Suplemento especial

Juan Ocampo

A él, no

por Osvaldo Bayer

Se llamó Juan Ocampo. Nunca su nombre salió en tapa. Por algo será. Fue el primer mártir obrero caído por las sagradas ocho horas de trabajo. Esa exigencia fue la consigna fundamental de las primeras organizaciones obreras argentinas. Y lo lograron. Ese logro significó un progreso fundamental para la sociedad, sí, para la Condición Humana. No es como señalaron algunos que el movimiento obrero argentino fue subversivo, terrorista y anticristiano. Todo lo contrario. Sus logros llevaron a una sociedad más justa, más equitativa, más digna. Antes, los obreros trabajaban dieciséis horas, los sábados y domingos; luego, catorce; más tarde, doce, y se consiguió hasta nueve. Los primeros en triunfar con las ocho fueron los yeseros y los panaderos, hasta que por fin los metalúrgicos consiguieron con su lucha, en 1919, luego de la bestial represión yrigoyenista de la Semana Trágica, con el Ejército Argentino y la ultraderechista Liga Patriótica Argentina fundada por Carlés, el Perito Moreno y el cura Deandrea, las dignas ocho horas de trabajo, que ya hoy, ni el más reaccionario de los políticos-economicistas podría negar.

Juan Ocampo, ese marinerito de dieciocho años, cayó bajo las balas ordenadas por Julio Argentino Roca. Balas cobardes, de toda cobardía, contra una manifestación obrera libertaria –el hermoso nombre– aquel 1º de mayo de 1904. El mismo general Roca que había asesinado vilmente a los pueblos originarios ahora se dedicaba a terminar con los “agitadores” como se decía en su tiempo. Agitadores para hacer una sociedad más justa. Y luchaba también contra la más injusta de las leyes argentinas, la 4144, la “ley de residencia”, la “ley de extrañamiento” como la calificaban los diarios inmovilistas. La ley escrita por Miguel Cané y aprobada ¿por quién? Por supuesto, por Roca. Una ley de extrema crueldad. Esa crueldad estaba en que se expulsaba al obrero extranjero de ideología “anarquista” pero se dejaba aquí aislados y sin medios a su mujer y a sus cuatro o cinco hijos, como se tenían en aquel tiempo. Pero lo que tendría que enseñarse en todas nuestras escuelas es que en esa sociedad obrera existía entre los más explotados la palabra “solidaridad”. Los obreros que trabajaban daban parte de su jornal para mantener a esas madres e hijos de los padres expulsados, para que pudieran cubrir sus necesidades mínimas. Solidaridad. No, nosotros no recordamos eso, los argentinos adoramos a Roca y le hemos hecho nuestro más grande monumento en el centro de la ciudad.

Juan Ocampo: el marinerito muerto a los dieciocho años de edad bajo los tiros de los uniformados de Roca. Pero las heroicas masas de obreros lo cargaron sobre los hombros. Y lo llevaron a la redacción del diario proletario La Protesta. Pero allí, a la noche cayó la policía de Roca, rompieron todo, la imprenta, los libros, los vidrios, los muebles y se llevaron el cadáver del joven mártir. Y ese cuerpo nunca más apareció. Fue el primer desaparecido argentino. Pero, de eso no se habla.

Allí donde está Roca en el bronce, a caballo, mirando fijamente a la Casa Rosada –siempre con éxito– tendríamos los argentinos que haber hecho un grupo escultórico con todos los mártires limpios y bellos de nuestro movimiento obrero, que siempre lucharon por la justicia. Fueron ellos, los que combatieron en busca de terminar con la explotación. Ellos, que cantaban el 1º de mayo Hijos del Pueblo, canción hermosa que luego les fue cambiada desde arriba por el “Hoy es la fiesta del trabajo, unidos por el amor de Dios”, escrita por el fascista Ivanissevich.

Ojalá que el próximo 1º de mayo algún diario traiga en tapa la imagen del muchacho Juan Ocampo, que apenas vivió dieciocho años, que recibió en su joven cuerpo los balazos de Roca, sí, el militar que le dio dos millones quinientas mil hectáreas de las mejores tierras a Martínez de Hoz. Juan Ocampo, un verdadero mártir del progreso, porque ya lo decían los versosde nuestro bello Himno Nacional: “Ved en trono a la noble igualdad, Libertad, Libertad, Libertad”.

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