Por Susana Viau
Le preguntan si acaso ignora lo que pasa, si no sabe que hay campos de exterminio. Willie, azorada, tomada por sorpresa, responde: “De eso yo no sé nada. Yo sólo canto una canción”. Willie es el nombre tras el que Rainer Werner Fassbinder y Hanna Schygulla escondieron a Lale Andersen, la voz que, por un error de Radio Belgrado, llevó a las trincheras a Lili Marlene, el hermoso tema que Goebbels quiso vetar porque era blando y triste. Willie-Lale declaraba no saber y tampoco parecía importarle demasiado el horror que se desarrollaba a su lado; apenas se permitía atisbarlo, lo suficiente para merecer a Robert, el aristocrático suizo antinazi, militante de Haganah.
La pregunta que en la Alemania de los ‘40 acorraló a Willie podría haber sido hecha en cualquier tiempo, en cualquier lugar. Podría haber sido hecha por ejemplo aquí y contestada, también aquí, del mismo modo: “Yo de eso no sé nada. Yo sólo canto una canción”. Son incontables los que, a lo largo de la historia, han cantado canciones mientras algo terrible ocurría. ¿Es eso un crimen? ¿Es el recurso universal para seguir viviendo? ¿O acaso son capaces de alcanzar la felicidad en medio de la devastación? Lo mismo da. Ya está hecho. Lo que cuenta ahora es lo que vino más tarde, cuando la canción acabó; lo que hace falta es saber si son capaces de decir hoy lo que hacían entonces. ¿Aceptarán que cantaban o mentirán? ¿Habrán optado por olvidar que la música sonaba tan alta que sofocaba los aullidos?
Hay quienes han juzgado con excesiva dureza a Norbert Schultze, el pianista de cabaret que compuso la pegadiza tonadilla de Lili Marlene. Lo condenan porque creen que hizo un alarde de cinismo al confesar que no podía arrepentirse de haber escrito la larga lista de temas que sirvieron para darle un costado alegre y alocado al Tercer Reich: “Otros disparaban, yo componía canciones”. La explicación de Schultze sonaba desafiante, es cierto. Sin embargo, no hablaba sino de la verdad. Y la verdad suele resultar insoportable, pero es bueno escucharla: es el pellizco que le hace sentir a uno que no sueña, que no está borracho ni delira y que, en efecto, sí ha habido gente capaz de entonar canciones y crear melodías junto a los que gemían, los que morían y los que lloraban. La verdad coloca las cosas en su sitio. Pese a ello, son muchos los que, en cambio, se han puesto a revolver los baúles, a hurgar en sus biografías para arrancarles algo particular, relevante, levemente heroico, que dé significación a los días anteriores, a las horas previas: un pasaporte al presente, un asiento cómodo en el tren fantasma. Es una tarea inútil: las grandes desgracias necesitan de grandes actores y se huele si el coraje con que pretenden vestir los gestos grises es un traje prestado; resultan patéticos los esfuerzos por convertir las historias vulgares en canciones de gesta. La lengua castiga la falsificación, convoca a un festival de fallidos y deja escapar las palabras que delatan qué hacían y qué pensaban hace tantos años. En fin, pequeñas imposturas que los autorizan a dejar estampada la firma en el libro de condolencias de nuestra tragedia colectiva.
La diferencia entre estos seres y la Lale Andersen de Fassbinder es que ella, amada también por los ejércitos enemigos, no quiso ser más que una alemana que había cantado una canción. Murió en agosto de 1972. Tenía 59 años porque había nacido poco antes de la Primera Guerra. Para cerrar el círculo, un 23 de marzo.