La transición entre el siglo XX y el actual tuvo en Radiohead no sólo a su banda sonora ideal, sino también a su explicación. Entre Ok Computer (1997) y Kid A (2000), la banda de Oxfordshire encarnó el estado de paranoia y desfragmentación de un mundo que buscaba alguna esperanza vana en el cambio de milenio mientras la realidad diaria golpeaba con lo de siempre: guerras, muertes, la mentira como discurso oficial, entretenimiento para las masas y la tecnología como nueva zanahoria consumista. En esos años (y los previos), Thom Yorke y los suyos partieron desde el centro de la canción, llegaron hasta algunos de los límites del rock y, en lugar de salirse o de abjurar, decidieron empujarlos más allá, ampliar la mera concepción de lo que esa música significaba. La única fórmula era reformular, mirar a la composición como una pintura cubista. O abstracta. O las dos cosas a la vez, si eso fuera posible.

Casi dos décadas más tarde, la vanguardia que implicó Radiohead ya es una nueva forma de clasicismo, aunque eso no hace menos desafiantes a los caminos que elige transitar el quinteto. A Moon Shaped Pool, su último trabajo, lo muestra sacándole brillo a una personalidad única, construida en base a la deconstrucción y el rearmado de los propios rasgos. Y en su segunda visita a Buenos Aires –como parte de su propio Soundhearts Festival, con Flying Lotus, Junun y Rocco Posca–, eso quedó claro desde la suerte de big bang del comienzo, porque “Daydreaming” se construyó casi de la nada: del silencio surgieron unos ruiditos y modulaciones, luego se sintió como si el piano de Yorke siempre hubiese estado allí, y cuando llegó la voz, ese pequeño universo naciente terminó de tener sentido. “Los soñadores/ ellos nunca aprenden”, susurró el cantante, antes de que la canción pasara a ser una suerte de mutación en contínuo, aunque siempre atada a la Tierra por el riff del piano.

“Ful Stop”, también de A Moon..., fue un ejercicio de vértigo psicodélico, con la intensidad creciendo desde la repetición y la acumulación de elementos. Y enseguida, solo percusiones para las primeras dos estrofas de “15 Step”, con el “One by one” del estribillo convertido en el primer intercambio entre Yorke y la multitud que llenó el predio de Tecnópolis. El público de Radiohead, como conjunto, también tiene sus particularidades. Por ejemplo, hacer que un tema “difícil” como “Myxomatosis” bordee el pogo, para delicia del cantante (“Misión cumplida”, debe haber pensado). O convertir en coro casi de cancha el riff de “Lucky”, la primera incursión de la banda en su repertorio más “cancionero”, enseguida continuada con “Nude”, que llegó hasta una suerte de grito primal afinado en el final.

La experimentación con la canción como materia prima volvió a hacerse palpable en “Pyramid Song”, que arrancó con Yorke al piano y el guitarrista Jonny Greenwood –el arquitecto de Radiohead– aplicándole un arco de violín a su instrumento, y en la que la voz terminó siendo un elemento sónico más. La explosión de “Everything in Its Right Place”, con el violero al mando de un controlador táctil que generaba mil “ruidos”, tuvo su contrapartida en la calma belleza cancionera de “Let Down”. “Bloom”, con Greenwood atacando dos tambores, vio su melodía bombardeada al estilo Radiohead, como si cuatro ideas antagónicas se superpusieran para crear otra nueva y superadora. La dinámica de mezclar el costado más cancionero de su obra continuó con “The Numbers”, con las pantallas y las luces al rojo vivo, y la clásica “My Iron Lung”, en la que el guitarrista se encendió en contacto con su instrumento.

Un problema de seguridad en la valla provocó que Radiohead frenara “The Gloaming” y dejara de tocar durante diez minutos. Yorke sorteó la demora pidieron que la gente diera un paso atrás y cantando acapella la parte que faltaba del tema. Con las cosas más tranquilas, la banda en pleno hizo el tema desde cero, y le pegó “I Might Be Wrong”, “Weird Fishes/ Arpeggi” (batería y guitarra en casi toda la canción), “Feral” (con el cantante bailando como un poseso y tirando onomatopeyas) y “Bodysnatchers”, en la que Greenwood cargó de electricidad la imagen escénica y el sonido de Radiohead. Para entonces, su hermano Colin casi no había salido con su bajo del espacio entre las baterías de Phil Selway y del invitado Clive Deamer.

Tras una pausa, el regreso del quinteto –aumentado por la presencia del segundo baterista– al escenario fue con la compleja simplicidad de “Desert Island Disk”, antes de que Greenwood modulara radios FM en vivo mientras Yorke lideraba desde su guitarra acústica “Climbing Up the Walls” (y finalmente todo estallara en noise). Como en la visita de 2009 en el Club Ciudad, el violero y su colega Ed O’Brien se pararon frente a tambores para “There There”, otra demostración de lo que es la intensidad para Radiohead. El clásico “Exit Music (for a Film)” arrancó con Yorke solo con su acústica –iluminado por un único haz violeta– y asegurando que era el día para escapar, para embarcarse luego en una odisea sónica con ecos floydianos. “The National Anthem” explotó desde el crucial sostén del bajo, mientras las pantallas eran una fiebre de rayas rojas y las guitarras enloquecían en noise, e “Idioteque” trajo al presente ese electroshock que Radiohead le aplicó al rock (vía Aphex Twin) para darle una nueva vida. La canción ya tiene dieciocho años, pero la frase “Esto está pasando de verdad” multiplicó su sentido hasta el presente: los bunkers y la era de hielo están ahí, a un par de delirantes decisiones de Donald Trump de distancia.

Otra pausa y la delicada “Present Tense”, con una danza como “arma de defensa propia contra el presente”, antes de que las guitarras fueran paroxismo en “2 + 2 = 5” mientras Yorke gritaba “salve al ladrón”, dedicado al anterior presidente republicano de Estados Unidos. Y “Paranoid Android”, para hacer carne una vez más aquellos sentimientos condensados por el cambio de milenio, a los que la realidad, en lugar de dejar atrás, multiplicó hasta el límite de lo insoportable.

Con la lista de temas ya terminada, y todo el mundo entre satisfecho y pasado por encima por un show brillante, Radiohead salió nuevamente a escena y, como en 2009, dejó como regalo final “Creep”, ese hit iniciático que Yorke detesta, probablemente porque es demasiado revelador y porque muestra una forma compositiva de la que enseguida se despegó. Sin embargo, pese a todos los vaivenes de la carrera del quinteto de Oxfordshire, ese lamento ante la sensación de sentirse siempre fuera de lugar continúa siendo un emblema para millones de personas. “Desaría ser especial, pero soy un raro”, cantó Yorke una vez más, y su lugar en el escenario lo contradijo y le dio esperanzas a quienes se sienten como cuando él compuso la canción: los “weirdos” pueden ser “fucking special”. Claro, nadie esperaba entonces que ese muchacho con el párpado caído y sus compañeros fueran a tirar a la basura los estándares del rock y a crear unos nuevos. Asistir a todo ese proceso ha sido fantástico; verlo enraizado en el presente, a pocos metros de distancia y en un show memorable, fue tan conmovedor como inquietante.