Devoto es el ying y el yang. Es la gloria o Devoto. Es el chiste: ¿En qué parte de Devoto vivís, del lado de adentro o de afuera? Devoto es el confort de casas refinadas y la fachada de casitas menos ostentosas que rodean la cárcel. Devoto es el límite con el conurbano. Devoto es eso: un barrio con límites. Hay una cuadra que lo parte al medio como un hachazo quirúrgico. Son escasos metros de frontera, una sutileza; y, a la vez, un abismo. Devoto discurre también en esos cien metros a lo largo de Pedro Lozano al 4900. Ahí es Lamadrid o la cárcel, depende si se mira hacia la derecha o hacia la izquierda. Dos emblemas de cemento, espalda con espalda, vinculados simbióticamente. Devoto se teje con las historias que se cuentan entre presos e hinchas. El amor. El odio. Lo visceral. Porque Devoto, en ese sentido, no tiene límites.

El Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires acaba de anunciar que la cárcel será trasladada a Marcos Paz, a 48 kilómetros de la Capital. Para Lamadrid es una amputación. Y también una oportunidad. La dualidad convive entre los hinchas que aspiran a que el ambiente tumbero no sea parte del paisaje y los que entienden que sin el presidio como vecino hay cierta pérdida de identidad. Sebastián Crosta nació en Mar del Plata, aunque desde chico llegó a este enclave porteño y el primer club que lo deslumbró fue Lamadrid. En la actualidad es colaborador en Prensa de la institución y desde hace 7 años relata la campaña del equipo. Crosta es la voz radial en los partidos de Lamadrid. Y la voz de algunos hinchas: “Por un lado, está bueno que trasladen la cárcel, porque afea al barrio. Pero, para mí, la cancha de Lamadrid es con la cárcel atrás. Por algo al club lo apodan el Carcelero”. El relator no piensa en el negocio inmobiliario ni en sus consecuencias, aunque sospecha que en alguna oficina gubernamental ya puedan estar hechas las maquetas de edificios que se proyecta construir en el sitio donde ahora está emplazada la cárcel. Así,  explica el sentimiento ambivalente a partir de la categoría en que la juega el equipo al que, de local, suelen alentarlo unos 500 hinchas. “La D es el último refugio de los románticos”, reza como un tango. 

Sin embargo, el vicepresidente de Lamadrid, Alejandro Martínez, es más pragmático: “Estamos contentos con que trasladen la cárcel”, le dice a Enganche. Fue jugador, técnico y presidente. Conoce al club en cada recoveco. “La cárcel no nos permitió crecer institucionalmente. Cuando teníamos la pileta y venían los chicos a la colonia, los presos se pusieron muy agresivos. Les gritaban cosas a ellos y a las mujeres. Hasta que dejaron de venir”, recuerda. Julio Seco, miembro de la Comisión Directiva, aporta: “Las chicas no podían ponerse malla porque les decían de todo. Al final, tuvimos que sacar la pileta”. Ahora, en cambio, se proyecta un club más grande, sin cercenamientos: “La mudanza no resulta algo súper positivo. La gente no se acerca porque estamos escondidos”. Seco conoce el territorio. En su radar cotidiano mira y escucha todo lo que se cocina en ese Devoto profundo. Todo. Seco nació a media cuadra de la cárcel y a una de la cancha de Lamadrid. 

Al principio, los presos veían los partidos y alentaban a Lamadrid. Al principio es hasta mediados de los 80, cuando las peleas entre barras bravas no eran aún el Far West del fútbol argentino. Cuenta Martínez que en 1977, cuando Lamadrid ascendió a la C, desde los pabellones mostraron banderas azules y blancas para festejar la vuelta olímpica. Tampoco se olvida de los papelitos lanzados al aire desde las celdas para celebrar otro ascenso del club de Devoto, el de 1983. Después, entre fines de los 80 y durante los 90, Lamadrid jugaba con dos hinchadas en contra: la visitante y la de los pabellones que dan a la calle Pedro Lozano. Entre los barrotes había hinchas de equipos del Ascenso que, con las piernas colgadas hacia afuera, alentaban a sus equipos. O prisioneros con la necesidad de crear un enemigo externo.     Los presos tenían sus equipos fetiches. Los rivales de Lamadrid que despertaban gritos más encendidos eran Dock Sud, Excursionistas y Nueva Chicago. “Siempre que jugaba Lamadrid, desde las ventanas de los pabellones ponían alguna bandera del equipo contra el que jugábamos”, rememora Seco. La cancha era el coliseo para los presos. Los gladiadores preferidos de quienes podían espiar el espectáculo eran siempre futbolistas rivales. “Lo hacían para llevar la contra”, cuanta alguien con amigos en la hinchada de Lamadrid y también adentro de la cárcel que prefiere el anonimato. Y agrega: “Yo veía camisetas de todos los equipos, de Laferrere, de Berazategui, de San Telmo. Ojo, quizás no eran hinchas de esos equipos, pero les regalaban las camisetas y las mostraban los días de partido”. Desde hace cerca de tres años, la cancha está prohibida para los presos. Por un incendio, ya no se utilizan los pabellones desde donde podían verse los partidos.

De todas las historias que vinculan a Lamadrid con la cárcel de Devoto hay una que es perfecta para graficar cuánto tienen que ver esos dos mundos opuestos y cercanos. Mario Oriente es el nombre de un ex preso con fama de malo que una vez que cumplió la condena ganó fama de bueno en Lamadrid. Marcelo Izquierdo, en su libro “Carceleros” (Aguilar, 2015), escribió: “Desde su celda, desde su rutina eterna, Mario lograba ver una parte de la cancha, el buffet donde se reunían los socios y las instalaciones al aire libre colmadas de niños. (…) Con el tiempo, llegó a conocer de memoria los movimientos internos del club, su gente y su vida. Y esperaba ansioso los sábados para observar los partidos del equipo. (…) Mario era hincha de Boca, pero Lamadrid pasó a ser su pase libre al futuro”. Mario Oriente pudo ir por primera vez a la cancha de Lamadrid en 1970. Se hizo socio. Se hizo parte del club. Lo empezaron a conocer, dice Izquierdo, como el “Loco Lamadrid”. Mario Oriente, que desde entonces no se perdió ningún partido hasta su muerte en 1980, inventó su paso a la posteridad. A pedido Enrique Sexto, ex presidente que le da nombre al estadio, escribió la letra del himno de Lamadrid. La nueva versión de Mario Oriente podría ser Pablo Rodríguez, que iba a ver a Lamadrid a la cancha en que jugara hasta que cayó en un agujero negro. Izquierdo publicó un mensaje que le dejó ese hincha cuando lo entrevistó en la cárcel: “Carta de Pablo Lucas Rodríguez desde prisión. Manda saludos y quiere agradecer el apoyo incondicional de su familia, de su mujer, de sus amigos, de la dirigencia del club, del buffet (por recibir sus llamadas todos los días) y de su querida hinchada, La Barra de Devoto”.

Siempre hubo recelos. Como en la película “El Hombre de al lado”, la convivencia entre Lamadrid y la cárcel es de vecinos que se relacionan sin perder la tensión. Hace 55 años la cárcel se quedó con unos terrenos que están detrás de la calle Bermúdez. El monstruo se tragó una porción con la que se alimentaban los muchachos del barrio que jugaban a la pelota. Para no ser devorados del todo por la cárcel, levantaron una pared para proteger la manzana y media que les quedaba. Y resistieron hasta hoy, aunque en su momento cedieron esa parte ante el director de la cárcel por temor a quedarse sin nada. A partir del reciente anuncio de la mudanza de la cárcel, los directivos de Lamadrid quieren recuperar aquellas tierras y obtener los papeles que jamás consiguieron para identificarse como propietarios de su propia cancha y del resto de las dependencias del club. Lo explicó la Comisión Directiva en un comunicado a fines de marzo de este año: “Somos el único club afiliado a la AFA que no posee las escrituras de sus instalaciones. Creemos que es un paso vital para crecer. Y además lograr la recuperación histórica del predio que da a la calle Bermúdez, detrás de nuestro estadio, cercenado por la cárcel en 1963”. El último párrafo tiene el tono poético que podría atribuírseles a los románticos: “El mundo del fútbol y nuestros vecinos nos conocen como los ‘Carceleros’. Pero nosotros nunca nos consideramos guardianes de la prisión sino fieles custodios de los sueños de nuestros fundadores de convertir a General Lamadrid –un nombre que honra a uno de nuestros guerreros de la Independencia– en un espacio de amistad, convivencia y valores que duran toda la vida”. Seco enfoca su horizonte sobre la calle Bermúdez. Quiere que ahí, donde están los terrenos que la cárcel le expropió al club, sea la nueva entrada principal de Lamadrid. Para que sea un club abierto, con más gente. Para que la sombra no provoque más eclipses.

La cárcel habita Devoto desde 1927. Lamadrid, desde 1950. Martínez todavía no termina de creerse que vaya a suceder. Pero se ilusiona con un Lamadrid sin el límite de esa cordillera gris. Son tiempos en los que podrían escribirse los últimos capítulos de una relación atravesada por el amor y el odio. El vicepresidente de Lamadrid, padre del presidente, Matías Martínez, repasa una historia: “Antes perdíamos unas 60 pelotas por año. Pasaba en los días de partido o durante los entrenamientos. Cuando íbamos a reclamarlas, no las devolvían. O nos daban alguna gastada, en vez de la nueva que acababa de caer en la cárcel”. Ahora las pelotas se cuidan como joyas. Lamadrid, el club humilde que aspira este año a volver a la C, tiene una estrategia: apenas una pelota sale lanzada como un misil del territorio propio, un empleado del club corre inmediatamente para recuperarla. Si cayó dentro de la cárcel, le tocan el timbre al centinela. “Es la única manera de recuperarlas”, dice Martínez padre. Es la única manera de que el monstruo no se trague de a pedacitos a Lamadrid.

El diálogo entre los interlocutores de ambos lados está quebrado. Son parte del pasado los encuentros de camaradería, los partidos entre el seleccionado de presos o el equipo de guardia cárceles contra la Reserva de Lamadrid. El club hizo concesiones que ya no está dispuesto a repetir. A veces, incluso, ni siquiera tuvo posibilidades de decidir. Eran otros tiempos. Tiempos de plomo. La época en que aterrizaban helicópteros en el medio de la cancha, de noche, y bajaban a encapuchados para encerrarlos en la cárcel. 

Son las seis de la tarde de un jueves de abril. El sol empieza a caer y la luz hasta hace unos minutos diáfana se ensombrece. La transición entre la tardecita y la noche cerrada es una metáfora de un paisaje barrial único: dicen los de Lamadrid que en ningún lugar del mundo hay una cancha de un equipo afiliado a la federación de un país separada de una cárcel por apenas una calle. Lamadrid, a esta hora, es Disneylandia, con niños que juegan con la camiseta de su equipo porque, como dice un cartelito en la entrada del club, “En Lama con la de Lama”. Hay una mesa de ping ping, hay tres mesas de madera ocupadas por familias en el buffet que alguna vez estuvo a cargo de Mario Oriente, hay chicos, 10 o 15, que recién terminaron de jugar al fútbol. Lamadrid es la luz. Los murallones blancos de la cárcel esconden otras historias. Desde afuera, sobre una de las veredas del club, se escuchan voces. Voces de encierro. Un guardia se pasea con su arma al hombro y escupe hacia abajo. Apenas se le ve el cuerpo: del pecho hacia arriba. La sordidez de la cárcel es una atmósfera espesa, opaca. Es la parte de Devoto que Lamadrid siente como su sombra.

Luna fotografías