Una estudiante de literatura conoce a un joven alemán de paso por Buenos Aires. Como todo amor de verano, “las almas gemelas” van y vienen, convivencias mediante entre Berlín y la capital argentina, de un departamento tipo casa en Flores, a metros de la casa del escritor Baldomero Fernández Moreno, al barrio Kreuzberg, con los gatos de la pareja: Rocky y Roma. “En casa no había nada que fuera pesado o que tuviera la intención de durar para siempre. Queríamos conservarnos dentro de ese presente-futuro, esos márgenes temporales y espaciales, que de algún modo enmarcaban lo que éramos y habíamos imaginado ser. Los muebles me provocaban una sensación de precariedad que se trasladaba a nuestra vida. La naturaleza del jardín nos demostraba que no podíamos evitar la fragilidad a la que nos sometía el paso del tiempo. Si nos habíamos conocido una noche cualquiera, habiendo vivido a miles de kilómetros de distancia, comunicándonos dentro de un esquema de pensamiento fatalmente distinto, eso que estábamos empezando a construir, ¿por qué no podía destruirse de casualidad, un día cualquiera, de repente, en un idioma desconocido, uno que todavía estábamos creando?”, se pregunta la narradora de La lengua alemana (Emecé y Notanpüan), primera gran novela de la escritora y editora Julieta Mortati en la que explora las ruinas de una relación sentimental, esas cosas inútiles y desechables que quedan de las experiencias vividas, encarnadas en fotos, videos o diversos papeles, que en el lenguaje se manifiesta cuando ya no hay futuro y el único tiempo verbal en ciernes, por más paradójico que suene, es el pasado.

Mortati (Buenos Aires, 1984) toma los materiales autobiográficos –vivió en Berlín entre 2009 y 2011– para hacerlos estallar bajo la luz de la ficción. “El primer impulso fue escribir la novela en segunda persona, como si fuera una carta larga. En las canciones de amor y en los poemas se habla en segunda, y encontré algo ahí. La segunda persona me daba una carga narrativa que con la tercera no lo terminaba de lograr. Algo mucho más íntimo y privado”, explica la escritora en la entrevista con PáginaI12. Para la editora de Tenemos las Máquinas –editorial que fundó en 2012–, la escritura es como un collage. “Me resultaba muy entretenido intercalar citas de Tácito, un latino del siglo II después de Cristo, autor de Germania, donde describe a los alemanes como si los conociera, como si los hubiera visto. Y es genial porque habla pestes, los critica. El nazismo tomó su libro como emblema; pero en realidad dice algo completamente opuesto”.

–Se podría decir que la novela empieza y termina de la misma manera: con una carpeta, con unas fotos. ¿El final es anterior a la escritura o apareció escribiendo?

–Apareció al final. Me imagino la novela como un sobre en el que adentro hay cosas que pasaron en un momento; por eso los recortes, las fotos, las imágenes... Me pasó algo en la vida real: el archivo que tenía sobre esos viajes había desaparecido. La realidad me terminó dando el final. No tener las imágenes es tremendo, es como si ese viaje no hubiera existido.

–Sin embargo, en el libro aparecen los tickets de algunos viajes y también algunas fotos.

–Sólo se conserva lo que está en la novela, después hay otras imágenes que perdí para siempre. Me llaman la atención los restos que van quedando de una relación. Quería forzar un poco la realidad y la ficción, y ver qué pasa ahí. ¿La realidad es prueba de algo? ¿La ficción es prueba de la realidad? Son preguntas que me sigo haciendo, porque no tengo ningún tipo de certeza. Siempre supe que quería poner imágenes en la novela y que hay algo en esos papeles que me producen cosas. Incluso podrían ser papeles falsos. Pero construyen una ficción desde el momento en que los pienso como ficciones. El documental habla de una realidad pero como registro. Me propuse tomar el registro prestado y ver qué se puede decir con el blog, las cartas; todo entra en la literatura y lo interesante es ver cómo se puede llegar a leer.

–La lengua alemana es una ficción que juega con lo verosímil, no quiere ser una ficción que celebre su artificio, pero también hay artificio, ¿no?

–Exactamente. Es tan vano el esfuerzo de querer captar la realidad tal cual es, que me resulta imposible: cuanto más me lo propongo, más me alejo. Hay un esfuerzo de acercarme a la realidad, pero la pregunta de si es una historia verídica o no es del lector. Prefiero que los lectores crean que la historia es real porque les produjo esa sensación.

–“La abracé como si fuera un pésame y cuando Carolina se acercó le dije: ‘Murió Kirchner’”, se lee en una parte de la novela. ¿Por qué decidió incluir la muerte del expresidente en La lengua alemana?

–Ese año (2010) pasaron muchas cosas. También murió Fogwill. Hay noticias que recibidas a la distancia generan la imposibilidad de entender: ¿cómo se procesan esas situaciones estando lejos? Son las marcas que dejan los momentos importantes.

– “Sólo es importante tener los libros a los que se vuelve. Aunque los libros más importantes de mi vida me los habían prestado y nunca más quise volver a ellos para no tapar la impresión de esa primera lectura”, se lee en la novela. ¿Es así?

–Sí, eso es real. Quisiera volver a leer algunos libros que me gustaron mucho, pero tengo miedo de encontrarme con otra cosa y que no me gusten más. No los quiero releer, quiero que se conserven como los recuerdo. A veces pienso en los libros como un amor de verano, una relación re intensa a la que después no volvés más. 

–¿Hace tanto frío en Alemania como se cuenta, en tono de queja, en La lengua alemana?

–Sí, hace mucho frío y eso es demoledor. No tenemos idea de la luz que hay en esta ciudad. Berlín es gris todo el tiempo y cuando sale el sol hay que salir a la calle. El frío fue lo más difícil de todo.

–¿Más difícil que la lengua?

–Sí. La lengua alemana es un monstruo horroroso al principio, pero si estudiás –aunque no vayas a hablar perfecto jamás–, rápidamente empezás a comunicarte. Ese ruido termina de ser un ruido. Podés abrigar con el frío, pero ese cielo gris como techo, a la altura de las cejas, no. Olvidate. El frío no te da incentivos. El idioma alemán te da muchos incentivos cada vez que avanzás y sabés cómo se dice algo, o cuando te animás a pedir un café. Yo no podía creer que hiciera tanto frío; no entiendo cómo hay gente que vive en lugares así.