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Deportes|Domingo, 22 de junio de 2014
LA PATRIA TRANSPIRADA (24 PULGADAS, EN REPOSO)

La madre que te parió

Por Juan Sasturain

Después de lo de ayer, que no nos pregunten más por qué nos gusta y apasiona el fútbol. La suma infinita de variantes, de combinaciones, de circunstancias aleatorias e imprevistas que se actualizan durante noventa minutos hacen de este juego inmejorable, que mezcla como ninguno lo individual y lo colectivo –y que me perdonen De Mille y Charlton Heston– el espectáculo más grande del mundo. Porque es juego y competencia en grado extremo, y por eso mismo exige y mezcla inteligencia, huevos, genio y suerte. Y cada vez esa ecuación, esa tirada de dados, es única. Como ayer.

Por ejemplo, el partido desde ellos: pongámonos por un momento la camiseta iraní, la barba ocasional, pintémonos la cara de verde, blanco y rojo y –tras inclinarnos hacia La Meca y encomendarnos a Alá– miremos el partido desde un bar o café de Teherán, en barra y sin birra. Glorioso partido, el nuestro. Aguante prolijo y ordenado, sin errores, contra uno de los candidatos que tiene, además, al mejor del mundo. Y no sólo eso: de contra lo pudimos ganar, e incluso el referí –que siempre ayuda a los poderosos– no nos dio un penal, el de Zabaleta a Reza, que vio todo el mundo menos él. Y en el último minuto (nunca más fatal), en el último minuto, ese enano que estuvo borrado durante media hora, ausente y desalentado por nuestra marca ordenada, la viene a poner ahí... Es de no creer. No es justo. ¿Qué hicimos para merecer esto? Nada. Ahora, a llorar a la mezquita.

Por ejemplo, el partido nuestro, desde acá: reconozcamos nuestra predisposición favorable de salida ante el equipo que puso Sabella, lo mejor que podemos poner –creemos– dentro de lo que llevamos. Y no sólo eso: le damos la derecha al melanco entrenador, que puede taparnos la boca con la actuación del pibe Rojo (el mejor, en todos los sentidos) al que ninguneamos prejuiciosos; y que también merece aplauso por su banca a Romerito, que apareció cuando debía y se equivocó menos que nosotros al prejuzgar su fragilidad.

Después, un trámite que se desarrolló dentro de lo esperable y que si no se iluminó de goles fue por cuatro razones: las imprecisiones puntuales del Pipita; la carencia de remates de afuera –es crónico—; la falta de coordinación entre los buenos desbordes y los centros para nadie que la toque o conecte en el vital Cubo de Palermo (ese poliedro de tres metros de lado con base en el punto del penal) vacío de camisetas criollas; y la intermitencia casi clínica del piantado Diez providencial, ausente largo rato sin aviso. Hasta que apareció, y cuándo y cómo. Tuvimos suerte y genio: la suerte de tener un genio, quiero decir. Ahora, a agradecerle a la mamá, que lo parió acá.

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