Es triste aunque sea motivo de risa: muchas personas recién se enteraron de quién era John Cheever cuando se sentaron a ver (y no a leer) un formidable episodio de la serie Seinfeld de 1992 titulado “The Cheever Letters”. No era la primera oportunidad en que la sitcom se reía de/con la literatura (el personaje del padre de Elaine estaba directamente inspirado en otro agonista de los barrios residenciales y gran narrador caído en desgracia durante buena parte de su carrera: Richard “Revolutionary Road” Yates) y allí un puñado de cartas se salvaban de un incendio para que una pasmada hija y esposa se enterasen de que el hasta entonces muy masculino y macho hombre de la casa había sido amante homosexual de uno de los más grandes escritores norteamericanos del siglo XX. Alguien que –con su típica prosa epifánica y luminosa, ahora en folios chamuscados– celebraba allí orgasmos y encuentros a escondidas.

  Y hay bastante de eso en estas ardientes cartas publicadas en 1988 (luego de la reveladora memoir de la hija Susan Cheever en 1984 y antes de la edición de esa obra maestra que son los Diarios de John Cheever, que serán reeditados por Literatura Random House el próximo junio con su aparato de notas corregido y aumentado). Pero, además, hay mucho comentario casual y preciso y gracioso y divertido. Y, también (se sabe que Cheever llegaba a escribir unas treinta cartas por semana; no le gustaba hablar por teléfono) bastante comunicado de pura amabilidad y jovial circunstancia. “Guardar una carta es como intentar preservar un beso”, advertía Cheever. De ser así, este libro presenta a un tipo al que le gustaba mucho andar besando a diestra y siniestra y –según su hijo, el editor del volumen y novelista Benjamin H. Cheever– “un hombre de contradicciones enormes y fundamentales. Era un adúltero que escribía con elocuencia a favor de la monogamia. Un bisexual que detestaba cualquier indicio de ambigüedad sexual (...) No obstante, era muy consciente de sus contradicciones y de las explicaciones sencillas y absurdamente inadecuadas que llegaba a inventar para justificarlas”.

  Cheever –se sabe– llevaba una doble vida de satisfecho e irreprochable pater-familias y prócer de The New Yorker (en 1964, una artículo de portada en Time lo describía, con cierta inexactitud, como “El Monógamo”) así como de tipo oscuro, depresivo, insatisfecho con su vida familiar y obra pública, y alcohólico bisexual culposo siempre azotado por aquello que el denominaba “el cafard”. Ese lado escondido afloraría en todo su esplendor en los ya mencionados journals, funcionando un poco como el Mr. Hyde en contrapunto a estas cartas de parte del un tanto más presentable y prolijo (pero no demasiado, digamos que lo justo) Dr. Jekyll. Algo así como demos o un Lado B para esa turbulenta épica de lo privado que son los Diarios. Lo que no impide que aquí también (existe otro epistolario, de 1993, más amable: recopilación de cartas a su viejo amigo del ejército John D. Weaver con el título de Glad Tidings: A Friendship in Letters / 1945-1982) germinen y crezcan y pinchen las flores negras de un hombre arrobado y arrebatado en la ficción pero melancólico y desconsolado en su no-ficción. Así, sus problemas con Salinger, sus entradas y salidas de centros de desintoxicación, su admiración/obsesión competitiva con el colega/discípulo John Updike, sus viajes por el extranjero (con Rusia e Italia como Tierras Prometidas y cumplidas), sus desavenencias con William Maxwell (su editor en The New Yorker) por los cortes al relato “El brigadier y la viuda del golf”, un affaire con la actriz Hope Lange, su generosidad con Philip Roth y su amor por Saul Bellow. Asuntos y personas que se exploran a fondo –sin anestesia de compromiso ni cordialidad epistolar– en la tan recomendable y esclarecedora como exhaustiva y agobiante biografía Cheever: Una vida, de Blake Bailey (Duomo 2010).

  Leídas en contrapunto con el vertiginoso precipicio de los Diarios y con la cumbre inalcanzable de sus Cuentos (recién rescatados por la misma editorial; varias de las misivas aquí incluidas se detienen en la génesis y escritura de clásicos como “El nadador”) así como sus elevadas novelas (De Bolsillo acaba de lanzar sus dos primeras novelas reunidas en Los Wapshot así como su nouvelle/coda/despedida ¡Oh, esto parece el paraíso!, el otoño traerá las restantes Bullet Park y Falconer), las mesetas y valles y desfiladeros de estas Cartas contribuyen a ampliar para el lector en español la geografía de un autor que siempre está volviendo porque jamás se irá del todo. Un genio capaz de convocar a esas encandiladoras descripciones en los finales de “Adiós, hermano mío” y “El marido rural” y “Una visión del mundo” –con sus mujeres desnudas saliendo del mar y sus reyes en trajes dorados montando a lomo de elefantes a través de las montañas y su casi ruego por nunca perder o al menos recuperar el “¡Valor! ¡Amor! ¡Virtud! ¡Compasión! ¡Esplendor! ¡Bondad! ¡Sabiduría! ¡Belleza!” – así como de confiarle a uno de sus amantes que, en el momento del clímax, experimentaba el éxtasis de visiones de flores y luz de sol. Después, enseguida, otra vez las nubes tormentosas del cafard.

  Es un placer releer esos cuentos, en un gozo recibir estas cartas y –ya que estamos, pero recién después de haber disfrutado de todo lo anterior– es muy entretenido volver a ver ese episodio de Seinfeld.