Esta historia ocurrió en un país que ya no existe, al menos en las coordenadas geopolíticas que la hicieron posible. Sucedió en marzo del 2016, aunque por acumulación de nombres y acontecimientos pareciera la página de un manual de historia en proceso de ser digitalizado. Quizás con el tiempo, por la tendencia a contar las segundas partes como farsas, se la conozca como el otro periodo especial. Lo cierto es que en el último otoño tropical algo empezaba a cambiar en Cuba. Después de casi noventa años un presidente yanqui pisaba la isla bloqueada, la presencia viva de Fidel Castro aún era un silencio incómodo en la nuca de occidente y los Rolling Stones tocaban por primera vez para un público musical que no conocía la mayoría de sus canciones. Todo junto y celebrado en un mismo país, en una isla de mil caras, que más pronto de lo esperado –tras la llegada de Donald Trump al centro del mundo y al fallecimiento de su líder omnipresente– debía postergar las expectativas que prendieron en su ánimo y ver cómo el horizonte tomaba otra vez la densidad de la incertidumbre.

“Cuba era el último desafío que le quedaba a la banda de rock más grande del mundo”, dice el periodista Javier Sinay en Cuba Stone, un libro de crónicas que busca –a partir de tres miradas diferentes– abarcar las dimensiones de un evento que fue mucho más que rock and roll. El músico mexicano Joselo, guitarrista de la banda Café Tacvba, y el escritor peruano Jeremías Gamboa completan el tridente que viajó a la isla para versionar con su yo otro hito de la revolución permanente de los Rolling Stones.

Como si fuesen una síntesis estética, religiosa, política y musical de lo que Occidente tiene para ofrecerle al resto del mundo, la banda británica ya había tocado en la República Democrática Alemana en 1990, teloneando la caída del Muro. Esa voracidad expansiva también la llevaron a América Latina, alentados por la apertura comercial de los países neoliberales de los noventa; y a China continental en el 2006, donde se sometieron a la censura de las autoridades para que no toquen algunas de sus canciones icónicas. Ahora llegaba el turno de Cuba, uno de los pocos parajes comunistas en extinción. Un país repleto de músicos pero escaso de rockeros; un país que durante muchos años confundió rock con libertinaje, y en donde la electricidad siempre fue un lujo como para andar enchufando guitarras. Un país, una isla, de cuerpo rítmico y caliente, que cuando Mick Jagger se propuso enseñarles “qué carajo es el rock” no dudo en vibrar junto a él.

Cuenta Joselo que la primera sensación que tuvo al entrar a la Ciudad Deportiva de La Habana –el estadio donde se realizó el recital en el marco de la gira “América Latina Olé Tour”– fue de sorpresa. Acostumbrado a mirar auditorios repletos desde el escenario, caminó esquivando los pocos tumultos de gente con la sensación de estar rodeando una trampera. Al fin y al cabo, ¡eran los Rolling Stones e iban a tocar gratis! Esto último fue posible gracias al lobby nunca desinteresado del director de la Fundashon Bon Intenshon, que financió la monumental puesta en escena y los caprichos menores de los músicos, incluyendo las botellitas de agua islandesa.

Los cubanos, los principales invitados a la fiesta, tardaron en llegar. A horas del comienzo –describe Joselo en su crónica– los acentos que más se escuchaban eran de franceses, italianos, peruanos, alemanes y, claro, de nuestros entrañables rolingas. Sin embargo, cuando cayó la noche y empezaron a sonar los acordes de “Jumpin Jack Flash”, alrededor de quinientos mil cuerpos –en su mayoría cubanos– empezaron a saltar y a cantar y a mover las pantallas de sus celulares, convirtiendo al campo del estadio en un espejo del cielo estrellado de La Habana.

“Sabemos que nuestra música no se escuchó en Cuba durante muchos años, ¡pero ahora estamos aquí!”, dijo un eléctrico Jagger micrófono en mano. En la tierra de la salsa, la rumba, el son, el bolero y actualmente el reggaeton, son pocos, muy pocos, los cubanos que fueron endemoniados por los Stones. En su crónica, Javier Sinay los rastrea, siguiendo una ruta estrecha que desemboca en una cofradía fragmentada; en tres o cuatro nombres propios que –en sus testimonios– recuperan cierta ética clandestina y contracorriente que supo tener el rock allá lejos y hace tiempo, cuando aún no era una subcultura objetivizada por los Fest y la mano invisible del mainstream que todo lo toca. En Rocky Saldaña, el joven cubano que Sinay acompaña mientras hace guardia nocturna para entrar primero al estadio; o en Guille Vilar, uno de los máximos divulgadores de los Stones en Cuba –sea por radio, televisión o programando noches rockeras en el Centro Cultural Submarino amarillo– el rock es un modo de vida o, mejor dicho, un lugar en donde vivir: una isla dentro de la isla.

 Los Stones no fueron el primer grupo de rock en tocar en Cuba. Por escenarios menores –en comparación a la nave festivalera que se armó en la Ciudad Deportiva– habían pasado Sepultura, Audioslave, Billy Joel, Simply Red, entre otros. Quizás, hasta el viernes santo del 2016, la visita más importante había sucedido quince años atrás, cuando la banda galesa Manic Street Preachers tocó en el teatro Karl Marx. Esa noche, Fidel Castro fue una de las cinco mil personas que escucharon en vivo la balada “Baby Elian”; la canción que James Dean Bradfield compuso para el pequeño balsero que los anticastristas de Miami querían retener como símbolo y botín de guerra a pesar de los deseos de su padre. Esta vez Fidel Castro no fue a recibir a los Stones ni, menos, a presenciar su show masivo. Tal vez algunos de los riffs de Keith Richards, empujados por el viento suave que equilibra la temperatura de las noches habaneras, le llegaron a la habitación en donde pasó sus días finales. De ser así, imposible –e innecesario– imaginar lo que se pudo haber armado en la cabeza del Comandante.

Como si fuese una coda de la teoría del siglo corto que desarrolló Eric Hobsbawm, en la semana en que murió Fidel Castro se instaló la idea de que con su desaparición había terminado definitivamente el Siglo XX. Entonces, es probable que la grandeza de los Rolling Stones no haya sido sólo la de tocar para un público que jamás había escuchado sus canciones; sino la de ser la banda que le puso música a un siglo que apagaba su última la luz. Y quizás estuvo bien que haya sido así, ¿o acaso existe otra banda, del género que sea, que se merezca más que los Stones tocar en el funeral del siglo que se fue?