“Somos nuestra memoria, somos
ese quimérico museo de formas
inconstantes, ese montón de
espejos rotos...” 

Jorge Luis Borges

 

Existen territorios, geografías que ostentan relatos y símbolos enraizados en la memoria social de un pueblo. No son accidentes geográficos, parques temáticos o lugares para costosos emprendimientos inmobiliarios.

Son territorios del alma, laberintos de recuerdos y olvidos. La memoria no es un museo de objetos archivados y en desuso, por el contrario, es el espacio de producción de identidad y de apropiación de símbolos que representa la historia de una comunidad. 

Cada construcción de sentido, cada vinculación del presente con el pasado, cada proceso de analogías se articula lógicamente con un análisis de las consecuencias que ha dejado la experiencia sufrida.

Si el objetivo de la política de terror y genocidio desplegada durante el proceso militar a nivel macropolítico fue una reorganización de las relaciones sociales, esto tuvo su consecuencia en un quiebre del lazo social y un sentimiento de orfandad e impotencia.

Ante esta realidad, los modos que conforman la recuperación de la memoria y el cuestionamiento de la impunidad constituyen una representación y se configuran como un símbolo: los pañuelos y quienes los portan. Símbolo como práctica de resistencia y como señales de recuerdos y también de ausencias.

Dicen las Madres de la plaza en tanto respuesta al avasallamiento de quitar las baldosas con los pañuelos de Plaza de Mayo bajo el pretexto de la modernización:

“Pinten pañuelos, en las plazas, en las calles, en las veredas, cuelguen pañuelos para luchar por la libertad, por la vida , por la resistencia. El pañuelo nos defiende, nos sostiene, es el abrazo de nuestros hijos...”

Ante el discurso de la banalización de la memoria y la supremacía del olvido se antepone la ineludible tarea del rescate de sueños, deseos y proyectos truncados representados por estos pañuelos y por su presencia  dadora de sentido.

Las marcas sociales de la memoria colectiva son fundamentalmente aquellos instrumentos (lugares, nombres, símbolos) que permiten fijar los recuerdos y darles un sentido, asociándolos con elementos fijos y estables. Son procesos de construcción social con un nivel de sedimentación histórica que permite construir estructuras sobre las cuales se organicen procesos de resignificación de la memoria.

Una memoria que nos constituye como sujetos éticos, ubicando y conteniendo  de esta manera su origen pulsional.

Freud, en el El Malestar de la Cultura, plantea la capacidad de producir procesos de elaboración históricosocial que permiten utilizar el pasado, aun el traumático, como advertencia en relación al presente y como admonición ética ante nuestro ser en el mundo.

El ejercicio del terror estatal impide una elaboración ético-política y propone el sin-sentido en el plano discursivo.

Se pretendió quebrar la posibilidad de una relación pasado presente que produjera como resultado la vigilancia ética de las acciones generadas desde el Estado. Hoy esto se replica no solo desde el silencio sino también en otras prácticas discursivas: la generalización del mal y la aparición de términos mercantilistas. Por ejemplo, poner en escena el cuestionamiento acerca de la cantidad de personas desaparecidas durante la dictadura o la imagen de un grupo de legisladores del partido gobernante con un cartel que decía “Nunca más a los negocios de los derechos humanos...” 

Escribe Daniel Ferstein en su libro acerca del genocidio argentino: “Para abolir un Estado, un sentimiento, una relación social, no alcanza solo con destruirla, pues la memoria nos permite sostener cuando menos su vacío en el presente. Es necesario instalar otra presencia, otro discurso para hacer efectiva su desaparición a la manera de una realización simbólica de las prácticas sociales genocidas”.

Es necesario cubrir el hueco de la ausencia con una significación que dé cuenta de nuevos entramados sociales, en un intento de desvanecer la presencia de lo ausente, clausurando de esta manera su posible elaboración.

Para Walter Benjamin, apropiarse de la memoria es “adueñarse de un recuerdo tal como relampaguea en un instante de peligro”.

Por lo tanto, adueñarse de un recuerdo es la capacidad de reconstruir una identidad desde el vacío que ha dejado el aniquilamiento del horror y de la ausencia. Es construir una narración de nosotros mismos comprometidos con una realidad histórica.

El psicoanálisis se convierte así en una herramienta para intentar la aventura de simbolizar el patrimonio mortífero que heredamos de la dictadura militar y mediante su elaboración combatir el olvido, inscribiendo una memoria colectiva que sancione el crimen y construya otro relato.

Hago mías las palabras de las madres: “Pintemos pañuelos, pañuelos que nos sostengan y nos abracen. Pintemos, dejemos marca, multipliquemos señales, historias, nombres”. Ellas no bailan solas.

* Psicoanalista. Analista institucional. Docente universitaria.