Érase una vez un conjunto de pequeñas islas llamado Japón. Nuestra historia transcurre en una era imaginaria que bien podría ser el pasado reciente, un futuro posible o un presente alternativo. Regida por un señor con mentalidad feudal, el Mayor Kobayashi, la megalópolis central conocida como Megasaki ve caer sobre el pavimento, los techos de las torres de cristal y los brillantes carteles de neón un anuncio aciago: cierta enfermedad de características poco menos que mortales transmitida por las narices humedecidas de los perros, se trate de la más cuidada y pulcra de las mascotas o de un pulgoso animal callejero. Cultivados y alimentados por la elite política, el miedo, la paranoia y el odio hacia la raza canina no hicieron más que acrecentarse con el paso de los días y las semanas, a pesar de las promesas de un grupo de científicos empeñado en hallar una cura para el mal. 

Pero antes de que todo eso ocurriera, en tiempos muy remotos, existió otro señor cuyo apellido también era, no casualmente, Kobayashi, familiar directo de su descendiente y regente a su vez de una porción de las tierras niponas. Se dice que, como amante incondicional de los gatos, solía ser lógicamente desdeñoso con todo aquello que ladrara. Sin motivos racionales ni razonamientos motivados por otras cuestiones que no fueran aquello que le dictaba su caprichosa inquina, el antiguo Kobayashi ordenó el exterminio de la noble raza, salvándose ésta del seguro genocidio gracias a la intervención del azar o al de las nobles reglas de la supervivencia natural. En la moderna Megasaki, mientras tanto, guiado indudablemente por el brío de la sangre, dictados sus designios por esa animadversión con forma de damnación centenaria, el Mayor Kobayashi –travestido bajo los falsos ropajes de las formas democráticas– decretó exiliar de una vez y para siempre a todos los habitantes caninos de la ciudad. Su destino: la Isla de la Basura, un olvidado cascote del otro lado del mar que había sabido ser insignia de la modernidad industrial y ahora era habitado exclusivamente por edificios vacíos, ruinas de metal retorcido y ratas, muchas ratas, entre otras alimañas innombrables y ponzoñosas. Como acto de falsa entrega a la causa, el primer migrante forzado no sería otro que el perro sabueso de su propia familia, un gran y bello espécimen (y noble, como se verá más adelante) de nombre Spots, recordatorio de las diversas manchas que recubrían su pelaje. La llegada del primer can a ese nuevo, infranqueable y terrible destino haría las veces de piedra angular de un nuevo emplazamiento, eventualmente poblado por un cosmos canino: cientos de jaurías hermanadas por la necesidad de alimentarse, el imperativo de sobrevivir a toda costa y la total incomprensión de las razones detrás de la expulsión a ese nuevo y salvaje hogar, un purgatorio de formas infernales. La Isla de Perros.

Todos los perros van al cielo

Así podría comenzar el prólogo de una imaginaria e inflamada versión literaria del último largometraje de Wes Anderson, segunda y feliz incursión del director de Los excéntricos Tenenbaum y El gran hotel Budapest en el terreno de la animación. La historia del villano Kobayashi, su perro Spots y Atari, el niño que supo quedar bajo su rigurosa tutela luego de una serie de eventos desafortunados, es la historia de un largometraje que no está dirigido a los niños, ni a los adolescentes ni a los adultos, pero que –lejos del nicho de mercado estudiado concienzudamente– puede ser visto y disfrutado por cualquier miembro de esos grupos etarios, sin restricciones excepto la del propio gusto. Como en El fantástico Sr. Zorro, basada en el personaje literario creado por Roald Dahl, la técnica animada cruza ida y vuelta los universos del tradicional stop-motion con marionetas y los métodos de creación de imágenes y movimientos digitales aunque, a diferencia de aquella otra película, Isla de perros no recrea mundos imaginados por otros autores, sino que surge exclusivamente de la sinergia creativa de sus cuatro guionistas: el propio Anderson, su compinche Jason Schwartzman, Roman Coppola y Kunichi Nomura. La editorial Faber & Faber acaba de editar en idioma inglés el guion completo del film, prologado por una extensa conversación entre los cuatro mosqueteros, registrada durante el proceso de posproducción. En ella, Anderson afirma que “el trabajo entre cuatro es como una conversación en proceso. Y la conversación, en este caso, comenzó a bordo de un barco. En realidad, un trasatlántico, en el que tuvimos la oportunidad de proyectar algunas de mis películas y conversar sobre ellas con el público”. A partir de allí, continúa detallando la evolución del trabajo en conjunto citando al gran mentor espiritual: “Akira Kurosawa y su equipo de escritores trabajaban juntos para darles forma a las ideas iniciales y a las escenas de las películas; al tiempo que progresaban iban mostrándoselas al guionista Hideo Oguni, a quien llamaban La Torre de Comando. Él les decía qué estaba bien y qué estaba mal; básicamente, hacía una crítica del trabajo y los volvía a encaminar cuando se salían de los rieles. Así es un poco como trabajamos los guiones. Por otro lado, tenemos una historia juntos, ya que tres de nosotros trabajamos previamente mano a mano en el guion de Viaje a Darjeeling. Originalmente, la historia de Isla de perros era apenas un relato en una pequeña colección de cortos o cuentos cinematográficos breves. Y el hecho de que transcurriera en Japón tenía más que ver con el hecho de inspirarnos en las películas japonesas, todo un mundo cinematográfico que es muy interesante y vasto y complejo. Kurosawa, en particular, es la influencia más grande en esta película. Es simple: como amamos esos films, ¿no sería lindo hacer nuestra propia versión del universo de Kurosawa? Cuando estás haciendo una película en stop-motion puedes decir que un personaje debería ser interpretado por alguien como Toshiro Mifune e, incluso, puedes hacer tu propio Toshiro Mifune. O algo así”.

Historia de dos mundos

A pesar de que el nombre de uno de los personajes humanos más importantes de la película trae de inmediato a la memoria el de otro gran realizador japonés, Masaki Kobayashi –el director de Harakiri y la trilogía La condición humana–, es el espíritu vital de Kurosawa el que está presente todo el tiempo en la pantalla. En parte, desde luego, por ser el cineasta de ese origen más conocido en Occidente y posiblemente el director japonés favorito de Anderson. En parte, también, porque hay algo en la edificación de esos rebeldes que deciden cambiar de una vez por todas el statu quo (el grupo de perros y el niño humano que los acompaña, o viceversa o ambas cosas) que remite a algunos de los títulos más célebres del director de Rashomon, en particular sus épicas históricas llenas de aventuras en las cuales la lógica del poder imperante es desequilibrada y puesta en riesgo por aquellos que habitan los estratos más bajos de la sociedad. O bien por aquellos que, habiendo formado parte de las castas elevadas, han sido relegados a los márgenes. 

Más de una reseña de Isla de perros publicada luego del estreno mundial en el Festival de Berlín describe las similitudes de la isla de los perros con las casillas en la villa miseria de Dodes’ka-den, la película de Kurosawa de 1970 que se transformó en un fracaso comercial y sumió al realizador en una profunda depresión, seguida de un intento de suicidio. Durante una conferencia de prensa en la capital alemana con los cuatro guionistas, coordinada por Nick James, director de la prestigiosa revista Sight & Sound, Wes Anderson describió aún más en detalle la relación de sus perros con el gran Akira: “Originalmente se suponía que iba a transcurrir en el futuro. Veíamos una ciudad futurista, pero como si fuera una versión del futuro imaginada en 1960. Como si Kurosawa hubiera hecho una película sobre el futuro en 1962 y un narrador dijera: ‘El año es 2007, en la ciudad de Megasaki’. Por esa razón decidimos que debía ser una película que transcurre en 2007 pero hecha en 1962, aunque nadie entendió realmente de qué estábamos hablando, así que lo dejamos de lado”. 

Lo cierto es que el diseño visual de Isla de perros entrelaza todo aquello que puede ser encasillado como retro-futurista con una imaginería que sólo puede ser descripta como andersoniana: allí están los planos meticulosamente desplegados, con predilección por la organización simétrica –aunque menos que en sus películas con actores de carne y hueso–, la fascinación por el detalle en la manufactura de objetos del decorado (desde el helicóptero empleado por las fuerzas del mal hasta las cajas de alimento para perros que los desdichados habitantes de la isla no pueden más que extrañar) y, desde luego, el particular y bello movimiento de los personajes, que choca de frente con el monopolio actual del hiperrealismo creado por los brujos del CGI.

En el principio, entonces, el dictatorial Kobayashi expulsa a la población perruna y da inicio a una nueva era, información que la película transmite a velocidad crucero durante los primeros minutos, con el sonido del taiko –el tradicional tambor japonés– acompañando las acciones. Un narrador aclara, rompiendo a pedazos la cuarta pared, que la película estará hablada en parte en japonés (casi la mitad de los diálogos, a veces traducidos por algún personaje o placa, aunque no siempre) y en parte en el lenguaje de los perros, que en la práctica resulta ser el otro idioma principal de la banda de sonido (“doblado” al inglés en la versión original). Desde luego, animales y humanos no pueden comprenderse mutuamente, aunque en más de una ocasión el espectador puede tener la impresión de que los cuadrúpedos tienen un oído fino para entender lo que los humanos están diciendo. La llegada de Atari en su avioneta descompuesta es disruptiva y altera de inmediato el orden establecido en el ecosistema del lugar, un mundo donde la mitológica figura del “amo” ha desaparecido por completo y sólo permanece como un lejano recuerdo en algún lugar remoto de la memoria. Pocos minutos antes del arribo de ese primer humano, la pandilla integrada por Boss, King, Rex, Duke y Chief (imposible tener en un mismo equipo a tantos líderes) lucha por hacerse de un paquete de alimentos en mal estado frente a otra jauría hambrienta, inmersos en una nube que los contiene y los eclipsa de la mirada del espectador, homenaje a tantas historietas y dibujos animados que han ocultado a lo largo de la historia los detalles más explícitos de una buena riña. Pero ¿quién es ese chico? ¿Qué busca en ese lugar? Alguien afirma sin dudarlo que Spots, el pionero, solía ser su mascota, perro de compañía y guardaespaldas. A partir de ese momento se dispara la aventura, una travesía que llevará al grupo a atravesar toda la extensión de la isla hasta llegar a sus confines, a las zonas vedadas por la tradición, a encontrar quizás el origen de algunas de las leyendas oídas desde tiempos inmemoriales (recordatorio: un año humano corresponde a siete caninos). En paralelo, Isla de perros describe la lucha incansable por hallar un antídoto a la enfermedad que aisló al “mejor amigo del hombre”, una lucha resistida con uñas, dientes y veneno por Kobayashi y por todos aquellos que no logran esconder su odio visceral hacia aquellos que fueron desterrados. También la de un grupo de jóvenes idealistas que intuyen que detrás de todo eso existe un complot, un plan maquiavélico con características conspirativas. El humor es, desde luego, esencial y bien visible a los ojos. El arma mortal con la cual Anderson y compañía logran transformar la película en un regalo entrañable pero nunca ñoño. Un humor que en ocasiones está agazapado, a la espera de que el espectador lo atrape al vuelo, y en otras se pone en primerísimo primer plano, sin posibilidad de que pase desapercibido. Al fin y al cabo, la película incluye el uso más literal jamás escuchado en la historia del cine de la expresión son of a bitch (hijo de perra).

Dodes’ka-den (1970), de Akira Kurosawa

Voces y ladridos

El laborioso proceso de animación y la grabación de los diálogos son los dos procesos centrales que dan la forma final a un largometraje como Isla de perros. Según afirma Anderson en la entrevista publicada en Sight & Sound “fueron alrededor de dos años de estar en producción, de animar toda la cosa. Esta fue un poco más grande que la anterior. Si bien fue realizada con un presupuesto similar al de Mr. Fox teníamos el triple de personajes y el doble de sets. La idea era que todas las cosas que habíamos aprendido en Mr. Fox respecto de cómo ser eficientes y económicos, o como el grupo podía trabajar en conjunto, las utilizaríamos nuevamente y todo estaría bien. Pero siempre es un trecho y aunque suele decirse que en las películas de animación no tienes un período de rodaje como en un film normal, lo cierto es que sí lo tienes. Sólo que aquí en lugar de decir que estás atrasado un mes se dice que irás a retrasarte quince minutos durante el último día. La relación de tiempos es diferente”. La voz de Bryan Cranston le da vida a Chief, el perro callejero y macho alfa que oculta en su pasado no uno sino varios secretos, el sobreviviente de varias guerras que aún deberá afrontar una última batalla. Edward Norton, Bill Murray, Jeff Goldblum y Bob Balaban encarnan las voces de los cuatro miembros restantes de la pandilla, todos ellos ex mascotas que han debido habituarse a las duras condiciones de su nueva vida. Liev Schreiber, en tanto, encarna al legendario Spots, mientras que Scarlett Johansson interpreta a Nutmeg, otrora estrella de los eventos de exhibiciones caninas que ahora debe contentarse con la más estricta pantomima. El propio guionista Kunichi Nomura –una celebridad de la radio en su Japón natal– tuvo a cargo el timbre de voz del Mayor Kobayashi. El notable reparto de voces, lógicamente perdido en la versión doblada al español, incluye también en papeles secundarios a Greta Gerwig, Frances McDormand, Akira Ito, Harvey Keitel, Tilda Swinton, Ken Watanabe y la mismísima Yoko Ono, esta última interpretando a la asistente de un científico, de nombre... Yoko Ono. En la citada conversación entre los autores publicada junto al guion, Roman Coppola revela que, en algún momento, hubo conversaciones acerca de “la posibilidad de tener un reparto integrado por hombres alfa. Muy, muy alfa: Bruce Willis, Sylvester Stallone, Arnold Schwarzenegger. Todas estrellas del cine de acción. Pero luego decidimos ir en otra dirección”. Una idea interesante que, sin embargo, hubiera gestado un resultado diferente: en la versión existente hay un aire casi aristocrático en las voces que se destaca aún más en ese súper basurero que es la Isla de los Perros. Ante todo, y más allá de las adversidades, la dignidad.

Lejos del estereotipo, la recreación fantasiosa de la sociedad japonesa en Isla de perros se edifica sobre los pilares del arquetipo cultural y artístico. Anderson aclara que, además de las referencias al cine japonés de los años 50 y 60 en general y al de Kurosawa en particular, la inspiración visual en ciertas formas del arte tradicional nipón no fue menor. “Recuerdo que, hace muchos años, Roman me regaló un maravilloso bloque de madera japonés con un dibujo de un pavo real. En París visitamos una exhibición de Katsushika Hokusai que luego recorrió todo el mundo. En Nueva York fuimos al Museo Metropolitano y ahí el responsable de curar la colección de arte japonés nos llevó a los archivos, donde guardan las obras de Hokusai y también las de Utagawa Hiroshige. Esos dibujos y grabados fueron una influencia enorme en la película. Ese estilo visual se convirtió en un referente al que recurrimos todo el tiempo”. El retrato que el gran artista Katsushika Hokusai (1760-1849) realizó de su mascota, un perro pequinés llamado Tschin, deja en claro que las relaciones tal vez sean aún más profundas. Mientras tanto, el joven Atari (la referencia es oblicua: la famosa compañía de videojuegos no es japonesa, aunque sí su nombre, un término similar al “jaque” utilizado en el ajedrez), junto a sus cinco compinches y un grupo comando de perros, inician el ataque y desembarco más osado del otro lado del océano, cuya estrategia no tiene otro objetivo que desenmascarar el fraude y reestablecer un mundo donde canes y humanos pueden convivir en armonía. Como debe ser y viene siéndolo desde tiempos inmemoriales. 

La lectura política que puede hacerse sobre esa sociedad semi fascista (o fascista a secas) comandada por un líder carismático, dispuesta a empujar a sus antiguos cohabitantes a un lugar separado por un muro infranqueable, no entra nunca en la zona de la alegoría explícita, pero sí permite establecer vínculos con diversas coyunturas. Esa es otra de las bondades de Isla de perros: hablar de algunos de los males del mundo sin referencias simbólicas puntuales, pero con la potencia de la fábula a flor de piel. Y la nobleza del relato de aventuras como norte creativo. Mientras tanto, el ser humano sigue reflejándose en los ojos de sus mascotas, aunque aquí las tónicas usuales parecen invertirse por completo: de tal perro, tal amo.