La obra de Richard Linklater es un buen ejemplo de cómo ser ecléctico sin perder personalidad ni resignar huellas autorales. El director oriundo de Texas se inició en el indie estadounidense a principios de los ‘90 (Slacker, Rebeldes y confundidos), y desde entonces se movió siempre ahí, a la vera de los grandes estudios, resignando espacio en las marquesinas a cambio de libertad artística absoluta. Se entiende, pues, que su filmografía haya alternado entre picos tan distintos como el romanticismo naturalista (Antes del amanecer y sus secuelas), la experimentación animada (Despertando a la vida, Una mirada a la oscuridad), el ejercicio de género (Tape), las comedias punks (Escuela de rock) y negras cargadas de ironía (Los osos de la mala suerte, Bernie), el coming of age o relato de crecimiento (Boyhood, la aquí inédita Everybody Wants Some!!) y hasta el cine de denuncia (Fast Food Nation, quizá el eslabón más débil de su filmografía). Pero todas esas escaladas fueron casi siempre una excusa para hablar una y otra vez de las consecuencias del paso del tiempo, misma obsesión autoral que ahora relee de forma melancólica y agridulce, casi elegíaca, en El reencuentro.

A los protagonistas de Linklater podían faltarles muchas cosas, pero no tiempo. Estudiantes que vagabundeaban, una pareja enamorada durante décadas en las tres “Antes del”, el chico que atravesó la infancia encontrándose una vez a la año con la cámara en Boyhood… para todos la vida era una cuestión de proyección, de circunstancias y personas por venir. Para los cincuentones de El reencuentro, en cambio, es una seguidilla de hechos concretos ocurridos en un pasado acumulado a lo largo de más de media vida. Y que deja cicatrices. Sal Nealon, Richard Mueller y Larry “Doc” Shepherd se hicieron amigos en Vietnam a principios de los ‘70, pero desde entonces perdieron contacto, como si con ese olvido intentarán borrar el dolor, la oscuridad y los excesos de la guerra. Así hasta que, a fines de 2003, Doc (un Steve Carell magnífico, contenido y doliente como nunca) recurre a sus ex compañeros de armas –hoy dueño de un bar y pastor baptista, respectivamente– para… ¿para qué? Para enterarse hay que darle sus buenos minutos a El reencuentro, pues Linklater es de esos directores/guionistas humanistas menos interesados en las circunstancias que en qué hacen los personajes con esas circunstancias.

El motivo finalmente se devela: Doc enviudó hace meses y acaba de perder a su único hijo en la guerra de Irak, según le dicen, combatiendo con honores y heroísmo. Sin “muchos amigos ni muy cercanos”, como él mismo reconoce, lo único es pedirles a sus camaradas el favor de acompañarlo al cementerio de Arlington, donde lo enterrará acorde al código marcial. Pero su muerte, en realidad, tuvo poco de heroico, y Doc no está muy de acuerdo con que su hijo vaya a descansar en paz vestido con uniforme militar después de que el Ejército le mintiera en la cara. ¿Cuál es el sentido de la guerra? ¿Para qué ir a pelear a un país lejano y desconocido por causas nunca del todo claras? “Hoy los turistas pagan miles de dólares para ir a donde cagaron por última vez 52 mil chicos”, dice Sal (Bryan Cranston) en plena charla que, como todas aquí, llevan invariablemente hacia aquel pasado en común. Una frase en principio contradictoria con el orgullo indisimulable de haber servido, pero en línea con un film ambiguo en su posición bélica. Para ellos Vietnam fue y es la contraseña de ingreso a una cofradía exclusiva, una extraña forma de pertenencia que hoy recuerdan con dolor y risas, quizá la mejor peor experiencia que tuvieron en sus vidas.

Basada en el libro homónimo del aquí co-guionista Darryl Ponicsan, secuela a su vez de una novela del mismo autor que dio pie a una de las mejores películas del cine estadounidense de los ‘70 (El último deber, con Jack Nicholson), El reencuentro es el fruto maduro de un director habituado a universos masculinos y que creció junto a sus personajes. Otra vez la dinámica entre hombres en el centro del relato, sólo que ahora las preguntas pasan por el peso del legado, cuál es el sentido de vivir y dónde encontrar motivación para hacerlo. Esas dudas se despliegan en medio de un núcleo argumental que avanza al ritmo del largo viaje en auto, camión y tren hasta el cementerio local. Hay, es cierto, algunas secuencias no del todo logradas, como aquéllas que cargan las tintas sobre la diferencia generacional entre el trío y los jóvenes a través de la trillada recurrencia del (mal) uso del celular. Da la sensación que Linklater no se lleva bien con la acumulación de situaciones, que lo suyo son los diálogos afinados, justísimos, puestos en boca de tres actores en estado de gracia (lo de Carrel es, se dijo, consagratorio) que no hacen más que amplificar y ramificar sus sentidos incluso bastante tiempo después del fin de los créditos.