Al hablar del presidente electo de Estados Unidos es tentador empezar por su peinado. Esa cabellera lacia y anaranjada que, con paciencia, peina de izquierda a derecha cada mañana desde hace casi 70 años, y que lo hace parecerse mucho al Biff Tannen de Volver al futuro II. Pero algo aún más interesante acerca de Donald Trump es su posible valor contracultural. Si la palabra “contracultura” sonó simpática por unas cuantas décadas, hoy la insurrección normativa parece pasar menos por el simpático rock & roll que por el antipático discurso racista, xenófobo y misógino de Trump, que en pocos meses demostró cómo pudo tomar a contrapelo toda corrección política y alcanzar su objetivo.

La carnicería oral del ganador de las elecciones más miradas del mundo provocó indignación ya no sólo en los progres liberales y cosmopolitas que fueron con Hillary Clinton –la “candidata del establishment”–, sino dentro del propio Partido Republicano: varios se tuvieron que fumar en pipa a este outsider que por primera vez ostentará un cargo político. Hacia adentro, Trump se dice la voz de una “mayoría silenciosa” con base en los redneck y la white trash; los blancos pobres, cuya voluntad emergió del Estados Unidos profundo, ganándole la pulseada a la suma de las minorías.

El rechazo de cierta derecha hacia este tipo de incorrección política parece afincarse en que Trump dijo lo que ellos piensan pero consideran inmoral o inconveniente decir. Hubo réplica en Argentina, cuando votantes del partido neo-conservador se ofendieron al oír cosas que, a su modo, también expresó el presidente local.

Frases como “Lo lindo de mí es que soy muy rico” o “Jamás vi a nadie flaco tomar Coca light” son sólo el costado pintoresco de un personaje intrigante para el paño político futuro. En un mundo occidental que por décadas se jactó de estar globalizado, el Biff Tannen de hoy impone una prédica localista y chauvinista sin poner en duda la vocación imperial de su país, pero construyendo su propio manual.