La historia de la economía se suele contar como un cúmulo de superaciones que marca una acumulación lineal de éxitos científicos que hacen a la evolución de la ciencia. El joven científico brillante que resuelve aquel problema hasta entonces irresoluble. Hollywood se ha ocupado de este mito en “Una mente Brillante” con la historia del economista John Nash. En la historia de la Ciencia Económica en Argentina, el ejemplo más sintomático –que permite a su vez entender la precariedad del mito del “bocho”– es el caso de José Barral Souto. 

Souto fue ayudante del economista matemático Gondra, brindando al mito un componente esencial: la relación maestro-discípulo, bajo la forma profesor-ayudante, donde el discípulo supera al maestro. Barral Souto descubrió la programación matemática –una de las mayores contribuciones instrumentales de la economía matemática–, en los años treinta del siglo pasado, es decir, antes que Wassily Leontief. Y aquí es donde el mito alcanza su punto máximo (para decirlo en jerga neoclásica): el verdadero descubridor es víctima de una injusticia, no es reconocido por sus pares. Recordemos que el reconocimiento de los pares es fundamental en el campo de la ciencia, es lo que determina las posiciones en el campo. Claro que en este caso los “pares” no acusan reciprocidad.

La historia de Barral Souto es, en realidad, un testimonio de los reducidos márgenes que brindaba la Argentina del “granero del mundo” para el desarrollo de la comunidad económica local. Un sistema productivo primario en que las principales líneas de política económica eran trazadas desde Londres no necesitaba de una comunidad de economistas, siendo de mayor funcionalidad para la gestión de la colonia el grupo de abogados y financistas que alternaba su vida laboral entre la gerencia de los ferrocarriles ingleses y los despachos de la administración nacional. 

En ese marco, los desarrollos académicos eran producto de iniciativas individuales que no hacían escuela más allá del pequeño grupo que rodeaba al “maestro”. Incluso, la mayor parte de esos desarrollos estaban desvinculados de las necesidades nacionales y eran meros intentos de participar en los debates de la comunidad académica internacional buscando llamar la atención de algún teórico del centro, aunque sin constituir ningún vínculo orgánico y no pasar de lo anecdótico. Así, mientras Leontief usó la programación lineal para recomendar el bombardeo aliado de las fábricas de insumos básicos en la Segunda Guerra Mundial, Barral Souto la utilizó para demostrar formalmente la validez de la teoría ricardiana de las ventajas comparativas que nos condenaba a ser la granja de los ingleses en plena década infame, cuando esa división internacional del trabajo se mostraba totalmente agotada. La nula importancia con que recibió la comunidad de economistas del centro los aportes del “gallego” Barral son uno de los numerosos ejemplos de que la universalidad de la ciencia no lo es tanto, y del limitado rol del “bocho” en el desarrollo de la disciplina.