad, son pocos los que se animan a decir algo. Recibimos la noticia del accidente de Farkas como un dato previsible, algo demorado que estaba por suceder: el principio de todo. Y esta mañana, hace un rato, al abrir los ojos apenas despertarme, sentí la picazón en la piel, igual que los demás. Y antes de verme los puntos rojos en los brazos y las piernas supe que no es cierto aquello de que en este pueblo, o lo que queda de él, no se puede estar peor.

Quizá sea el momento de irse. De dejar todo y buscar una esperanza en otra parte, como hicieron los otros.

A veces, pienso si hubiera podido cambiar algo. A veces dejo de prestar atención y me descubro distraído imaginando las mismas escenas pero con un final distinto. O me despierto, sobresaltado, con las imágenes de esa tarde calurosa cuando escuché el ruido detrás de mí, el chapoteo en el agua y sin volver la cabeza, seguí esperando que la línea se tensase. El bote se mecía suave, a esa hora en la que además de encandilar, el sol empieza a arder sobre la piel.

–Ahí atrás –dijo tranquilo Farkas.

Con la mirada perdida, señaló unas burbujas que explotaron silenciosas sobre la superficie del lago.

–Acaba de aparecer. El ruido que escuchaste era ella.

–Parece que las ranas aullaran –dije, por decir algo.

En el pueblo todos conocíamos la historia.

–No me creés –con la mano se limpió la transpiración de la frente; parecía cansado–.

–Nadie me cree.

Y de nuevo, con las mismas palabras que usaba siempre, volvió a contarme aquella madrugada de domingo. Su padre le insistía para subir al bote: iba a amanecer y para la pesca, solía repetir, era fundamental la penumbra. Lo recordaba como si fuera hoy. Un rato más tarde, esperando el pique en el medio del lago, el sol detrás de los árboles, vio el contorno de la cabeza, el pelo mojado, pero el reflejo lo cegó y cuando se cubrió con las manos, ella ya no estaba. En el agua sólo había círculos, concéntricos, cada vez más grandes.

Le cebé un mate. Lo agarró sin mirarme, como si lo que me estuviera contando fuera lo único importante.

–Ese año la vi tres veces más. Siempre igual. Siempre de lejos –dijo y bajó la voz–. Nunca entendí por qué me había elegido.

Ahora pienso que quizá ella supiera que iba a pasar lo que pasó. Como quienes conocen su destino y sin saberlo caminan hacia él. Agarré la caña antes de que se cayera. Recogí la línea: en el extremo, un pejerrey chico aleteaba furioso.

–La cola de un verde plateado –dijo–. Y cuando el sol la iluminaba se veían destellos azules y rojos.

Desde aquella madrugada y durante semanas, al salir del colegio Farkas había ido a la orilla del lago. Los domingos acompañaba a su padre, que no terminaba de entender ese repentino fanatismo por la pesca. Y sin embargo, a pesar de las horas desperdiciadas mirando el agua, viendo a los pájaros como flechas hiriendo la superficie del lago, ella no apareció hasta unos meses más tarde. Por momentos, buscándola en la inmensidad de esa agua tranquila, Farkas dudaba si no habría sido un sueño, el deseo de su imaginación.

Hasta ese domingo en la orilla en que su novia lo interrumpió con un grito: había visto en el medio del lago algo que, supuso, era una nutria. Y él entendió, dijo, como sólo entendería quien comparte un código íntimo, que fuera lo que fuera se había puesto celosa.

Al día siguiente, Farkas habló con su padre y le pidió el bote. No sabía cómo ubicarla, así que esperó que lo encontrara. Las mismas palabras que usaba siempre. Se acostó, boca arriba, mirando la forma cambiante de las nubes, un rato largo, hasta que escuchó el chapoteo. Al verlo incorporarse, ella se alejó unos metros. El le pidió: quedate tranquila, pero un avión pasó sobre sus cabezas y cuando volvió la vista al agua, ella ya no estaba.

Desde esa tarde, sentado sobre alguna piedra en la orilla, Farkas esperaba con ojos atentos, tratando de divisar algo que se moviera, intentando vencer la tenaz imagen de las nubes y los árboles reflejados en la superficie lustrosa.

Cuando conseguía que su padre le prestara el bote, lo anclaba en la mitad del lago, para buscarla en la oscura transparencia del agua. Ya no le interesaba pescar. La espera, afrontada hasta hacía poco como una tranquilidad necesaria, era ahora expectativa. Cuando ella aparecía, se miraban sin hablar, durante un rato largo, hasta que desde la orilla alguien gritaba o él trataba de acercarse.

Durante años habían mantenido esa relación silenciosa. Se dio cuenta Farkas, eso no era amor sino utopía y decidió dejar de verla. Pasó varias semanas sin ir al lago: intentó olvidarse de ella, de la expresión y su mirada.

–Pero hay ciertos recuerdos que no se pueden hundir: como pescados muertos, flotan en la memoria.

Volvió como sabía que iba a volver. Y, como sabía iba a pasar, ella ya no estaba. Quizá disfrutando en algún modo la culpa, alargando la espera, mantuvo la pesca inútil arriba de ese bote desvencijado. Escuchó los pájaros hasta (creía) llegar a identificarlos. Debió convencerse de que lo que hacía formaba parte de un rito absurdo pero necesario, siguió levantándose antes de que amaneciera, recordando los consejos de su padre, ya fallecido, a pesar de que la intención no era pescar sino encontrarla. Siguió yendo, no me lo dijo pero pude darme cuenta, porque de alguna manera se convenció de que sin ella su vida no tenía sentido.

Hasta unos días atrás: la había vuelto a ver, tímida y silenciosa.

Desenganché el pejerrey del anzuelo. Esperé el estertor.

–Por eso te pedí que vinieras. Necesito que me ayudes.

Después de explicarme su plan sin mucho detalle, remó en silencio hasta la orilla como concentrado en lo que iba a venir.

Al volver, en el sendero que separaba el lago del pueblo, me pareció reconocer, a lo lejos, caminando hacia nosotros, a la señora Dulke y su marido. Pero no nos los cruzamos. Y fue Farkas el que habló, como si se hubiera dado cuenta de que yo había percibido algo extraño en la forma de actuar del comisario y su esposa, el que dijo que en el pueblo todos estaban convencidos: creían que se había vuelto loco.

Lo evitaban. Salvo el viejo Añeri y yo, que a partir de esa tarde cuando lo veía en el bar me acercaba. Le preguntaba cómo era ella, aunque cada vez, con la misma expresión que cuando oteaba la superficie del lago, Farkas se sumergía en su silencio.

No pude imaginármela. No supe cómo era hasta que la vi. Un día antes de que Farkas tuviera el accidente.

Acepté acompañarlo en el bote. Acepté ir, poco antes de que amaneciera, y preparar las redes, esconderme para que ella no me viera.

Lo que sigue después es confuso, como si el aullido me hubiera afectado. Recuerdo sí, la advertencia del viejo Añeri, los botes, la gente en la costa, la voz de Farkas susurrándome que ella se acercaba. Los tirones de la red que se hundía en el agua y la expresión de la cara de esa mujer sumergida, los ojos que parecían pedir clemencia. Farkas me hizo una seña y levantamos la red.

El pelo negro, la piel pálida casi transparente, las densas venas azules, pezones oscuros y una cola verde, con escamas, que aleteó fulgurante. Luego, el grito. Un aullido agudo que nos hizo estremecer.

Solté la red: tuve que taparme las orejas, apreté bien fuerte las manos contra la cabeza, y sin embargo el dolor en los oídos se mantuvo, parecía surgir desde adentro. Entendí que Farkas debía haber hecho lo mismo porque ella cayó sobre el piso del bote: desnuda y brillante coleaba frenética.

El aullido se transformó en una especie de ahogo. Como si el sol fuera ácido, la piel pálida fue envejeciendo, de a poco se volvió rígida; y ella con la expresión del grito fija en la cara se fue transformando en un cuerpo disecado.

En silencio –sólo se oía el golpeteo de los remos en el agua, las cigarras, el trémulo canto de un pájaro—, volvimos hasta la costa. Farkas cargó el cuerpo en la red, la red al hombro y caminó sin hacer caso de los que estaban reunidos en la orilla. Lo vimos perderse más allá de la ruta, detrás de ese cuerpo seco que no parecía pesar demasiado.

Luego, la señal de la desgracia había sido dada, los hechos se sucedieron abrumadores.

Las imágenes del velorio de Farkas se me confunden, como si todo hubiera pasado hace demasiado tiempo. La felicidad, decía el viejo Añeri, es el estado de sufrimiento que teníamos cuando nos creíamos desdichados.

Como no se puede describir la quietud, no sabría definir lo que cambió en el pueblo, pero nadie podía decir que todo seguía igual. Hasta el silencio era distinto.

Los primeros en darse cuenta fueron los chicos que preguntaron por qué habían desaparecido las luciérnagas. El lago, cubierto de algas mórbidas, la forma en la que el viento sacudía los árboles. Esa misma tarde, al entrar al bar y oír el murmullo intranquilo, pensé que el pueblo agonizaba.

El viejo Añeri con el sombrero puesto, los codos sobre la barra, la mirada hacia las rodillas, habló sin levantar los ojos, como si no necesitara verme para saber que estaba ahí.

–Hay que encontrar el cuerpo –dijo–. Tenemos que devolverlo.

Salimos juntos del bar. La casa de Farkas parecía abandonada. Tuvimos que forzar la puerta. Revolvimos la ropa en los armarios; buscamos un sótano oculto, una trampa en el piso, pero no encontramos nada.

Al salir, el viejo Añeri señaló el cielo. Una sombra de sonoros puntos negros pareció descender sobre nuestras cabezas queriendo ahogarnos en esa oscuridad.

Vi al viejo agacharse y lo imité al tiempo que escuchaba el vibrar de cientos de langostas volando sobre nosotros, encima de nosotros, chocándose entre sí, inofensivas, llenando el aire de gritos de mujeres desesperadas. Acurrucado en el piso con los labios bien juntos, dando manotazos ciegos en medio de esa nube de repulsión, supe que era tarde.

Muchos decidieron irse. Otros todavía esperamos que todo pase, pensando ilusos que en algún momento esto tiene que terminar. Pero vinieron las cosechas, los nacimientos blancos y la enfermedad. Además del chapoteo que algunos todavía dicen escuchar, seguido de burbujas silenciosas, de círculos concéntricos que al menos en la imaginación se van haciendo cada vez más grandes.

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