“Cada vez que se toca el tema, y siendo moderado puede decirse que surge unas cuarenta veces al día, invariablemente alguien dice: “No, a mí no me gustan los gatos, me gustan los perros”, escribe Carl Van Vechten (Cedar Rapids, Iowa, 1880; 1964, Nueva York). De esta forma, arremetiendo contra el prejuicio, empieza El tigre en la casa. De todos los libros que puede ser, el suyo es un estudio enciclopedista, desmesurado, fenomenal en su ambición, a veces pagado de sí mismo pero siempre profusamente informativo, proponiéndose, nada menos, como “una historia cultural del gato”. Es obvio, a pesar de su reflexión introductoria, que no se trata de un libro para todo el mundo, o al menos, no para esa parte del mundo que integran los lectores que aman los perros o aquellos a los que los animales les son indiferentes, aunque no les vendría mal una incursión en sus páginas.La tenacidad compilatoria de Van Vechten es apabullante. En su inagotable coleccionismo de datos, chismes, de escritura de soledad omnipotente apenas compartida con su gata, resulta natural y lógico su sugestivo acápite: “Dios creó al gato para concedernos el placer de acariciar un tigre”. Van Vechten escribió su obra más sapiencial y popular entre febrero de 1919 y marzo de 1920. Es decir, en tan sólo catorce meses.(No hace falta recordar que entonces no había internet, ¿verdad?) En este lapso consultó más de 600 libros de historia, antropología y literaturas diversas, incluyendo ensayos, cuentos, novelas y poesías y también, en sus viajes, la observación de la arquitectura, la escultura y la pintura. Y todo este saber acumulado discurre a través de un registro vertiginoso, amenísimo y chispeante entre la crónica y la comedia, un tono en el que predomina no poco de humor británico al referir cada anécdota. Sin duda, Van Vechten fue un adorador incondicional de los gatos. Pero también supo ser otros Van Vechten 

Periodista, crítico de teatro y de música, en su tiempo fue el descubridor de Irving Berlin y George Gershwin. Como novelista, entre sus gestos, que pudieron en su época ser considerados snobs, cuenta haber sido albacea literario de Gertrude Stein, a quien conoció en París en 1913. No menos valiosa y recordada es su promoción de la Harlem Renaissence. En defensa de la negritud respaldó autores como Langston Hughes y Richard Wright. Escribió una serie de novelas polémicas contra los prejuicios con que se topaba la homosexualidad, prejuicios que no eran menores que aquellos contra sus queridos felinos. Por tanto,  muchos de sus relatos permanecieron inéditos hasta después de su muerte en los 60. No obstante, en vida, tuvo su notariedad al publicar Cielo para negros y un ensayo en Vanity Fair: Negro Blues Singers (1926). Estuvo casado con  la actriz rusa Fania Marinoff. A Fania la irritaba ser conocida como “Carlo’s wife”. Van Hechter la retrataría insinuante entre la Stein y su amiga Toklas. El desenfado de Fania pudo comprobarse en una puesta de Wedekind que incluyó sexo explícito hasta que la policía cerró el teatro. A través de su marido, tuvo una vastísima colección  de amantes. Pero a pesar de una intimidad a menudo belicosa perduraron juntos cuarenta años. Por tanto, Fania hace una que otra entrada simpática (los gatos todo lo pueden) en El tigre en la casa. Van Vechten fue, además de un personaje conocido en su tiempo, un fotógrafo dedicado y no pocos de sus retratos merecen atención, como el de Billie Holiday con un kimono por atuendo o el de Marlon Brando en actitud de chongo recio. Los modelos de Van Vechten componen un elenco tan numeroso como variado en el que figuran desde Scott Fitzgerald hasta Truman Capote, desde Bessie Smith hasta James Baldwin. La mirada con que Van Vechten captura una expresión distintiva de sus modelos tiene la misma puntería que su estilo para retratar los gatos y sus dueños famosos o, si se prefiere, al revés, las manías de los segundos y la afectación entre caprichosa y snob de los segundos, trátese de Montaigne o Chautebriand.  

En su celebración, defensa y alegato a favor de esta especie, vale la pena señalar, a modo de ejemplo, la clase de situaciones que Van Vechten elige. Por ejemplo: “En el Priorato de Great Malvern se pueden ver ratas colgando a un gato en presencia de buhos que miran con aire de gravedad y saber jurídico”. Analicemos la estampa. Si el gato encarna, además de un anarquismo prototípico, la imagen puede bien representar el triunfo de la mediocridad y la razón sobre el el individualismo. Demás está aclararlo, las ratas y los búhos encarnarían el sentido común. Y el gato, símbolo de la libertad, representaría el punible deseo errático. Es cierto, esta es la clase de escenas y alegorías que Van Vechten recopila y con las que salpimienta un libro que va más allá de la vulgata gatuna (la independencia, la sensualidad, el erotismo, lo enigmático, la percepción misteriosa) y no tiene empacho de incurrir en su zoología fantástica, en el realismo costumbrista, la cita cultísima, la anécdota estrambótica, la crítica social y el horror gótico. La toma de partido de Van Vechten por los gatos es radical: “En todos los tiempos, incluso durante la oscura época de la brujería y la persecución, el gato ha mantenido su supremacía, ha continuado reproduciéndose y multiplicándose, desafiando cuando es conveniente las leyes de Dios y las leyes de los hombres, de pronto amigo, de pronto enemigo, ahora salvaje, ahora amansado, la mascota de la casa o el tigre en la selva, pero siempre libre, siempre independiente, siempre un anarquista que insiste en hacer valer sus derechos cualquiera sea el costo. El gato nunca forma soviets, el gato trabaja solo. El gato no hace ni acepta invitaciones insinceras. Se cansa de sus amigos a veces, pero, bueno, yo también”. 

Basta atisbar el índice para advertir ante la clase de obsesión que domina a su autor: el ocultismo, el folklore, las leyes, el teatro, la música, el arte, la ficción, la poesía. No hay actividad con la que los gatos no tengan que ver y en la cual hayan incidido de un modo u otro. Quizás convenga detenerse, en particular, en los capítulos que conectan a esta especie en superficie doméstica y no tanto, con las artes. Y, en particular, tal vez convenga detenerse en “Literatos que han amado los gatos”. La lista es tan inabarcable como el anecdotario jugoso: Merimeé, Wilde, Gautier, Byron, las Bronté, Hugo, Mencken, James, Baudelaire, Yeats, Poe, Huysmans, Dostoievski, Crane, Colette, Loti, Mirbeau, Dickens, y un sinfín de nombres ilustres. Pero esta lista es acotada si se tiene en cuenta que la misma llega sólo a 1920. La misma podría extenderse más y más hasta nuestros días si se consulta en la web la afinidad entre escritores y gatos. Huxley, Chandler, Holst, Hesse, Cocteau, Eliot, Pound, Hemingway, Burroughs, Warhol, Mishima, Kerouac, Lessing, Hrabal, Derrida, Perec, Highsmith, Holst, Sartre, Jaggy, Dick, King, Gaiman y por acá Borges, Cortázar y Soriano, entre muchos, entrarían en la lista. En la medida que la humanidad pueda salvarse de la debacle a la cual parece dirigirse apurada, la lista puede extenderse. En caso contrario, no es improbable que los gatos, en su condición de sobrevivientes, sean los encargados de contar nuestra historia.

El tigre en la casa Carl Van Vechten Sigilo 313 páginas