La semana pasada Raffaella Carrà se retiró de la televisión donde trabajaba desde la década del 90 después de años de un éxito rotundo en la industria musical. Fue 1978 cuando visitó por primera vez la Argentina y me acuerdo que en 1977, Margarita, la pareja de mi tía Anita –que nadie en la familia reconocía como su novia aunque formara parte de todas las reuniones como una integrante más– me escribió en una hoja de cuaderno Rivadavia con tinta azul y en imprenta, la letra del electrizante hit “Fiesta”. El furor de Raffaella Carrà había llegado después de hacer explotar las disquerías de España en 1975 con la edición de su primer disco en castellano. No podía haber un mejor momento para vender esa música tan alegre que aquél, en el que urgía contradecir con entretenimientos el signo tremendo de la época. Claro que, seguramente, a Margarita no se le ocurrió pensar en eso cuando me sentó sobre sus rodillas una noche, abrió el cuaderno aplanándolo con su mano de uñas cortas y me invitó a cantar con ella esa canción que arrancaba con una gran promesa: Desde esta noche cambiará mi vida, desde esta noche. Recuerdo que por alguna razón me quedé impactada con la vista del puño de su camisa leñadora ajustado en esa muñeca de piel brillante y siempre tostada que tenía, una muñeca en la que se ajustaba un enorme reloj Citizen de goma negra, un modelo muy poco habitual para las señoras de entonces que los usaban redondos, pequeñitos y dorados. Margarita siempre fumaba y llevaba su atado de cigarrillos junto con el encendedor en el bolsillo de la camisa y la camisa adentro del pantalón de jean que sujetaba con un cinturón de cuero de hebilla ancha. Era ella la que cargaba entre sus brazos, en el furgón del San Martín, a la caniche de mi tía cuando venían a visitarnos desde Palermo. Sucedía los jueves, solo los jueves, y era mi momento preferido de la semana. El regalo que traían a aquellas cenas –que ameritaban sanguchitos de jamón crudo de entrada, el uso de platos para invitados y la botella de licor de huevo para después de comer– eran sus relatos de viajes, sus idas al cine, sus paseos por el centro, su vida exótica en común siempre llena de aventuras. Mi tía, en las antípodas chongueriles de Margarita, era toda una femme de tacos finitos, se hacía un rodete alto y dorado a lo Eva Perón, se ponía un tapado de piel elegantísimo, escotes con collares que se hundían entre sus grandes pechos, anillos de brillantes, aros prominentes. Y se pintaba, se pintaba muchísimo. Como Raffaella, ella también había sido una bailarina, pero sin embargo, no era, de las dos, la que demostraba especial interés por la música. O, al menos, por aquella música (lo suyo era la rumba o la jota aragonesa). Raffaella, la estrella italiana nacida el mismo año que mi mamá, pero en Bolonia, no era sólo una cantante: tenía un cuerpo espectacular y se movía como los dioses. Los hombres de mi familia y también Margarita tenían debilidad por ella y yo por ósmosis, o lesbianismo precoz quizás, empecé a tenerla también. Cuando nos fuimos de vacaciones aquel año con mi familia, junto con un grupo de amigas tomamos una placita que había enfrente del departamento y todas las tardes nos poníamos a hacer las coreografías de “Luca”, “Pedro” o “0303456”. Yo siempre hacía de varón. Como Margarita, claramente no me sentía identificada con aquella figura femenina tan voluptuosa y agraciada. Puesta a imitar, me gustaba más verme convertida en uno de esos muchachitos que se le arrodillaban a sus pies o la alzaban en brazos para hacerla brillar como un sol por sobre el resto de los mortales. Al papel de la Carrà lo interpretó Karina aquel enero; era una nena hermosa que se movía grácilmente, de una punta a la otra de la placita con un micrófono invisible entre las manos. Yo la seguía como una fiel servidora. Bailando con ella esas canciones, descubrí el placer de orbitar a una chica. Con la misma edad, 9 o 10 años, mi sobrinita un domingo miraba en YouTube aquellos videos de Raffaella que la hacían reír a carcajadas, quién sabe por qué. Tal vez, era por esos bailarines, los que yo quise ser, con sus calzas ajustadas y coloridas, porque a su edad ya había entendido que la expresión mariquita y lo ridículo eran la misma cosa. O quizá se reía porque el signo de lo ridículo estaba en lo antiguo, en esa estética que expone la intención de un deslumbre exagerado que todavía sigue produciendo efectos a la hora de la diversión. No hay fiesta torta que organicen mis amigas en que esas canciones no nos hagan bailar, ponerlas es la fija para que la cosa se arme, para levantar a un muerto. A Margarita. Para mí escuchar a Raffaella es recordarla, inexorablemente, y ponernos otra vez a cantar juntas una de las canciones que más nos gustaban: todos dicen que el amor/ es amigo de la locura/ pero a mí que ya estoy loca / es lo único que me cura / cuántas veces la inconsciencia / rompe con la vulgaridad / venceremos resistencias / para amarnos cada vez más.