Los poemas de María Negroni “viven y respiran”. Ella frota las palabras como si en el roce encontrara una pequeña iluminación a la que asirse para burlar los énfasis y amaneramientos. “No escribiré a bocanadas. Lo mío será siempre adentrarme, como si estuviera para amar. ¿A quién? No sé. Lentamente hacia aquí, a contrapelo, de par en par la casa de la sombra. Sin escandir ideas. Sin buscar otra cosa que gerundios. Con desorientación al menos grave, oscureciendo las maneras –casi categórica–. Alguna vez, tal vez, podré sobrevenirme. Quién sabe si doler no es la manera de nacer de una alegría”, se lee en “Programa” uno de los poemas que integran Archivo Dickinson (La Bestia Equilátera), libro de la poeta, narradora, ensayista y traductora.

La fascinación de Negroni con la obra de la poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886) –a quien tradujo– elude la obviedad de la leyenda. No cae en el facilismo del halo romántico y algo gótico de esta suerte de “niña grande”, vestida de blanco, que escribió casi 2000 poemas. La brevedad y la precisión le sientan bien a la poeta de Amherst y a la poeta rosarina, porteña por adopción después de haber vivido veinte años en Nueva York, una desobediente risueña de los géneros, autora de textos de una belleza inusitada como Elegía Joseph Cornell y La noche tiene mil ojos. “El poema intenta siempre perderse por los pasillos de lo inhóspito a ver si así consigue adueñarse de un trozo de lo real”, plantea Negroni en la entrevista con  PáginaI12.  

–En la contratapa del libro, Luis Chitarroni la define como “la  amanuense y médium ideal de Emily Dickinson”. ¿Qué relación se puede entablar entre traducción y escritura? Si no hubiera traducido los poemas de Dickinson, ¿no habría escrito el libro?

–Yo no diría que escribí el libro porque traduje sus poemas. De hecho, el origen fue otro. Se remonta a 2013, cuando la Universidad de Harvard puso a disposición del público los papeles privados de Dickinson, y yo me encontré con un Lexicon de 9000 palabras, ordenadas alfabéticamente, que registraba de modo exhaustivo las recurrencias verbales de la autora. Ese catálogo, se comprenderá, no sólo indicaba una riqueza lingüística. Supe de inmediato que era también un sumario de obsesiones. Mi admiración por Dickinson tiene larga data. Su sintaxis indócil, y sobre todo, el ritmo sincopado con que rompe la trampa de la comprensión temática a favor de la imprudencia del pensamiento, siempre me sedujeron. No pude sustraerme a la tentación. Elegí, sin pensarlo, las palabras que más resonaban conmigo y a partir de allí, escribí Archivo Dickinson, con todo lo que tiene de homenaje y desmesura.

–“Preferí balbucear como una idiota en el jardín manchado del lenguaje”, se lee en uno de los poemas. ¿Qué importancia tiene el balbuceo en la poesía de Dickinson?

–El balbuceo es fundamental en Dickinson, como lo es en la obra de cualquier poeta verdadero. Ese balbuceo equivale a una ceguera verbal. También remite a la complicidad, paciente y deliberada, que la escritura entabla con el misterio. El poema intenta siempre perderse por los pasillos de lo inhóspito para adueñarse de un trozo de lo real. A esa modestia laboriosa, que a veces logra horadar la complejidad de lo humano y del mundo, le debe el lector su felicidad.

–“Alondra amotinada, la escritura desoye conveniencias y se cose –sin algo que la inspire– a lo incurable. Yo no sé. Me parece que no quiero entender.” ¿Cómo explicar ese no querer entender? ¿El entendimiento mata la escritura, clausura la multiplicidad de sentidos?

–Me gustaría contestar a tu pregunta con el mismo poema: “Yo no sé. Me parece que no quiero entender”… Pero haciendo un esfuerzo, podría aventurar que no se trata aquí de la supuesta oposición entre escribir y entender, sino más bien del desconcierto que nos produce siempre el vínculo, paradójico y oscuro, de la escritura con la pérdida y el dolor.

–¿Qué conexiones hay entre escritura y deseo?

–De este tema se han ocupado tratados y libros enteros. Yo solo agregaría aquí que escritura y deseo constituyen un binomio tautológico. Sencillamente: no existe escritura sin deseo. A condición de aclarar que, en tanto deseo, la escritura no se calma con nada. Es más, un fracaso conduce a otro y solo es posible fracasar mejor. O peor, quién sabe.

–Hay pequeñas verdades que relampaguean en los versos del poema. ¿Por qué “el arte es una suma de errores ejemplares”?

–Porque son esos errores luminosos los que permiten atravesar de pronto las costras del uso y acceder, por un instante, a eso que incomprensiblemente somos. El arte, me parece, no es otra cosa, pero eso ya es muchísimo.

–“Cada poema oculta un cuerpo y cada cuerpo un dolor”, dice en uno de los poemas de Archivo Dickinson. ¿Escribir es exhumar el cuerpo?

–En mi caso, sospecho que escribir es una forma de interrumpir la clausura y el encierro que imponen los usos convencionales del lenguaje y también de oponerme a la calcificación que instaura toda obra terminada. En efecto, cuando termino un libro, ya no me pertenece. Ni siquiera me representa. Tengo que volver a empezar. Ir más allá, desnudar más, preguntar otra vez. Esta experiencia es común a todos los escritores. Un poco al estilo de Sísifo, que dichosamente acepta su castigo, acaso porque intuye –en la imposibilidad de verse liberado– un raro don: el de poder relanzar el deseo y sentirse vivo otra vez.