Primero lo primero: Basada en hechos reales no está a la altura de El bebé de Rosemary, Barrio Chino o Perversa luna de hiel, por citar tres de las obras maestras que atraviesan la filmografía de Roman Polanski. Lo cual es algo no sólo previsible sino hasta lógico. A cambio, el último largometraje del realizador polaco, que puede ser interpretado como un clásico run for cover, ese concepto reacuñado por Hitchcock para referir a aquellos proyectos-guarida que le permitían saltar sin miedo a la falta de una red de contención, ofrece moderadas pero efectivas dosis de un estilo que a esta altura es inconfundible. Y, en más de un sentido, se establece como una posible versión paralela o alternativa de su anterior El escritor oculto, su última gran película. A los 84 años y con el fuego del caso por abuso sexual a una menor de edad recientemente reavivado, Polanski continúa refugiado en Francia, su país adoptivo desde hace varias décadas, donde pudo concentrarse en la realización de este auténtico film de cámara: la protagonista no es otra que su esposa, la actriz Emmanuelle Seigner, y el relato, ubicado en poco más de dos locaciones, le permitió trabajar en gran medida dentro del tranquilizador confort del set cinematográfico. Como ocurre también con algunas de sus últimas creaciones (notablemente Un dios salvaje, basada en la pieza teatral de Yasmina Reza), D’après une histoire vraie está inspirada en la novela homónima y de publicación reciente de la escritora Delphine de Vigan (Nada se opone a la noche, Días sin hambre), un bestseller en su país de origen editado en la Argentina el año pasado. No tanto película por encargo como proyecto que mantiene activa la pulsión creativa, el último Polanski puede y debe ser visto como una reflexión sobre los deseos y miedos que atacan por la espalda a todo aquel que se dedica a la creación artística, a la manufactura de ficciones. Pero en manos del director de El cuchillo bajo el agua –que siempre manejó, muchas veces a la perfección, el sentido de la ironía–, la historia de la novela es trasladada a la pantalla con una aparente seriedad que, más temprano que tarde, se revela esencialmente como una máscara. La película va dejando pistas sobre su condición lúdica, trocitos de pan que van conformando un camino sinuoso hasta que terminan de dibujar la silueta de un juego, de chascarrillo incluso.

“Durante casi tres años no escribí una sola línea”, afirma en primera persona la protagonista de la historia, cuyo nombre –como el de la autora de la novela– es Delphine. No es casual que el libro incluya una cita de Misery, la célebre novela de Stephen King: el escritor o escritora como centro del universo, un creador/a capaz de conjurar el amor, la empatía, la admiración, el deseo, la envidia. Y la adoración de sus fans, desde luego. Basada en hechos reales, la película, comienza con una serie de planos de varios lectores ansiosos por obtener un ejemplar autografiado y dedicado de la nueva novela de Delphine. Del autor al lector, sin mediaciones. El rostro de Seigner denota cansancio. Tal vez hastío. Hasta que las bellas facciones de L. (Eva Green, la misma actriz que hace exactamente quince años debutó en Los soñadores de Bertolucci) logran sacarla de ese sopor exasperado que la tenía inmovilizada en un ritual conocido y agotador. L. o Elle (“de Elizabeth”, le dice ella) también le pide su rúbrica, pero de otra manera, menos aduladora, más asertiva. Horas después, en una fiesta de recepción por la publicación de su nuevo volumen, Elle (que también es Ella, un genérico que más tarde desnudará por completo su esencia perturbadora) confiesa que también es escritora, aunque de otro estatus: como el personaje interpretado por Ewan McGregor en El escritor oculto, se dedica a recolectar información y anécdotas para escribir aquellas líneas que, más tarde, serán firmadas por otros. No importa si se trata de la vida privada de un artista, un deportista o un político, esas oraciones y párrafos dejarán de pertenecerle a partir del momento en el que son tipeados. Nunca llegará a decirlo, pero podría suponerse que a Delphine la idea de desaparecer, de esfumar su identidad en un texto rentado, de transformarse en una escritora fantasma, podría tranquilizarla un poco. “Era como si él fuera un personaje de una historia o de una obra, un personaje cuya historia no es relatada como una historia, sino creada como una ficción”, afirma Stephen King en bastardilla antes de que Delphine de Vigan le haga decir a la otra Delphine, su personaje, que le gustaría describir cómo L. entró en su vida. Y en qué circunstancias. “Me gustaría describir precisamente el contexto que le permitió a L. invadir mi esfera privada y, pacientemente, tomar posesión de ella.”

L., la vampira

Según consta en las declaraciones de Polanski a los medios hace un año, durante la conferencia de prensa en el Festival de Cannes –donde la película fue presentada por primera vez ante una audiencia–, quien tentó al realizador con una posible adaptación del libro fue su mujer Emmanuelle. “Lo que más me interesó en un primer momento fueron los personajes y esas situaciones peculiares y desestabilizadoras en las que se encuentran. Por supuesto, esos son temas que ya he explorado en películas como Cul-de-sac, Repulsión y El bebe de Rosemary. La novela es un libro que cuenta la historia de otro libro, lo cual me parece muy interesante. Ese también es el caso en otras películas mías, La última puerta y El escritor oculto. Todo eso es mi macguffin, esa cosa que dispara la intriga, que resulta ser un objeto. También –y probablemente debería haber comenzado con esto– el libro me dio una gran oportunidad de explorar la confrontación entre dos mujeres. Muchas veces he mostrado el conflicto entre dos hombres o entre una mujer y un hombre, pero nunca entre dos mujeres”. Del libro al guion puede haber uno o varios pasos. En el caso de Basada en hechos reales, Polanski confió en el talento del realizador Olivier Assayas, “alguien que ha tenido muchos personajes femeninos como protagonistas de sus películas y que, además, ha escrito muy efectiva y profesionalmente para otros cineastas”. Precisamente, el último largometraje del director francés, Personal Shopper, relata las experiencias cada vez más inquietantes de su protagonista –la asistente y “compradora de ropa” personal de una celebridad, interpretada por Kristen Stewart– con una supuesta entidad que podría o no ser su hermano fallecido tiempo atrás. Realidades y ficciones, entes misteriosos que podrían ser personas o algo diferente, el vampirismo creativo y/o personal como leitmotiv. Y el eterno retorno del doble, eso que los alemanes llaman doppelgänger y cuya silueta ha venido recorriendo la historia del arte y la filosofía desde tiempos inmemoriales. Mientras tantos, L. entabla una amistad que es cada vez más profunda con Delphine, la escritora con síndrome de la página en blanco que no es capaz de presionar una sola tecla de su computadora. Ni siquiera para responder alguno de los emails que atiborran su casilla de correo electrónico. Para colmo de males, al temido bloqueo del escritor se les suman una serie de cartas anónimas que la increpan y maldicen por haber utilizado el dolor personal de miembros de su propia familia en su última novela, referencia indudablemente autobiográfica de la autora de Basada en hechos reales, en cuyos textos previos había descrito en detalle su lucha contra la anorexia (relato publicado originalmente con un pseudónimo) y la difícil relación de los miembros de una familia bastante parecida a la suya. A los múltiples niveles de ficción y realidad –y a las hibridaciones entre ambos– de la novela se les suman ahora los del film.

Y así están las cosas: un marido que casi nunca está presente porque viaja mucho y además así quedó dispuesto por la pareja (la distancia, dicen, a veces mejora las relaciones), un grupo de amistades de las cuales Delphine se aleja cada vez más y la intensa participación de L. en su vida profesional y privada. Porque Ella, la mujer enigmática, no sólo comienza a responder esos aborrecibles emails y a organizar un poco la agenda de la escritora: L. se muda a un departamento justo enfrente del de Delphine y luego cruza la calle, instalándose en el centro del hogar de su nueva amiga, feliz de tener a alguien a quien confesarle sus miedos o compartir los problemas de su métier. En una instancia importantísima de la trama (y aquí conviene detenerse para no enfrentarse a la ira de aquellos que consideran cualquier detalle narrativo un spoiler), L. ofrecerá reemplazar a Delphine durante una conferencia en un pequeño pueblo. Al fin y al cabo, son físicamente muy parecidas, o al menos eso le parece a L. Y a partir de cierto momento también a Delphine. El espectador sagaz ya habrá adivinado a esa altura del drama (o de la comedia) que las cosas no son necesariamente como aparentan serlo, que las facciones de la realidad pueden ser simplemente un engaño, un truco de magia digitado por alguien o algo, exterior o interior. Roman Polanski afirmó en Cannes que “uno de los desafíos de la película era lograr una representación interesante del juego de espejos entre realidades y ficciones que es, en definitiva, el corazón de la historia. Debíamos darles a los personajes cierta ambivalencia. Ese es uno de los ingredientes clave a la hora de obtener una actuación potente, que debe provocar duda, incertidumbre y sospecha en el espectador. Todo esto me recuerda a ciertos espectáculos de marionetas durante los cuales los niños están al mismo tiempo paralizados por el miedo y la alegría, mientras la intriga se desarrolla exactamente tal y como temían, pero también como esperaban. Recrear esa sensación para una audiencia adulta me resulta muy divertido”.

La historia oculta

Emmanuelle Seigner, objeto de deseo en Perversa luna de hiel y manipuladora total en La piel de Venus, es ahora la personificación de la fragilidad, la autora que no se decide a dejar de lado el proyecto más conveniente para el mercado editorial y encarar esa historia “oculta” –como no se cansa de decirle L.– que se escabulle entre las páginas de esos cuadernos escritos a mano, desde su adolescencia hasta tiempos más recientes. Eva Green, una de las soñadoras de Bertolucci y ex chica Bond, siempre con un pie en Hollywood y otro en la Madre Patria, encarna todo lo contrario, con una sensualidad a flor de piel que su contraparte parece haber algún perdido tiempo atrás, junto con un lugar en el mundo ganado a fuerza de talento, constancia y confianza en sí misma. Llegará el momento del enfrentamiento, desde luego, porque la esfera privada de Delphine, como ella misma describe en las páginas del libro, ha sido invadida completamente por L. Lejos de París luego de un pequeño accidente, ubicadas en la casa de campo (las casas de campo son un hábitat ideal para las confrontaciones y los clímax narrativos), Delphine y L. se observarán de cerca y, por momentos, parecerá que están mirándose en un espejo. No tanto juego de gatos y ratones (aunque algunos ratones hay, reales o imaginarios) como extensión de la idea de víctima y victimario, llegará ese punto en el cual la escritora deberá ceder ante el debilitamiento de su voluntad y abrir la caja de Pandora o dejarse llevar por la posibilidad del abandono total, la sequedad seguida de muerte del proceso creativo. En esa superficie resbaladiza –que, cosa extraña en Polanski, deja de lado sus aristas más perversas– se mueve la historia de Basada en hechos reales, que tal vez de manera inconsciente no haga más que recrear en el terreno de la fantasía algunos de los pensamientos del director respecto de su obra reciente, que parece querer alejarse de eso que suele permanecer oculto pero que siempre dio la cara en sus mejores películas.