¿Cuántas mujeres hemos atravesado por esa incertidumbre espantosa de pensar que podemos estar embarazadas en un momento en que, de ninguna manera, lo queremos? Es una escena familiar en nuestras vidas. A veces, esa angustia se disipa porque la razón del retraso no era esa. Pero otras –incluso, más de una–, cuando se confirma el embarazo, ese que no queremos, que no esperamos, que no deseamos, el mundo se nos viene abajo.  

Los métodos anticonceptivos fallan. Ninguno es completamente seguro –lo advierten los mismos prospectos–. Pero hay otras razones por las cuales las mujeres enfrentamos embarazos que no queremos continuar: a veces no tenemos acceso a anticonceptivos. O nuestra pareja, violenta, nos esconde las pastillas, y no deja que “nos cuidemos” o nos obliga a tener sexo sin protección. Esto pasa. No es mito. No es fábula. Un embarazo también puede ser inconveniente cuando atravesamos una situación económica precaria, y tenemos hijos a cargo y no podemos hacernos cargo de uno más; o nos enteramos de que el feto tiene malformaciones incompatibles con la vida. Las mujeres no andamos contando a viva voz estas cosas. Las vivimos en soledad, o en la intimidad, con una pareja, si acompaña y contiene, o con amigas.

Cuando una mujer enfrenta un embarazo que no quiere continuar, por las razones que sean, lo que más quiere es interrumpirlo. Acompañé a amigas en ese proceso, pasé teléfonos de médicos que practicaban abortos en clínicas clandestinas, informé sobre centros de salud donde asesoran sobre el uso del misoprostol o realizan interrupciones de embarazo en condiciones seguras, y más recientemente compartí celulares de socorristas, activistas feministas, que acompañan a mujeres en la experiencia de un aborto. Pasé esa información incluso a gente que alguna vez, en acaloradas discusiones, me dijo que no estaba de acuerdo con el aborto, hasta que un día el problema le estalló en la cara y la realidad –una hija adolescente embarazada–, le hizo cambiar de opinión.

También, como periodista, escuché a madres desesperadas porque algún juez ilegalmente le negaba un aborto a su hija adolescente, con discapacidad mental, que había quedado embarazada como consecuencia de un abuso sexual y en el hospital sin ese permiso, arbitrariamente, no se lo querían hacer, como le pasó a Vicenta, la mamá de LMR; les vi los ojos vidriosos a ella y a su hija. Denuncié los fundamentalismos religiosos metidos en la salud pública, que negaban abortos terapéuticos, y dejaban morir a chicas, como a Ana María Acevedo, con un cáncer de mandíbula, 19 años y tres hijos. Escribí sobre mujeres, muchas de ellas adolescentes, o madres de proles, muertas como consecuencia de abortos inseguros, como María Campos, de 37 años y con seis hijos, fallecida hace pocas semanas en Santiago del Estero. A veces ni llegué a conocer sus nombres: conté sobre esas muertes anónimas que alimentan la vergonzosa tasa de mortalidad de mujeres por gestación de la Argentina. Me indigné hasta las lágrimas por tanta injusticia e inequidad. Finalmente, de eso se trata: siempre han accedido a un aborto seguro, clandestino pero seguro, aquellas que han podido juntar el dinero y la información necesaria para tener una interrupción de embarazo en condiciones de seguras. Las que se mueren, claro, son las más vulnerables.

Pero ninguna mujer va alegremente a abortar aunque en ese momento lo que más quiera sea eso: un aborto. El aborto es el último recurso. Es esa práctica médica por la que no quisiéramos pasar nunca, pero que nos puede salvar la vida, cuando se pintan las dos rayitas en el test de embarazo.

Desde que tenemos la primera menstruación, vivimos temiendo un embarazo no deseado. Cuando somos niñas todavía, crecemos con el temor a la violación, de ese tipo extraño que nos puede agarrar en una calle oscura. Después, cuando disfrutamos del sexo consensuado, el temor persiste porque, sabemos, el forro se puede romper o salir y quedar adentro. Le pasó a una amiga, a una amiga de una amiga y un día, nos pasó a nosotras. Es un miedo que un varón no puede llegar a imaginar, aunque para él también un embarazo puede ser inconveniente. Y puede acompañar a su compañera en ese momento. Pero definitivamente, no es lo mismo. Lo que está en juego son nuestras vidas, las de las mujeres.   

Después de veinte años de militar desde los medios de comunicación por una ley que despenalice y legalice la interrupción voluntaria del embarazo, hoy no puedo dejar de pensar en las 3030 mujeres que desde la recuperación democrática se murieron por abortos inseguros: todas muertes evitables. Y también, en las 135 que cada día se internan en hospitales públicos por problemas relacionados con una interrupción de embarazo: dos de cada 10 tienen 19 años o menos.

No se trata de un Boca-River. Ni de aborto sí o aborto no. El aborto ya existe: son alrededor de 500 mil mujeres las que recurren cada año a esa práctica. La criminalización no las persuade de no abortar: lo único que logra, está demostrado, es poner en riesgo sus vidas y su salud. Es imprescindible que se garanticen la educación sexual integral y la entrega de anticonceptivos, para evitar los embarazos que no buscamos ni queremos, y que el Estado nos ampare, cuando en la desesperación, decidimos abortar. Ninguna ley que despenalice y legalice el aborto obligará a quienes no quieren, a interrumpir un embarazo. No habrá más abortos. Lo dicen los estudios en otros países. Las políticas públicas integrales en salud sexual y reproductiva permiten incluso, bajar la tasa de abortos.

¿Qué dudas pueden tener, a esta altura, los legisladores? ¿Qué pretenden los que se pronuncian en contra? No van a poder tapar el sol con las manos. El aborto seguirá existiendo y sin despenalización y legalización, seguirá matando. ¿Es tan difícil entenderlo?