Los diálogos aparecen como un subtitulado de personajes ausentes, como si la voz que marca el eco del fuera de escena quisiera para sí todo el protagonismo y pidiera ser leída en la apariencia de un libro enorme, ilustrado por una montaña de piedras.

Esa sonoridad de un texto dicho por una única persona, propicia cierta introspección. Tiene algo de narración, de escritura literaria, de monólogo interior, de pensamiento. La ausencia de la figura humana y las piedras sometidas a una luz que las altera, las vuelve tenues o macizas pero también obliga a un ejercicio, a una permanencia en esa inmovilidad mientras las letras van pasando y la voz de Agustina Muñoz tiene la frescura de una iniciación desencantada, ubica el momento teatral en un lugar más abstracto, en esa inquietud imprecisa de un escenario que, al comienzo de la obra, se muestra sin actores ni actrices. 

Pero cuando ellxs se incorporan a ese cuadro donde las formas de los cosas amenaza con reemplazar a los personajes, la luz adquiere una presencia sustanciosa, contundente para determinar el modo en que los cuerpos y los objetos se ven en escena. Como si la obra buscara que ese efecto inicial fuera experimentado por el público desde un descubrimiento que se despoja de todo conocimiento y está allí como un mundo anterior a la cultura. Es un poco roussoniana esta dramaturgia porque parece maldecir lo social y reclama de sus personajes un contexto más salvaje, sacudido por la idea de una lengua que le otorga a todo lo que acontece un fundamento. Es en las palabras donde los reflejos de la ciudad, esa tonalidad urbana que sólo puede ser alcanzada en el comportamiento de lxs intérpretes, aparece cortada en un espacio ajeno, como una interdicción o una herida. 

Los parlamentos en Las piedras se proponen escarbar el sentido, obligan a los personajes a pensar su lugar en ese mundo escénico donde la lógica de la ficción se enreda con la dinámica real de una performance.

Si el espacio es incierto y las piedras dan cierta idea de intemperie y de una territorialidad primitiva que funciona como una zona de tensión frente a la acción dramática, los diálogos se estimulan en una voluntad de indagar, de preguntarse hasta llegar a ese nudo intenso que podría propiciar otra vida. 

Las piedras busca cuestionar la forma humana, ponerla en entredicho en su dramaturgia. No sólo porque hay cierta despersonalización en las situaciones donde los personajes dicen a la vez el mismo texto, o donde se juega con la ambigüedad al momento de decidir a quién se dirige una palabra, o quién se reconoce como su destinatarix. Ese deseo de huir, de escaparse de las situaciones, de fundar otra existencia, de arrebatarlo todo hasta ser otrx, es algo que debilita la propia identidad. 

También evoca ese rechazo que expresaba Claude Lévi Strauss ante la desmesura de lo humano que siempre quiere apagar a la naturaleza. Las criaturas de Muñoz se sitúan como un dato más, junto a esas piedras a las que no pueden domar. Apenas son capaces de levantarlas y ponerlas en otro lugar después de mucho esfuerzo, pero no intentan transformarlas ni usarlas para su servicio. Tienen hacia ellas un cuidado un tanto sagrado, como si adoraran lo que no saben o no comprenden en torno a ellas. 

Tal vez Muñoz haya escrito el manifiesto de la no permanencia y esté invocando al público a no conformarse ni sentirse satisfecho, a no encantarse demasiado con el amor porque en cualquier momento se termina. Y no deja de ser exótico e inexplicable cómo una persona se reconstruye después de tanta desilusión y puede reconocerse en esas piedras que ofrecen su cara al mar que las despabila y refresca, como si vivieran siempre con la cara mojada. 

Las piedras se presenta los viernes y sábados a las 21 en el Centro Cultural 

San Martín. Sarmiento 1551. CABA.