¿Por qué pensamos, sentimos y vemos de una determinada manera? ¿Somos libres de leer, mirar y escuchar lo que queremos, o alguien define aquello a lo que accederemos para modelar nuestra mirada del mundo? En fin, preguntas que se pueden remontar hasta la alegoría de la caverna de Platón y más allá. Responder a estos interrogantes es una tarea nada sencilla. A comienzos del siglo XXI, para indagar estas cuestiones resulta ineludible reconocer qué diarios leemos, qué radios escuchamos, y qué programas de televisión y series miramos, entre tantos otros temas pertinentes que hacen a nuestra subjetividad. Pero también, y sobre todo, es imprescindible comprender cómo funciona la maquinaria de la industria cultural que trabaja incesantemente para llegar a nuestras mentes. En este sentido, el libro La concentración infocomunicacional en América Latina (2000-2015), de Guillermo Mastrini y Martín Becerra –ambos expertos en políticas de comunicación e investigadores del Conicet–, es un material ineludible para comprender el escenario regional y sus actores más relevantes. “Nosotros teníamos dos sectores con tradiciones económicas, políticas, regulatorias y de consumo totalmente diferentes. Por un lado estaban los medios de comunicación, y por el otro las telecomunicaciones. Para las telecomunicaciones lo único importante es la conexión, los contenidos no importan, mientras que para la radiodifusión es fundamental”, explica Guillermo Mastrini. Estas dos tradiciones señaladas por el investigador desde hace un tiempo tienden a ir por un mismo carril, es el llamado fenómeno de la convergencia. “Pero todo el proceso de transformar las representaciones simbólicas a través de una lógica digital hace confluir diferentes tradiciones en un mismo espacio, que es Internet”, aclara. En esta entrevista el especialista se explaya sobre la estructuración de un sector clave para la democracia, la socialización y la producción cultural, y analiza políticas como la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, hoy caduca debido a las modificaciones regulatorias realizadas por el gobierno de Cambiemos.
–¿Cuáles son los desafíos que plantea la convergencia?
–El primero es político, que tiene que ver con cómo en este entorno convergente se va a promover, toda la regulación que protegía la diversidad cultural. Algunos creemos, por la importancia que tienen los sistemas de comunicación en el mundo, que es necesario que haya algunas regulaciones que permitan los elementos básicos para que una sociedad sea plural y ese pluralismo esté representado en las formas de comunicación, sobre todo las formas de comunicación mainstream. Porque una cosa que ocurre hoy es que cualquiera puede publicar lo que quiera en las redes sociales, pero ¿quién ve eso? Los amigos de la persona que publicó, doscientos o quinientos, pero no cincuenta mil o más. En términos de representación social hoy todavía los procesos grandes de comunicación siguen pasando, salvo excepciones muy puntuales que se convierten en virales, por los grandes medios y algunos nuevos que se han formado con Internet. Entonces, ¿qué ocurre con la tradición regulatoria? ¿cuál de estas dos lógicas se va a imponer, la de conectamos o la de protegemos algunos contenidos que entendemos que son fundamentales para una sociedad plural y democrática? Es decir, la economía de las telecomunicaciones y de Internet tiene una lógica, la economía cultural tiene otra.
–De hecho, la mayoría de las industrias culturales históricamente tuvieron una fuerte regulación de protección de parte del Estado.
–Claro, porque su economía es tan inestable que, sin algún tipo de protección, en general, tienden a sobrevivir sólo los más grandes. Y desde el siglo XX, desde muy temprano, los Estados tuvieron políticas públicas para promover la diversidad, dicho muy genéricamente. Diversidad en contenidos políticos, culturales y lingüísticos; y además, algo que en América latina ocurrió muchísimo menos, contenidos federales, en el sentido de que en un país la cultura no sólo es la cultura de la capital. Nunca este sistema de protección fue pleno ni maravilloso, ni hubo una pluralidad absoluta, pero servía para promover algún nivel de diversidad, desde mi punto de vista lejos de lo óptimo, pero mucho mejor de lo que se hubiera dado sin esa política. Hoy la convergencia parece plantear una lógica de que ya no hay diferencias, porque cuando uno mira Netflix en el celular, ¿está mirando televisión o haciendo un proceso de telecomunicaciones? De esta manera, toda la lógica de protección que había en el ámbito de la radiodifusión tiende como a desaparecer en un lógica mucho más grande, tecnológica, y con otro agravante que es que, en general, la digitalización rompe con una barrera importante que tenían los mercados culturales que es el Estado nación.
–En este escenario en el que las barreras nacionales parecen diluirse, ¿de qué manera juegan actores globales como Netflix o Spotify?
–Netflix o Spotify piensan que su mercado es el mundo, ya no es Estados Unidos, aunque ellos tienen políticas comerciales en cada lugar. Sus modelos productivos y de rentabilidad están en el mercado mundial. Entonces, acá tenemos otro desafío que plantea la convergencia que es cómo interactúa la política nacional con mercados globales, porque Netflix no se reconoce limitado por el accionar estatal, y acá viene toda una cuestión de política pública, porque se empiezan a producir asimetrías regulatorias. A Netflix, por ejemplo, no se le puede poner una cuota de producción federal, una cuota de diversidad, su servidor está en Estados Unidos. Y los medios nacionales que tienen que cumplir con las cuotas de representación dicen “bueno, yo quiero lo mismo que Netflix”. La tendencia es a perder regulación. Este es un tema que, por lo menos, hay que discutirlo y plantearlo socialmente. Pero estas discusiones no suceden generalmente en nuestras sociedades sino en el escenario global, al que sólo llegan algunos: los muy poderosos siempre, y a veces algunas organizaciones sociales que logran insertarse en esos escenarios. Esto plantea una discusión sobre cómo se ejercen los derechos ciudadanos hoy, en el escenario global. Preguntarse por la concentración de los medios tiene que ver con estos procesos de cómo la ciudadanía se relaciona con el conocimiento y la información de las cosas que las afectan.
–En este escenario la cuestión de la libertad de expresión parece quedar limitada por la discusión acerca de la libertad de mercado.
–Bueno, pero incluso en América latina hay escenarios interesantes como son algunas discusiones que se han planteado en el seno de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, en la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión. Ahí veo algunos aspectos muy positivos, en términos de que hay derechos y posiciones que tienden a consolidarse en un entorno supranacional, como pueden ser estos organismos multinacionales. En algunos casos lo que observo en estos lugares es una preocupación por algunos derechos individuales como protección de datos personales o privacidad, pero no tanto por los derechos colectivos, eso queda más en un segundo plano. Por ejemplo, el tema de la concentración es un tema que estos organismos mencionan como preocupante, pero su acción política es mucho más limitada, porque todavía están los gobiernos. Yo creo que estas discusiones se tienen que seguir dando y el desafío es traerlas a la cotidianidad. En ese sentido, una de las cosas que más rescato de todo el proceso que tuvo que ver con la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual en la Argentina es el nivel de debate público que hubo durante cuatro o cinco años en relación al rol de los medios de comunicación en la sociedad. Obviamente estamos en un momento en que ese debate ha desaparecido, pero sedimentó un conocimiento social y preguntas en las personas sobre cuál es el rol de los medios de comunicación.
–Pero en lo seis años posteriores a la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009) prácticamente no se pudo modificar el escenario de concentración que había en la Argentina. ¿Por qué no se pudo cambiar esta situación?
–Esto no es un fenómeno que se registró sólo en la Argentina. Si bien los procesos no fueron iguales, la situación se dio en diferentes lugares de la región, hubo leyes y discusiones fuertes en Venezuela y Ecuador, por ejemplo. Pero en realidad el impacto de toda esta discusión y de todas las políticas fue bajo. Por un lado, no hay que negar la capacidad de los grandes grupos de resistir estas nuevas políticas, porque efectivamente, y como es lógico, todo interés afectado procura defenderse. Y (el sector de los medios concentrados) tienen muchos recursos económicos y políticos para limitar el efecto de esta transformación. Por otra parte, y esto sí lo pienso más específicamente para el caso argentino, creo que de hubo una confusión entre lo táctico y lo estratégico en la aplicación de la ley. Es decir, se quedaron en lo táctico, en la batalla contra un grupo particular, el grupo Clarín, y no en lo estratégico que era la transformación del sistema. En ese sentido, lo que no veo, y creo que es uno de los problemas, es que con las leyes de medios en América latina se hayan promovido cambios en la vida cotidiana de las personas. Entonces, la legitimidad es menor. Por eso Macri con un decreto transforma el corazón de la ley y socialmente eso no tiene costo político, no tiene impacto, salvo en los grupos que están participando en este tema, pero que son muy pequeños en términos sociales. Y hay otra cuestión que tampoco hay que negar y que es el tiempo. Porque no se transforma un sistema audiovisual en quince minutos. Obviamente, tal vez se hubiera requerido más tiempo, pero yo creo que se podría haber hecho más en el tiempo que hubo.
–¿Qué más se podría haber hecho en esos seis años?
–En Argentina concretamente creo que tendría que haber habido un plan técnico, tendrían que haberse dado muchas más licencias de las que se dieron, y me parece que habría que haber promovido un sistema de medios del Estado mucho más fuerte y plural del que efectivamente hubo. También creo que el no haber terminado con los procesos de readecuación de los grupos fue un error importante. Estaba todo listo para hacerlo.
–¿Cuáles son las consecuencias de la concentración en este marco de convergencia global para nuestras sociedades?
–Yo diría que hay como dos grandes consecuencias: una es económica, porque cuando las empresas tienden a ser más grandes, desalientan la competencia, porque los nuevos actores ven cada vez más difícil competir con los actores que ya están. Esto pasaba en cualquier área de la economía, tanto para las telecomunicaciones como para el sector audiovisual. Hoy hay una gran discusión, porque cuando aparecen los grandes jugadores globales, los grupos nacionales creen que eso también los afecta. Para decirlo claramente: Clarín al lado de Netflix es como un “medio comunitario”. Entonces, esos medios crecen o desaparecen. En este sentido, la estrategia de crecimiento del grupo Clarín, más allá de que yo no lo comparta en términos de lo que eso representa para la sociedad, tiene una lógica económica muy razonable y son jugadores que leen el mercado mundial de la comunicación y que tratan de adaptarse a él: o se crece o se tiende a desaparecer. Desde mi punto de vista, la concentración genera una eficiencia económica en términos de ahorro de costos para las empresas, pero una ineficiencia económica general en términos de que limita la competencia.
–Ustedes señalan en el libro que el éxito en la distribución o comercialización de los productos culturales es improbable ya que en este sector se verifica la regla del 80-20 que supone que el 80 por ciento de todo el contenido de los medios no es redituable, y que el mayor beneficio es generado por el 2 por ciento de los productos. En esta lógica del capital, ¿quiénes sobreviven?
–La regla de que muy poco genera todo el beneficio y la mayoría de los productos no son consumidos está presente desde que hay industrias culturales. Existió, existe y existirá; la lógica del consumo cultural es así, porque tiene que ver con las características de los bienes simbólicos. ¿Por qué consumimos lo que consumimos? No hay un patrón, nadie sabe qué va a ser un éxito y qué no, y entonces el mercado necesita lanzar veinte mil cosas para encontrar el éxito. Pero sólo los muy grandes pueden soportar esa característica. Por eso la política cultural fue también un límite a esa tendencia económica. La política cultural lo que hace es limitar los efectos de la concentración. Por distintos motivos, no hay una concentración buena. Pero en el mercado cultural, en el sector audiovisual específicamente, en los medios de comunicación la concentración es doblemente mala, es mala porque es ineficiente económicamente y es mala porque genera problemas en términos de diversidad, de pluralismo. Entonces, frente a esa cuestión, la política cultural del siglo XX fue que el Estado interviene para generar algún nivel de diversidad. Por ejemplo, esto en el cine se ve claramente, Argentina produce 150 películas anuales, si el Estado mañana se retira del apoyo a la producción de cine pasamos a generar entre 3 y 15 películas anuales. Es decir, el 90 por ciento de la producción cinematográfica depende de que el Estado intervenga. Entonces, hay un problema económico y hay un problema político. Ser diversos, plurales, representar las culturas regionales, la diversidad de opiniones, la diversidad de lenguas, todo eso es caro.
–¿Qué tan dispuestos/as estamos a pagar la diversidad?
–Ese es un debate complicado en términos sociales. Tampoco la política pública cultural es sólo la del Estado. La del Estado es la más visible y la que en general cuenta con más recursos, pero también hay política pública social, no estatal. Mientras en el siglo XX había una legitimidad de todas estas políticas, yo creo que en el siglo XXI aparecen preocupaciones en términos más individualistas, y esto genera un riesgo. Muchos entendemos que sigue siendo central para las sociedades democráticas la cuestión de los contenidos, de quiénes tienen prioridad, el problema de la diversidad cultural. Ahora, en esta etapa de crisis lo que veo es que quienes estaban mejor parados antes de la crisis tienen más capacidad de respuesta. Un ejemplo remanido es el de la BBC (British Broadcasting Corporation). La BBC también está en crisis, pero tiene una crisis que ya me gustaría a mí tenerla, porque tiene presupuestos consolidados, capacidad productiva, lógicas de inserción en el mercado internacional, y además plantea estándares, lógicas comunicativas, que también desafían al privado. Por supuesto que no creo que hay que repetir la experiencia de la BBC, nunca sirve eso. Pero veo como un error no haber fortalecido los medios públicos en términos de una lógica que trasciende el partidismo, porque si los medios públicos se hubieran legitimado socialmente, hubiera sido mucho más difícil hacerlos desaparecer. Porque los medios públicos siguen todos formalmente vigentes pero en los hechos, en la Argentina, si algo ha logrado Cambiemos en materia de medios públicos es que nadie los mire ni los escuche, que nadie los consuma.