El 20 de abril era –no sé si sigue siendo– el cumpleaños de Adolfo Hitler. En abril de 1943, que es el año que me ocupa en esta nota, calculo que Hitler cumpliría 54 años y sus compañeros de afanes, con la colaboración de las tropas acantonadas en Polonia, le preparaban –dicen– un regalo sorpresa para festejarlo: una selección de fotos –serían– de las largas filas de todos los veinte mil judíos que todavía quedaban vivos en el ghetto de Varsovia, camino de los campos de exterminio de Treblinka o de Auschwitz o de Majdanek, de los cadáveres aún tibios que acabaran muertos en las calles y de la pila de escombros en que transformarían esas veinte manzanas, desencajadas de los raciocinios refinados que hasta entonces habían producido los progresos civilizatorios de la estirpe humana.

Más allá de la leyenda del cumpleaños del führer, dentro del ghetto, mientras tanto o ya hacía muchos meses, bullía una vida subterránea, pertinaz en la incertidumbre de su futuro. Las voces, en ídish y en polaco, quién sabe en qué gradación de volumen, resonaban en la oquedad de las alcantarillas; se construían túneles, se acondicionaban búnkeres, se amañaban pasadizos y se facilitaban pasos y puentes para moverse por los techos, en tanto se vigilaba o, más bien, se observaba con mirada impotente, por los vidrios rotos de las ventanas, la caza del hombre que sucedía en la calle. Ya conté en otras notas cómo Mordejai Anilevich, al frente de los grupos de choque de judíos, fueran de derecha o de izquierda, trataba con la resistencia polaca para recibir armas y entrenamiento, cómo el médico Janusz Korczac rebuscaba la comida para sus huérfanos, la que los osados arrojaban en bolsas, desde el lado ario, por sobre el muro de cuatro metros de altura que encerraba las dos secciones del ghetto, o la que los niños, gracias a la flacura que les agenciaba el hambre, salían a buscar, escurriéndose por los huecos que cavaban por debajo o recibían por los agujeros disimulados con ladrillos flojos. Y también relaté, en algún otro medio, cómo Lena Gartenstein, una de las jóvenes que vio por última vez a Korczac cuando desfilaba con sus niños al destino incoherente que los esperaba en las penosas cámaras de gas de Treblinka, para morir con ellos, salió ella un día, modosamente, del ghetto, acomodándose un sombrero, para esconderse entre las dos obreras polacas que la acogieron en su pequeño departamento del barrio de Praga, sobre la orilla derecha del Vístula, hasta el final de la guerra.

Cuando el 19 de abril los nazis entraron al ghetto –me gustan las palabras con que lo dijo Lena Gartenstein en una entrevista con Eliau Toker– los judíos atacaron al ejército alemán. Así lo dijo. Y Hitler hubo de quedarse frente a la torta con las velitas prendidas, repitiendo mil veces su deseo secreto de cumpleañero, como si fuera una mentira de Göbbels, hasta más de tres semanas después, cuando, a mediados de mayo, pudo apagarlas con una sonrisa ruin de satisfacción. Hoy queda en ese lugar donde estaba el ghetto una extensión vacía que recuerda lo que en Polonia no será tan fácil recordar.

En la casa de mi infancia había una sala que mezclaba la idea de living con la de escritorio del patriarca de la familia. La biblioteca, de madera concisa y oscura, ocupaba toda una pared llena de estantes con libros, cajones con fotos y puertas, algunas cerradas con llave, que guardaban cuentas de banco, cartas, secretos, banalidades y estupores. En una de las que no tenía llave, mi papá había pegado con una chinche modesta, por el lado de adentro, el recorte de diario en el que había leído, por primera vez, una alusión a lo imposible de creer que pasaba en Europa. Fue la primera noticia que tuve del pasmo de la Segunda Guerra. El recorte estuvo siempre ahí, antes de que yo aprendiera a leer y hasta que la mudanza del fin de un ciclo la desarmó, y entonces se perdió, llevándose el asombro consigo.  

Cuando todo acabó, lejos de mi casa, allá en Europa, y los satanases huyeron al inframundo en un suicidio, las gentes que habían quedado vivas se miraron incrédulas, azoradas ante lo que habían hecho o lo que habían sido capaces de padecer y durmieron consternadas entre las ruinas, sobre sus cadáveres. Muchos enterraron a sus muertos rapidito y se pusieron a pensar en otra cosa. Otros tantos prefirieron indagar la ferocidad enmarañada en las entrañas de la condición humana. De entre esos sobrevivientes, el filósofo judío lituano y también francés Emmanuel Lévinas se preguntó qué significaba el otro para cada sujeto civilizado. Y dijo que el otro era un Tú lleno de infinito que me determina, que ordena al Yo de tal manera que nunca podría ser el que convierta al Tú en objeto a ser dominado o despreciado o vilipendiado o eliminado, si es que una lega como yo puede ponerse a explicar un tal nivel de abstracción de la otredad. Escuchar a Lévinas desdice al mundo de un poquito de Heidegger, del poder al servicio del Estado dictatorial, de la inutilidad de las instituciones parlamentarias, de la estigmatización necesaria de un enemigo como forma de estrechar los lazos de una sociedad entre sí y, a la vez, con su dirigente máximo, tal como lo había planteado Carl Schmitt, el politólogo de Hitler, para quien la política era sinónimo de guerra.

Aun cuando en nuestra sociedad democrática del siglo XXI el proyecto económico vaya al revés del de la Alemania de los años treinta y el modelo social no apunte al colectivo sino al mérito individual que filosofaba Ayn Rand, corroe el sosiego de los ciudadanos una dirigencia que, en sucesivos golpes de timón, toma decisiones que ignoran la validez de la Constitución –por más antigua y liberal que sea–, desprecia la independencia del Parlamento, estigmatiza como enemigos a los pueblos de piel y creencias de otro color o a los representantes de la oposición política o a los delegados gremiales para intervenir sus sindicatos o normaliza la justicia en un estado constante de excepción, claro que siempre con una sonrisa evangélica que remplaza, astutamente, las voces estentóreas del cuartel; más aún, se apodera de los medios de comunicación para hacer de la mentira posverdad al estilo de Göbbels y permite que su sociólogo asesor estrella se atreva a decir, con el mayor desparpajo y sin que sus razones nos maravillen, que Hitler era un tipo espectacular. No vuelvo atrás en el tiempo ni recupero amenazas. Solo en este momento de recordar siento una cosquilla que me recorre las avenidas de la Historia.

* Escritora y periodista.