Opinión

Desde Río de Janeiro

En la noche del lunes dos actos públicos tuvieron impacto en Río de Janeiro. A eso de las siete de la noche, en el auditorio principal de la Universidad del Estado de Río de Janeiro, la UERJ, fueron entregadas las medallas Chico Mendes de Resistencia, en homenaje al ambientalista asesinado por terratenientes en la provincia de Acre, en la amazonia, frontera con Bolivia y Perú, hace treinta años. 

La distinción es una iniciativa del grupo Tortura nunca mais, fue instituida en el mismo año del asesinato de Chico Mendes y pasó a entregarse anualmente a partir de 1989. 

Y ahora, cuando la medalla es concedida por trigésima vez –un dato simbólico– entre los doce contemplados (tres ‘in memoriam’) estaba la argentina Milagro Sala. La principal referente de la Tupac Amaru, sin embargo, no pudo comparecer: sigue escandalosamente detenida, pese a las clarísimas violaciones judiciales armadas por magistrados aliados al gobernador Gerardo Morales, y desoyendo las determinaciones de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, de la OEA, a la cual Argentina está subordinada (o debería estar; en tiempos de Mauricio Macri, las cosas cambian). 

Ha sido otro reconocimiento más recibido por la líder de la Tupac Amaru. A pedido de Milagro, recibí la medalla en su nombre, declarándome a la vez honrado por estar representando a una mujer íntegra, valiente y extraordinaria, y frustrado, porque lo correcto sería estar en la platea aplaudiendo cuando ella entrase en el escenario.

Casi al mismo tiempo, y en pleno centro de la ciudad, el “Circo Voador”, punto de concentración de la juventud y palco de memorables conciertos de música popular, poco más de cinco mil personas se apretujaban para asistir a un acto en defensa de la democracia, contra la creciente violencia de grupos de derecha y extrema-derecha, organizado por el PT y que contó con la adhesión de los demás partidos del campo popular y de la izquierda. El tono de los discursos y pronunciamientos convergía hacia un mismo punto: la necesidad de unidad frente al momento actual, extremadamente turbulento vivido en Brasil, a las elecciones presidenciales programadas para octubre, y para denunciar la creciente ola de violencia que ya causó la muerte de la concejal Marielle Franco, de la ciudad de Río, integrante del PSOL, y de los tiros disparados contra autobuses de la caravana que el ex presidente Lula da Silva realizó por estados sureños.

Sobre el escenario, además de líderes políticos, se encontraban sindicalistas, representantes de organizaciones sociales, intelectuales y artistas, con un iluminado Chico Buarque sentado al lado de Lula.

En su discurso, que cerró el acto, el ex presidente –cuyo pedido de hábeas corpus contra la sentencia en segunda instancia que, luego de un juicio plagado de absurdas irregularidades y manipulaciones evidentes, lo condenó a doce años de cárcel, será juzgado hoy en la Corte Suprema– ha sido especialmente contundente–. 

Dijo que, más que el hábeas corpus, quiere que todo el juicio sea revisado. “Quiero que me devuelvan la inocencia”, afirmó, luego de recordar las evidentes arbitrariedades de un tribunal que lo condenó sin una única y miserable prueba, simplemente basado en “convicciones”.

Y lanzó un alerta: “Si me arrestan, no lograrán arrestar mis pensamientos, no lograrán arrestar mis sueños. Si no me dejan andar, andaré por las piernas de ustedes. Si no me dejan hablar, hablaré por las bocas de ustedes. Si me corazón deja de latir, él latirá en el corazón de ustedes”.

Frente a semejante anuncio, ayer vino la reacción de un general retirado, de nombre Luiz Gonzaga Lessa. El dijo que en caso de que sea concedido, hoy, el hábeas corpus preventivo pedido por la defensa de Lula a la Corte Suprema, “no habrá otra alternativa que la intervención militar”. 

En Brasil se suele llamar a los oficiales retirados como “un general en pijamas”, y se bromea que sin el uniforme, ni siquiera sus nietos cumplen sus órdenes.

Puede que así sea. Pero lo grave, inquietante y preocupante es que las palabras del general Gonzaga Lessa reflejan lo que piensa la mayoría de otros “milicos en pijamas”. 

El comando del ejército (cuyos integrantes sí usan uniforme, mientras esperan el tiempo del pijama) dijo que se trata de una “opinión personal, que no representa la posición de la corporación, que cumple estrictamente lo que determina la Constitución”. 

Ojalá sea verdad.