Estas líneas se escriben en el mismo momento en que avanza un golpe judicial en Brasil con el pedido de detención del ex presidente Lula Da Silva, el candidato favorito en la encuestas para las elecciones del próximo octubre, una proscripción de hecho. Se trata del punto culminante de un largo proceso de lawfare o guerra judicial cuyo primer hito fue el golpe parlamentario que destituyó a la presidente Dilma Rousseff. Aunque todo el proceso es parte de una restauración conservadora de escala continental y comparte metodologías comunes, que hacen pensar en usinas también únicas y ubicadas en América del Norte, el deterioro económico, la pérdida de legitimidad democrática y el aumento del nivel de violencia y descomposición social y estatal, hacen de Brasil un caso extremo y el peor espejo en el que puede mirarse el futuro regional.

Sin embargo, poniendo por un momento a un lado los puntos comunes, no debería mirarse a Brasil con lentes argentinos. Las sociedades son muy distintas y el giro neoliberal iniciado por la propia Rousseff en 2014 y profundizado por Michel Temer tras el golpe institucional de 2015, tiene apenas similitudes con los sucesos experimentados en Argentina a partir del triunfo de la Alianza Cambiemos. Para empezar la caída de la economía entre 2015 y 2016 fue mucho mayor. En dos años se acumuló una contracción en torno al 8 por ciento, mientras que la recuperación de 2017 rondó el 1 por ciento. En consecuencia se produjo un gran deterioro social, con el desempleo saltando cómodamente por encima de los dos dígitos hasta el 12 por ciento actual.

En un país con una gigantesca economía informal, dos dígitos de desempleo abierto describen una situación mucho peor a la que se produciría en Argentina con el mismo guarismo. El aumento de la inseguridad fue espectacular. En ciudades como Río de Janeiro es difícil caminar por las calles sin escuchar disparos a cada momento. El avance del control territorial del narcotráfico fue considerable a pesar de la virtual militarización de la ciudad. A nivel país aumentó significativamente el número de homicidios. Y esto en un espacio territorial que, con más de 60.000 asesinatos en 2017, ya ocupa uno de los primeros lugares mundiales en número absoluto de muertes violentas. No es casual que la seguridad, que ya es una verdadera industria privada en el país, sea una demanda política que atraviesa sin distinciones a todas las clases sociales y sin distinciones en la polarización política.

En este escenario resultan llamativos, por decirlo de alguna manera, los pronósticos de los economistas argentinos que hablan de una recuperación de Brasil a partir de 2017, un presunto triunfo del ajuste estructural cuando, como se dijo, apenas se registró una suba del PIB en torno al 1 por ciento y por dos motivos un poco extraños. El primero es que todavía rige una pauta de aumento del salario mínimo de la época de Dilma con una fórmula que vincula parcialmente con la inflación del año precedente. Así, la inflación de 2017 fue de 2,8 por ciento, pero los salarios se ajustaron con una pauta de referencia de 2016 de más del 6 por ciento, lo que se tradujo en un alza relativa de los ingresos de los trabajadores formales que impulsó un poco el consumo y a lo que aportó también la leve revaluación del real, que sigue siempre en una relación 3 a 1 con el dólar. En segundo lugar el ajuste del salario mínimo fue acompañado por la liberación de un fondo de asistencia al desempleo que también aumentó los recursos para el consumo.

Otros datos positivos fueron el buen desempeño exportador en el marco de una mejora de cantidades, pero también de los términos de intercambio, un resultado vinculado al aumento de la demanda mundial, especialmente de China, y la continuidad del ingreso de inversiones, muchas de cartera vinculadas al diferencial de tasas, pero también otras ligadas a los recursos naturales. A diferencia de otros países de la región, Brasil no tiene problemas de cuenta corriente, lo que explica también su estabilidad cambiaria. Sin embargo, la tasa de inversión en torno a los 16 puntos del PIB continúa siendo muy baja. Ya en el cuarto trimestre de 2017 los indicadores de actividad se estancaron y los primeros números de 2018 mantienen la tendencia. Una situación que se agravará frente a la potencial caída del consumo a lo largo del año. En la industria el grado de utilización de la capacidad instalada se encuentra en niveles mínimos, por lo que resulta difícil imaginar que en este contexto aumente la demanda de inversión.

Una primera conclusión provisoria es que la suma de un escenario de contracción y estancamiento económico, con deterioro social y un significativo aumento de la inseguridad no da como resultado, en una sociedad que se encuentra entre las más desiguales del mundo, una situación pre revolucionaria, sino una demanda generalizada de orden. No es casual que el principal candidato que quedaría en carrera frente a la virtual proscripción de Lula es Jair Bolsonaro, un ex militar de extrema derecha y con propuestas abiertamente fascistas, mayormente neoliberal en lo económico, pero con algunos reflejos proteccionistas o nacionalistas. No obstante, aun suponiendo la bajísima probabilidad de que Lula no sea proscripto e incluso que gane las elecciones (hoy su intención de voto se encuentra cerca del 35 por ciento) gobernar no le sería nada fácil dada la profunda polarización que separa a los sectores medios y altos brasileños de los populares.