VERANO12

El simple arte de besar

 Por Miguel Angel Molfino

“Bésame, bésame mucho/ que tengo miedo a perderte después”

(Bolero de Consuelo Velázquez)

Yo lo conocí en el 48, cuando Lázaro Ceballos hacía seis meses que no besaba y nadie sabía de su desgracia y ninguno de los que lo frecuentaban le prestaba un poco de asombro o compañía. Yo lo conocí y fue una casualidad enterarme de que no eran venéreas las que lo atacaban. Se agarró una purgación macho, se decía en las mesas y en las camas fraudulentas de La Esterlina. Y las putas, como si la versión las enjoyara, jugaban a olerse el sexo y reían y gritaban Fulana lo pudrió para que Fulana entonces dijera Exprimime un limón y vas a ver que no me arde.

Hasta Nelson el brasileño, con todo su olor a alcanfor, lo contaba, gordo, dichoso y obsceno, mientras acariciaba a su soldadito de turno.

Yo era fotógrafo y hacía sociales desde el 39, desde que llegué a Corrientes. Así fue como lo conocí, en un asado del Partido Autonomista: una foto todavía lo recuerda, acaso más grueso y joven, brindando en esa noche de un febrero irrespirable. Después nos encontramos varias veces, casi siempre en el Morocco, copetín de por medio.

Y una noche, una madrugada de relámpagos y truenos, tal vez empujado por el Fernet, acaso por el deseo de medir en otro el tamaño de su desgracia, me lo contó, me lo fue contando de a tiritas, detrás del humo, como mal copiado en esa noche, tan distinto; y primero todo parecía un bolero, después ya no y encima esa orquesta de rumba caída de Buenos Aires, la Sonora Pernambuco; y la lluvia y el aire rancio y las parejas que bailaban azuladas, ilegibles, como en el fondo de un sueño.

Ahí supe que no se trataba de venéreas sino de Hollywood porque Hollywood tuvo la culpa.

Ahora que lo pienso, Hollywood terminó por cambiarnos a todos. Occidente es otro desde Theda Bara. Hasta la reina de Inglaterra debe coger distinto. En el 48 todavía no lo sabíamos. Debieron pasar años, roernos con los días, envejecer al descuido, ingenuos o distraídos de las desdichas que podrían abrirnos la RKO o la Paramount. Lo de Lázaro fue una bengala o una opacidad en el brillo, y no terminó de avisarnos: denodados y tercos, nosotros.

Oliendo a Brancato, sentado, con ese saco blanco de piel de tiburón, cruzado de piernas, hamacando la indolencia de su zapato de charol, en esa noche desigual, escuchó al speaker abrir el espectáculo como si hubiera salido a caminar y dejado su cuerpo acomodado en la silla. Justamente él, parrandero como era.

Por las tardecitas gustaba bajar por Junín y paladear mujeres en la costanera: las manos en los bolsillos y una sonrisa inmisericorde destellándole en la boca. Le decían el Califa, propenso al harén como era, aunque nunca se ufanó de esa suerte porque la vivía en discreción, como una secreta terneza. Tal vez por eso jamás tuvo dos novias en el mismo barrio. No es de caballeros el hacer sufrir a las damas, dictaba a sus discípulos en las mesas de La Tentación, al borde de un café negro, suspirante, echado hacia atrás, entornando en sus ojos una porción de Edén.

Un buen día se estrenó Saratoga en el Ideal, aquella con Clark Gable. Y Lázaro asistió al estreno. Jamás pudo advertir de qué modo la escena final le iba a cambiar la vida.

Minutos antes del cursivo The end, Clark Gable sostiene un vasto beso con la muchacha. En la oscuridad del cinematógrafo todos estamos muy solos, como sin Dios, insepultos en esa muerte de seda gris y parpadeos. Lázaro, amparado en el siseo y en la luz turbia, cónica, echa lágrimas y hasta llega a mimar el tenaz beso de Gable. Al encenderse la sala presiente que sus novias acaso vivan con insatisfacción sus besos. Se atribuye impericia, una malsana proclividad hacia el desorden. Clark Gable le acaba de probar que el arte de besar es una disciplina minuciosa, lenta, organizada en infinitesimales procedimientos de los labios y la lengua.

Y cuando el falso caribeño terminaba de presentar a cada integrante de la Sonora Pernambuco, bajo la llovizna del bongó y los truenos, Lázaro Ceballos sonrió y los dientes sombreados de nicotina parecieron rosados después azules y luego rosados una vez más y cerró la boca como si cerrara una pesada ventana y encendió el cigarrillo con el que jugueteaba desde hacia un rato. El resplandor del fósforo coincidió con un trueno y le dije Esto parece una escena de Cecil B. de Mille y como yo no estaba al tanto de sus pesares me estrelló una mirada recta y suave como de niño tomado en una mentira cuando la bulla rumbera aplastaba las nubes de humo contra el techo. Siete taza de café, mi negra, ven a vé, siete taza de café, porfiaba la rumba y él iba por su cuarto Fernet. Sorteando las espadas rojizas de los farolitos, como un cangrejo, incierto, se apoyó casi en la mitad de la mesa, los codos rozando los vasos y dijo Total estamos entre hombres y asentí y preguntó si había traído mi cámara fotográfica y dije que no, que cuando se anda de farra no se trabaja y él: Eso lo dijo Errol Flynn en no sé qué película y asentí y volvió a preguntar por la cámara y sonreí pero él no, sólo murmuró: Te perdiste la ocasión de sacarle una foto a Hopalong Cassidy y la voz sonó ajena a su boca como si hubieran hablado los bronquios; Que todos los presentes salgan a bailar (redoble de tumbadora) Amable concurrencia, éste es el ritmo del ¡Mambo! (clarinete, trompeta y bongó), ¿Viste Saratoga?,preguntó.

La madrugada que siguió a Saratoga fue difícil, calurosa. Anís, media botella de anís, mientras el sopor trepa las paredes y regresa sobre la figura de Lázaro en calzoncillos como un sudor envenenado.

Imagina a sus novias, cuchicheantes, conjuradas en el repaso de sus fatales defectos en el beso. Se duerme hacia el alba: las fetas de luz que filtran los postigos rayan el cuerpo de Ceballos, vacío de inminencias. Entre las dieciséis y las veintidós de ese día, visita a cada una de sus prometidas. Aída, Mirna, Celina y Olinda. Se viste con el traje azul marino, se engomina y perfuma como en sus grandes momentos. Sale y se deja frotar por la tardecita.

Con palabras de sombra, Lázaro Ceballo explica sus desasosiegos. No descorre los velos. Entre mangos y gomeros, oyendo el suave rasguñar del plumetí o la organza sobre las pieles estremecidas, desdeña cualquier efusión o socorro: suspiros, miradas, los animales roces de la carne. Y cuando el beso parece precipitarse, deseoso, se recompone, arma su voz de tenorino y ruega: Perdonáme, Olinda (por ejemplo) no nos vamos a besar por un tiempo. Es una decisión muy íntima que me excuso de comentar.

Al pedir el nuevo Fernet, el aguacero retumbaba en los techos del Morocco.

La amistad, la lástima, impedían la morosa zapa del aburrimiento. Yo llevaba dos ginebras y la Sonora tocaba como si fuera esa noche la última vez. El mozo del Tatuado, baila, bailando va, su rumba rumbera de carnaval.

No haber nacido en jolivud, y yo: Ahá y prendí un cigarrito holandés. Si uno nace en Jolivud, sabe besar: Las grandes pestañas se le cerraron como si entraran de a poco en una somnolencia afligida.

En la pista azulada, Olinda bailaba besando a un bancario y Lázaro hablaba de Hollywood y no le dije nada. Después la vi cuatro veces más hasta que la bajaron de cartel... ¿A quién le importaba Senda de la muerte? (Gracias amigos, gracias... Y ahora, para agrado de todos ustedes y continuando con el bailable del Club Morocco ¡Rolando Ross y su típica Buenos Aires!).

Claro, decía. Se recostó de golpe haciendo rechinar el respaldo de la silla y pareció que la vieja apostura se le había escurrido, como un gas, por debajo de la corbata. Vos me entendés, decía, no fue nada bueno morirse tan temprano, morirse de la boca, tan joven, y sí, qué mierda, dije y él estiró los labios y le despuntaron los dientes, parejos, ahora blancos como de hielo. Por eso practiqué, empecé esa misma noche, en casa, cerré todo y no creas que estoy en pedo y no por favor Lázaro, como pensás que estoy creyendo eso (...el día que me quieras... la rosa que engalana: la Típica Buenos Aires), y puse el espejo en la pieza, lo colgué y empecé.

Desnudo de la cintura para arriba, se pasa horas besando al aire frente al espejo. Estudia, corrige y mejora sus visajes. Yo me preocupaba de los hombros, no sé si viste en Saratoga, Clark Gable se inclina así, para este costado, un poco y con las dos manos, así, despacito, le agarra los brazos a la mina; las manos fuertes la agarran, suaves y la empieza a apretar y los hombros son importantes porque ella queda así, para el lado izquierdo, servida para el beso; (Y ahora, en nuestra maravillosa noche del Morocco, Rolando Ross y su Típica Buenos Aires nos entregan ¡El choclo! Aplausos para ellos). Pedí otra ginebra, con hielo, soda y aceitunas. Una morocha salida de la revista El Hogar pestañeaba la mesa pero Lázaro la tenía ahí, entre los brazos, frente al espejo, solo, y la lluvia quería amainar y los truenos parecían rocas arrastradas por encima de los árboles. El mozo trajo la ginebra y le encendió el cigarrillo a Lázaro.

Durante días, Lázaro se encierra en el aire obsesivo del cuarto. Con un trapo quita el polvo del espejo y comienza a besarlo.

Es dificultoso pero no imposible vistear cómo se mueven los labios, el lento merodeo de la lengua. El espejo se empaña, lo repasa con el trapo y vuelta a empezar. Labios, lengua, primero labio inferior se abre y el labio superior baja, deja una traza de humedad y saliva y se abre, lengua hacia arriba, hacia abajo, hacia arriba y labio inferior que atrapa la lengua de ella, y como hace calor, Lázaro aspira hondo y retrocede, se aprecia en el espejo, arrasa la transpiración de la frente con el trapo, arma los brazos, parece un torero de perfil, azuzando inmóvil al toro de los besos y recomienza. Supone que ha modificado el trabajo de su labio inferior, no así el de la lengua: ensaya entonces lengua empañando una y otra vez su propia cara lustrosa, patinada de brillos, en el espejo.

Son semanas las que atraviesa sin atinar con el ritmo, la cadencia necesaria. Apenas prueba bocado. Adelgaza en ese ímpetu obstinado. Por momentos descree de su naríz, se le ocurre que los ojos, sus ojos, han perdido el parpadeo y que ahora trasuntan la quieta ironía de los párpados de Gable.

Lloviznaba entre un horizonte lejano de truenos. Dos parejas fantasmales bailaban separadas en la pista blanca, sucia de humo y tedio. Le pedí al ruso Jaime un maniquí y él me aconsejó que besara con óperas de Wagner, pedime otro Fernet, y se lo pedí. La Típica ya no estaba y unos valsecitos se estiraban sin gracia en el local semivacío y las dos parejas bailaban y bailaban, desteñidas y tristes, como eternizadas en ese girar soporífero. No te das una idea de cómo cambiaron las cosas con Wagner y dije me imagino y él: No, no te imaginás, tal vez, dije y él cabeceó como si su mandíbula fuera de plomo.

Clark Gable había perdido la batalla y Hollywood y todos esos desgraciados de las cintas. Lázaro busca el maniquí a la siesta. Hace jarra con el brazo derecho y lo porta. El disco viaja en la otra mano: una gran pastilla negra y en su centro, una banda circular morada donde se lee, en letras de oro: Wagner. En la esquina de La Esterlina lo avista Nelson el brasileño y lo invita como tantas otras veces. Ni por cien pesos, le grita Lázaro y Nelson se sacude con una carcajada gorda y llama con sus dos manitos azuladas a las chicas que salen en tropel para ver el maniquí y a Lázaro y al disco, vaporoso de sol blanco, subiendo hacia la plaza Cabral.

Frente al espejo el maniquí es más que nunca un maniquí. Tieso, calvo, de pechos puntiagudos y sin pezones, con pellizcos blancuzcos que descubren la piel falsificada, la entrepierna ciega. El maniquí espera opaco mientras Lázaro coloca en la victrola el disco del ruso Jaime, el disco de Wagner. Los primeros sones rebotan entre las paredes y Lázaro recuerda a la Bella Otero y se aproxima y huele el vapor de manzanas ácidas que exuda la mujer de pacotilla hasta rozar con su naríz el pómulo frío, rosado. El pómulo frío, rosado, es para Lázaro la inermidad y la audacia: sin juicio, sin más misterio que él mismo, ese contacto no lo confunde, al contrario, lo empuja al celuloide, lo achata y sin contrastes, bandeado por el coral heroico de la música, Lázaro cruza un terreno de fuego y gloria. El espejo –como un afiche del Ideal– muestra la espalda desnuda de la mujer tiesa y entregada y dos manos que avanzan envolviéndola y el rostro minucioso de Gable, la raja irónica de sus ojos cerrándose: el principio del beso.

Los labios rígidos reciben, mojados, los otros labios, olvidados, sin cuerpo y la lengua exploradora (arrastra la fina capa de polvillo y yeso) y la baba que segrega todo beso, cintilante, en la oscuridad más oscura del mundo (la boca se engruda de polvillo y saliva) y el crujido de la pasta que se descascara (el jodido diente rompió un trozo de labio) y Wagner desatando una noche demoníaca en el Valhalla, entre los tambores nocturnos, africanos del pecho.

Ahora es una sola, la última pareja que recorre la pista sumisa y deshabitada, como patinando sobre hielo, perdida en un foxtrot.

El maniquí con Wagner, ¿entendés?, y yo: sí. Lázaro se había desmadejado, corría el riesgo de chorrear como un líquido, en cascada, por la silla y hacia el piso, efectos del Fernet. Pero no progresaba porque ningún maniquí tiene boca y bueno, no progresaba, hermano, y Lázaro sorbía traguitos del Fernet ya aguado y un piano y una trompeta sonaban desde la Víctor invisible y la pareja ondeaba única, irrepetible, entre las mesas vacías y los bloques de humo. En esa época besaba todo: cuando me cansaba del maniquí, besaba la almohada pero no es lo mismo. Después pensé en el cuchillo. Los truenos acezaban desde una distancia corta, como si reventaran a dos cuadras del Morocco.

Con una cuchilla de cocina le abre una boca, escarba en el yeso. Un boquete anómalo en el plano sin rasgos de la cara del maniquí y vuelta a empezar: suave y evidente, se reclina y aproxima su boca al hueco que todavía pierde trocitos de yeso. La saliva ingresa como un aceite y la lengua oscila removiendo engrudo de yeso mientras los ojos espían, baten el espejo y la escena y los labios que se aplastan y gimen, Gable cierra los ojos, se sumergen en una ciénaga negra y caliente y la tempestad del abrazo aprieta el cuerpo y la pelvis de Lázaro se hunde en la pelvis abstracta del maniquí y el brazo que envuelve el cuello suda, aferra toruno, desatado y primero es el ruido (no es Wagner).

Le dije vamos porque el codo no acertó a la mesa y casi se cayó, pero él: No, mierda, estoy bien. La pareja de baile se había esfumado. El silencio a toda luz de la pista y las mesas despobladas crecían como el amanecer que, más allá de las paredes verdes del Morocco, temblaba aguanoso y espejado por la lluvia.

Cuando sentí el ruido no supe qué pasaba y como yo seguía besando, tragando yeso como un desgraciado, distraído, me enteré recién cuando la cabeza me golpeó el hombro y cayó como si cayera una sandía y se deshizo, se partió y se hizo polvo y sólo la boca, el pedazo donde estaba la boca, quedó como haciendo una “o” blanca, humedecida y Wagner como si nada hubiera pasado, meta orquesta y gordas pegando alaridos. Los mozos empezaban a barrer el local, apilaban mesas y sillas, silbaban y las primeras moscas del nuevo día giraban en el agobio de las lamparitas de colores.

Desde Saratoga, ninguna boca de mujer fue visitada por Lázaro Ceballos. El trozo de boca que sobrevivió al accidente, la boca de yeso del maniquí, con el tiempo y con el repetido asedio se desmenuzó y fue necesario tirarla como un pingajo, roída de besos.

De allí la espesa tristeza que despertaba su figura, el traje de dril claro, los zapatos de charol, taconeando y como esfumado por la melancolía, cada vez que salía a pasear por las tardes y a lo largo de la costanera, disparando sobre las chicas, su ancha y estéril sonrisa.

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