“Odio a los niños”, confesó alguna vez Richard Ford (Jackson, Mississippi, 1944). Para, a continuación, volver a explicar por qué él y su mujer –y constante presencia en las dedicatorias de todos sus libros, Kristina– habían decidido no detenerse y pasar de largo de la estación y estadio de la paternidad/maternidad. En resumen: están muy bien como están. Y para qué poner en riesgo lo tan arduamente logrado o –materia más frágil aún– conseguido sin aparente esfuerzo más allá de una rara y tan envidiable conjunción astral. Para Ford, tal vez, los hijos son ese pegamento para unir piezas rotas y disimular grietas, quién sabe. O, tal vez, los hijos son una bomba desequilibrante que hace volar todo por los aires y luego caer.

  Lo que no quita que Ford sea, también, un gran escritor de niños y jóvenes. Ahí, el disfuncional inolvidable pequeño hijo on the road junto a Frank Bascombe en El Día de la Independencia (y recordar que Frank tuvo otro hijo, que murió muy joven poco antes del inicio de El periodista deportivo); el adolescente Joe Brinson como testigo presencial del matrimonio en llamas de sus creadores en Incendios; o los gemelos en fuga con familia delictiva en Canadá. 

  La explicación para este talento resulta más que evidente con la lectura de la breve inmensidad del melancólicamente feliz o alegremente nostálgico Entre ellos. Aquí queda de manifiesto que Ford ha aprendido a inventar infancias observando una y otra vez la suya propia a través de los ojos de sus inventores: Edna Akin y Parker Ford. 

  Conteniendo dos ensayos, uno para cada uno, y subtitulado Recuerdo de mis padres (ya había publicado por separado la parte maternal en 1986), Ford añade aquí el costado de su progenitor. Y consigue una de esas obras maestras del género memorialístico que debería ser estudiada a fondo por todo aquel que anda por allí seguro de que nada nos debe parecer más interesante y dramático que el propio ombligo y aquello que lo rodea a unos pocos metros de distancia, máximo.

  El tono de Ford –esa lírica y medular sequedad que pega tan bien con el modo en que Ford, como Clint Eastwood, ha ido fosilizándose más que envejeciendo– evoca por momentos al de ese clásico norteamericano que es El río de la vida de Norman Maclean o el Quemar los días de James Salter. Sólo que aquí no abunda la tragedia fraternal o la aventura individual sino –acaso más difícil de convertir en algo apasionante– las postales domésticas de una pareja que recibió la llegada de Richard cuando ya no lo esperaba, después de tanto intentarlo: “Durante todo ese tiempo desearon tener hijos. Era lo normal. Pero sencillamente no los tenían. No sabían muy bien por qué. Y ello los mantenía más unidos, como si se hubieran aislado tanto del pasado como del futuro (...) Y todo era mucho más complejo de lo que digo. No hay duda”, comenta lacónico, Ford, acerca de su prehistoria. Y añade ya de este lado: “Ser un hijo tardío y único es un lujo, con independencia de cualquier consideración, pues ambas cosas te invitan a conjeturar a solas sobre el tiempo que fue antes”. Y, claro, es así como se gesta un escritor. 

  Después, ya a sus lados, un hombre y una mujer que ya no están aquí (el muy ausente por su trabajo en la carretera como vendedor Parker morirá en brazos de su hijo de dieciséis años; la estoica Edna vivirá mucho más pero, finalmente, morirá a solas), pero a los que Ford dota en Entre ellos de un aliento casi inmortal y de un aire como el de esos personajes en los cuadros de Edward Hopper o de Andrew Wyeth. Seres que no solo son parte del paisaje –el Sur y el Medio Oeste norteamericano de unos Estados Unidos color sepia que ya no existen, pero que están ahí para siempre– sino que acaban siendo el paisaje mismo.    

  En la explicativa nota final –donde advierte de que “un memorialista nunca es únicamente alguien que cuenta las historias de otras gentes, sino un personaje más de esas historias” y que “la tarea del escritor de memorias es la de componer una forma y una economía capaces de conferir una coherencia veraz y fiable, si bien a veces drástica, al conjunto de cosas desiguales que toda vida contiene”– Ford da el único paso en falso y, acaso, dice la única mentira en estas páginas de una sinceridad tan arrasadora como edificante: “He intentado, en la medida de lo posible, escribir sobre aquello que sabía y no sabía de un modo objetivo. A fin de cuentas, mis padres no estaban hechos de palabras. No eran instrumentos literarios susceptibles de utilizarse para conjurar algo más grande”.

  Lo que no es cierto.

  Los muy literarios e instrumentales Edna y Parker fueron y son inmensos. Y –como casi confiesa Ford en las últimas líneas, padres nuestros también– son capaces “de alumbrar en el lector pensamientos que mis padres pudieran –en parte, y de forma útil– ocupar” haciendo de Entre ellos un Entre nosotros.

  Y está claro que ese niño que alguna vez fue (y que tal vez hoy odiaría Ford) los quiso mucho y los puso por escrito mejor que nadie.