Florecen, como puntadas estéticas, mil textos. Un millón de palabras. Son épocas en las que el pensamiento crítico es acusado torpemente desde el poder, y gurúes tecno y futuristas anuncian la caída de la lectura, el triunfo de las pantallas, la pérdida del trabajo manual y de la reflexión a través del cuerpo, y la eliminación definitiva de la capacidad de espera e imaginación. Pero Argentina se llena de palabras escritas –luego dichas– en editoriales que se inventan, piezas teatrales que se suceden, en festivales y ferias que aglutinan. Ante la pérdida constante del poder adquisitivo y la capacidad de consumo, hay una abigarrada e indescifrable vuelta al poder revolucionario, quizás sanador, de la palabra. Una búsqueda permanente del yo en el nosotros, del individuo reflejando y armándose en sociedad.

Mientras la música pasó a ser un modo de anestesia y compañía funcional, la palabra se tornó el modo singular de decir presente en la Historia de un cúmulo de juventudes que vivieron en silencio los motes de “perdidos”, “indiferentes” o “marginados”. Son gritos, a veces dispersos, que piden volver a vivir en comunidad: neoluditas que disparan contra los efectos nocivos de las pantallas individuales.

Pero cuidado: el sistema todo lo corrompe y toma para sí. Mil y cien cooperativas de teatro son, a los efectos de realidad, un mero nombre. El teatro es una pulsión colectiva que se resuelve en arrestos individuales y voluntaristas; y las cooperativas actuales son etiquetas que preceden a los grupos en la búsqueda de subsidios. ¿Qué es una asamblea si no un modo de vernos a las caras y decidir los rumbos que solos no podríamos seguir? Si la cooperativa es un modo de disciplinamiento del Estado sobre la creación teatral, quizás sea hora de volver a la disputa por los recursos y los significados reales: que cooperen entonces, que arranquen los recursos al Estado y que los organismos que los nucléen puedan dotar la creación. Que al arte sea libre. Y que esté bien remunerado.