Desde Barcelona
Para Soledad y Juan y Dominica

UNO Madre hay una sola y hay un solo Día de la Madre (aunque se repite una y otra vez que el Día de la Madre son todos los días, feriados y 29 de febrero incluidos). Día que en España acaba de quedar atrás hasta el año que viene. Más allá de lo anterior –y de que el Día de la Madre caiga en diferentes fechas según el lugar– las madres ya no son lo que eran ni lo que serán. La madre –de por sí un estado cambiante ya desde el instante mismo en que ese espermatozoide llama a las celestiales o rosadas puertas de ese óvulo– está todo el tiempo cambiando sobre sí misma y no se parece a ninguna otra madre. No es lo mismo la “Mother” ausente de John Lennon que la “Mother” castradora de Pink Floyd. No es lo mismo la Jenny Fields de El mundo según Garp que la Wendy Torrance de El resplandor o que la Sybilla de la por fin reeditada y magistral El último samurái. No es lo mismo la Reina Madre de Aliens que Norma Bates. No es lo mismo la Virgen María que Jane The Virgin. No es lo mismo la Reina Letizia que la Reina Sofía. No es lo mismo Beatrix “Kill Bill” Kiddo que Sophie “Choice” Zawitoskie. No es lo mismo –por citar el caso de dos madres mediáticas españolas y recientes– Juana Rivas que Patricia Ramírez. No es lo mismo Marge Simpson que la madre de Bambi. No es lo mismo el retrato de la madre de Whistler que el retrato de la madre de Dalí. No es lo mismo Sarah “Terminator” Connor que Dana “X-Files” Scully. Pero algo las une a todas: cada una de ellas, a su manera, aman y miman a sus hijos e hijas. Y ya que estamos: no es lo mismo el Star Baby de 2001: A Space Odyssey que el baby de Rosemary o el baby de Eraserhead. O tal vez sí, quién sabe. 

DOS Del otro lado pero –si todo va bien– están los padres contemplando un milagro del que son parte pero que jamás comprenderán del todo. Aunque, ellos también, tiendan a subir de peso y tener náuseas durante esos nueve meses por complicidad simbiótica o freudiana “envidia del feto” o algo por el estilo. Porque, de acuerdo, algo suyo muy pequeño entró allí para que alguien mucho más grande saliese de adentro de ese otro alguien. Y jamás podrán entender del todo qué es eso. Y tal vez mejor así; porque resulta difícil olvidar, aún después de tantos años, esa espantosa e involuntariamente perversa comedia con un Arnold Schwarzenegger embarazado titulada Junior. O de admirar –Rodríguez, se sabe, es publicista– aquel célebre e histórico aviso de revista de anticonceptivos pesado por la agencia Saatchi & Saatchi en 1970 en la que la foto de un hombre cariacontecido y en estado (in)feliz y de buena (des)esperanza se preguntaba “¿Tendrías más cuidado si fueses tú quien se quedara embarazado?”. O aquel otro, más reciente, de la Bergedorfer Bier, en la que un puñado de machos se acariciaban sus panzas cerveceras con el slogan de “Fermentadas con amor”. Pero hay que reconocerlo: en todo el proceso los hombres son puro comic relief, secundarios de comedia, tipos que tartamudean como Hugh Grant pero sin ser Hugh Grant. De ahí, también, que la maternidad tenga mucha más presencia en los medios que la paternidad. La maternidad vende y la paternidad casi viene de regalo en el mismo pack.

 

TRES Así, España como segundo país de Europa (Italia es el primero) con la maternidad más tardía es la última noticia. Y los motivos para ello son los cambios de hábitos sociales y “un difuso papel de los hombres”. ¿Qué significa esto? Desinterés y peterpanismo o baja calidad de esperma. En cualquier caso, también se informa de los “inesperados beneficios” de tomarse tiempo y parir casi a último momento mientras los últimos estudios desarman los engranajes de todo aquello del reloj biológico reinterpretándolo como forma apenas subliminal de inducción/abducción al rápido embarazo condimentándolo con temores de hijos menos inteligentes o el perderse de verlos crecer o el ser sometidos a la vergüenza de ser confundidos con abuelos y abuelas a la salida del colegio. También, el activismo en ocasiones un tanto desmadrado de todas aquellas que se niegan en redondo a la maternidad como casi subtema del Me Too. O la proliferación de no-ficciones del yo que narran la maternidad como un tormento al que fueron conducidas por engaño (“No es como te dijeron” es un argumento que se repite y uno se pregunta cómo es que pensaron que era si está todo a la vista desde el principio de los tiempos) y que incluye a textos válidos como el de la gran Rachel Cusk o ingeniosos como el de Sheila Heti o irritantes en su compulsión exhibicionista como el de Samanta Villar y donde los hijos son algo así como pequeños aliens que han venido a invadir tu planeta hasta entonces pacífico y perfecto. Se las conoce como “madres  arrepentidas” y resulta fácil reconocerlas: son las que se olvidan el cochecito en los parques porque están muy distraídas leyendo el best-seller sobre el tema de la profeta y socióloga israelí Orna Donath o suspirando aliviadas mientras miran una y otra vez el DVD de Tenemos que hablar de Kevin. Por otra parte, escasean los textos y manifiestos desde la otra cara de la misma luna: sentido y amenos ensayos sobre la felicidad de ser madres y padres. Lo mejor que ha leído Rodríguez acerca de esta cuestión es un artículo de Alberto Olmos on-line titulado “El silencio de los padres”. Allí, ante tanto testimonio del horror firmado, paradojalmente, por quién ha decidido no tener miedo, se concluye: “Una persona que no tiene hijos no sabe nada en realidad sobre no tener hijos. Solo quien tiene hijos sabe lo que es no tenerlos...”. Y sigue: “Ah, por cierto, amigos, ¡vais a morir! Sí, al final morimos. ¿No os lo habían dicho? Pues morimos, y encima de pronto y para siempre, sin tiempo para tuitear ni para nada. Qué vida tan perra, ¿eh? Jugar con tus hijos y morirte. Ese es un poco el plan”. Y concluye: “La secta silenciosa de padres y madres seguiremos cuidando de nuestros hijos, aunque yo hace tiempo que sé que es mi hija la que cuida de mí. No tengo ninguna necesidad de explicarlo”. 

CUATRO Y entre tanto grito y llanto y pañal y caca y comedias ácidas como Tully o thrillers “novedosos” con madres asesinas, el misterio permanece. Y falta cada vez menos para que la hija de Rodríguez le diga que ella (y su novio, el dj argentino Tomás Pincho) tiene una noticia para darle. O que nunca se la de. Y entonces la posta pasará al hijo de Rodríguez a quien él no puede siquiera imaginar como padre porque siempre será su hijo hasta el fin de sus tiempos. 

Mientras tanto, Rodríguez lee que “el embarazo cambia el cerebro de la madre” reduciendo durante dos años la materia gris de varias áreas para así mejorar la empatía con el bebé y se pregunta si el amor –el amor de verdad y para siempre– depende de pensar menos como un adulto o de pensar más como un bebé. También, se entera, aumenta drásticamente los niveles de prolactina que no sólo se ocupa de permitir el acto de amamantar sino que es definida por los especialistas como “hormona budista” porque eleva a la mujer a un estado “emocionalmente astuto” y de contemplación pausada y lenta de todas las cosas de este mundo de pronto tan poco importantes mientras sus parejas masculinas se convierten en seres hiperkinéticos que no dejan de temblar... Del mismo modo, no hace mucho, supo que antes –hace miles de milenios, cuando sapiens fornicaron con neandertales– los hijos se parecían más a los padres para así estimular un afecto narcisista que de otro modo no existiría. Y que cada vez se parecen menos a ellos y más a sí mismos porque, culturalmente, ese afecto ya viene por inercia. 

Y así todo bien, todo tranquilo, cada uno con la parte que le toca pero a no olvidarlo nunca: uno de los disfraces preferidos de los hombres adultos cuando tañen las campanadas de Halloween es el de ir como hombre encinto sin que quede demasiado claro a pesar de estar clarísimo –trick or treat– si salen a dar miedo o a tener miedo. O a fingir que lo hacen para acompañar a sus hijos cuando en realidad son sus hijos quienes los acompañan. 

No desde siempre pero sí hasta siempre.