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A la hora de las iguanas

Claudia Martínez

Todo lo que sé sobre los muertos me lo enseñaron mis tías: tía Irene, tía Susana y tía Marcia, las tres hermanas de papá. Tía Irene nos machaca que con el velorio no basta, que a los muertos hay que cuidarlos siempre: día y noche en nuestros corazones, prender una vela en su nombre todos los días del Señor, y visitarlos como mínimo una vez por semana, si es domingo mejor, que es el día de mayor angustia para todos, muertos y vivos. Tía Susana dice que llorar y patalear una tarde y una noche y después dejar abandonado al muerto a la buena de Dios es muy fácil. Lo que pasa, agrega, es que nadie exige menos que un muerto; pero la gente sensible como nosotras percibe su dolor, y ese dolor es grande.

Mamá murió hace dos años y medio, y como mi hermano y yo según las tías somos buenos chicos pero tenemos pájaros en la cabeza, ellas se ocupan de recordarnos que debemos visitarla y cuidar su tumba. Papá no dice nada, él va solo en bicicleta y nunca insiste para que lo acompañemos. En cambio cuando tía Irene llama los domingos a la mañana –es la única vez que lo hace, no tenemos noticias de ella el resto de la semana– para recordarnos nuestro deber, con mi hermano ya sabemos que tenemos que estar puntuales a la hora de las iguanas, que es a las tres, dice la tía, no a las dos y media ni a las cuatro, y aunque en el camino jamás nos cruzamos con una y ella da gracias al cielo de que así sea porque odia a esos bichos, el horario no se cambia y la hora de las iguanas tampoco. Luego nos dice que nos bañemos, que llevemos gorrito si es día de sol, botas de goma si está feo, y que sólo se suspende por lluvia torrencial. Hoy no llovió, al contrario, el sol picaba, así que fuimos.

Las tías preparan una canasta grande con el equipo de mate; llevan torta, galletitas, jugo y caramelos. Tía Marcia se ocupa de juntar flores, si no tiene en su jardín les pide a los vecinos: azucenas, fresias, alguna cala, hoy voy a ver a mis muertos y mis flores están tristes, las quemó la última helada, nos cuenta que les dice. Repite lo mismo en distintas casas del barrio hasta tener un ramo bien grande que sumerge en un baldecito y luego envuelve en diarios y lo deja listo para la tarde.

El cementerio está en las afueras del pueblo, tres kilómetros al sur. Para el viaje, las tías se protegen del sol con pañuelos y sombreros, llevan siempre un palo de escoba por si aparece una culebra, comen semillas de girasol y charlan sin parar todo el camino. La tía Susana fuma y tose que parece que se va a desarmar: seguí así –le dice tía Irene–, y a vos también te vamos a venir a visitar a las casitas blancas. La boca se te haga a un lado –responde tía Susana y tira el cigarrillo; al ratito prende otro y la historia se repite–. Desde lejos, las tres sienten el perfume de los árboles: vieron, nos dicen, los pinos y los eucaliptos del cementerio tienen un perfume especial.

Al llegar, siempre empezamos el recorrido por la galería de nichos que da contra el paredón de calle, que es donde están los que murieron hace poco. Ahí visitamos al tío Pablo, que era el marido de tía Irene; a la prima Elisa, que según las tías murió de pena de amor; al tío Andrés, albañil que se cayó de un andamio y se desnucó; las tías saludan a todos y charlan un rato con cada uno: amigos, parientes lejanos, vecinos y conocidos. Como son tantos, hay muertos que se les pierden. O se les mezclan. Para mí que Joselito estaba por acá, dice tía Marcia, debajo de la Pocha Correa. No, dice tía Susana, está más adelante, arriba, al lado del Cholo. Qué Cholo, preguntan las otras. Qué Cholo va a ser, el de la Emilse. Nada que ver, dice tía Irene, vos estás perdida. Bueno, la loca soy yo, pero van a ver que tengo razón. Y así. Con mi hermano a veces descubrimos al que buscan, pero ni locos se lo decimos.

Las tías se toman su tiempo: limpian mármoles con un trapito, cambian flores, se lamentan ante un muerto joven, recuerdan velorios de otra época, cuentan anécdotas y se ríen. A veces también lloran. Ellas conocen a todos los que están a nuestro alrededor y además fueron al velorio. Dicen, mirá quién está acá, Albertina, pobre, qué muerte horrible que tuvo. O: el finado Casimiro, se acuerdan, el del corralón, era bravo ese viejo. O: ¡qué abandonada está Pepina! ¡Y qué querés, con los hijos que tiene...! Y mientras limpian y arreglan el frente del nicho recuerdan los ñoquis tan ricos que preparaba doña Pepina, y le cuentan cómo está el pueblo y cómo andan sus hijos y lo grandes que están sus nietos.

Pero hoy pasó algo distinto a lo de todos los domingos. Las tías cambiaron el recorrido y nos llevaron a un pasillo nuevo, todavía sin terminar. Tía Irene sacó un papelito y leyó: sector D, pasillo derecho, tercera fila, nichos 14, 15 y 16. Cuando los encontramos, las tías, sorprendidas, se miraron entre sí. Cada vez los hacen más estrechos –dijo tía Marcia–, voy a tener que hacer dieta. Sí –dijo tía Susana–, encima Irene en el medio nos va a quitar lugar a las dos. Claro, porque vos tenés figura de modelo, ¿no? –replicó tía Irene–. Es una miseria –dijo tía Marcia–, con lo caro que los cobran. Es lo que digo yo –contestó tía Susana–, no hay como el fondo de la casa de uno, en estas cuchas ni vuelta te podés dar. Después nos hicieron rezar el Padre Nuestro con ellas –mi hermano todavía estaba tentado por lo que las tías habían dicho y me contagiaba la risa–. Al terminar nos dijeron que éramos irrespetuosos, ordinarios, guarangos y maleducados, que en ese lugar iban a descansar ellas el día de mañana y que a nosotros dos nos iba a tocar cuidarlas: ¡y más vale que se porten bien!, dijeron a coro.

Después sí, retomamos el camino de siempre. Terminamos la vuelta por las galerías de nichos y pasamos a las tumbas. La gente ya no sepulta a sus muertos como antes –nos cuentan–, cuando nosotras éramos chicas los nichos no existían. Con mi hermano leemos: falleció en 1917, 1922, 1946... La tumba más nueva que encontramos es una de 1982. Ahí están nuestros abuelos, bisabuelos, tíos y primos que murieron hace como doscientos años. Hay tumbas torcidas y a punto de partirse al medio de viejas, no tienen placas, ni nombres, ni fechas, pero igual las tías saben de quiénes son, cuándo y cómo murieron los que están ahí: esa tumba está abandonada porque la familia se mudó al sur y nunca más volvieron, o los viejitos que están enterrados acá tenían un único hijo solterón, que murió de carbunclo hace doce años. Las tías saben todo.

En esa parte también hay panteones, y por suerte nadie de nuestra familia está en uno de esos porque a mí me dan pánico. Los panteones son lo único que me asusta del cementerio. Pero a las tías no las asusta nada, y si por casualidad encuentran alguno con la puerta abierta, no dudan en entrar. Yo corro a esconderme para que no me llamen. Ellas me dicen pavote, a los muertos no hay que tenerles miedo, al contrario, los vivos son los peligrosos, pero a mí no me interesa nada. Mi hermano sí entra, y dice que está lleno de cajones por todos lados y que en algunos se puede ver al muerto a través de un vidrio. Yo no le creo, eso lo dice para asustarme: pero igual no voy a entrar.

Las tías aseguran que por estar más cerca de Dios los rezos de los muertos son más escuchados que los nuestros, por eso es bueno pedirles ayuda; también nos explican que debemos darles el trato que nos gustaría recibir, porque de la guadaña no se salva nadie y no hay nada más triste que estar abandonado en el cementerio.

–Ya bastante castigo es cuando llega la noche –dijo tía Marcia–, las tormentas, las lluvias de invierno, se imaginan la soledad y el miedo que deben sentir...

–Lo que falta es que también haya que venir de noche –dijo mi hermano–.

–No, señor –dijo tía Susana y se estiró para darle un sopapo, pero mi hermano se escurrió–, a ellos les alcanza con la visita del día para poder descansar tranquilos hasta el día siguiente.

–¿Y no pueden hablar entre ellos para no sentirse tan solos? –pregunté, algo cansado ya de esa historia.

–¡No! –dijeron las tres. La tía Marcia se adelantó a explicarme–: pueden verse, y hablar también, pero no se escuchan entre sí; sólo escuchan su propia voz, imaginate. –Yo no me imaginé nada. De todas las cosas que las tías dicen sobre los muertos, la verdad hay varias que no me las creo.

Al final del paseo las tías caminan del brazo hasta el banco donde se sientan a descansar cada domingo. Es uno que está justo frente al nicho de mamá. Se sacan las zapatillas, estiran las piernas y preparan el mate.

¿Quieren torta o galletitas?, nos preguntó hoy la tía Susana. Torta, dije yo. Mi hermano pidió caramelos, para qué los traen si no, dijo. La tía Susana se paró con intención de agarrarlo, pero estaba demasiado cansada y volvió enseguida al banco.

Yo me senté en el piso. Mi hermano, por las dudas, se sentó medio apartado: sabía que en cualquier descuido, la tía Susana, que no olvida, se iba a cobrar los dos coscorrones que le debía. Tía Marcia nos dio torta y jugo, y comimos mientras las escuchábamos hablar del tiempo en que fueron jóvenes y los hombres se peleaban por ellas:

–Yo a los hombres los elegía –dijo tía Susana–, y nunca en mi vida salí con un petiso.

–Por supuesto –agregó tía Irene–, el hombre tiene que ser alto. No importa que sea feo, si es alto está salvado. En cambio a un petiso no hay cara ni simpatía que lo salve...

–Aunque Marcia no opina lo mismo –dijo tía Susana, y se rieron las dos, porque tío Alberto, el marido de tía Marcia, es bien retacón.

Después, como todos los domingos, hablaron con mamá. Hoy le contaron que fueron a ver sus futuros hogares:

–Un poco ajustados dijo tía Irene, que siempre lleva la voz cantante–.

–Y vos, ¿qué harás allá arriba? –preguntó tía Susana–, seguro dando órdenes y a las corridas como siempre, ¿no?

–Cortando pelos y haciendo rulos –agregó tía Irene–, deben hacer cola para atenderse.

–Qué linda está en esa foto –dijo tía Marcia.

–Hermosa –dijeron las otras dos. Y se quedaron las tres un momento calladas. Yo lo miré a mi hermano, él justo hizo lo mismo, y desviamos enseguida los ojos.

–Se la extraña –dijo tía Marcia, que era la más amiga de mamá. Tía Irene me acarició la cabeza. Yo me acerqué para que me abrazara.

Hoy nos quedamos hasta la tardecita. Después las tías dijeron vamos, se está poniendo fresco (no le tienen miedo al cementerio de noche, pero sí al rocío del otoño). Se pusieron las zapatillas, juntaron las cosas, se hicieron la señal de la cruz y empezamos a caminar hacia la salida. Al llegar a la puerta se sacudieron los pies, y por centésima vez nos volvieron a explicar que hay que hacerlo para no llevar polvo del cementerio a casa, porque uno queda ligado al lugar por el polvo que lleva en los pies. Mi hermano, otra vez, marcaba el paso como un soldado y cantaba febo asoma... Yo a veces hago lo mismo, pero hoy me sacudí como ellas y aunque mi hermano me trató de vendido, me gustó ver a las tías contentas.

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Imagen: Claudia Martínez
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